El voluntarismo judicial del magistrado De Prada
«El voluntarismo jurídico de algunos jueces radica en el afán de progresar agradando al poder, aun a costa de degradar las obligaciones éticas del cargo»
Son demasiadas las ocasiones en las que la polvareda mediática levantada por el jaleo político no nos permite prestar atención a noticias que presentan una enorme carga de profundidad y cuya trascendencia debería ser mucho mayor a la que finalmente consiguen. Pasó ya hace un par de meses, en febrero, cuando el Supremo constató el vacío punitivo creado con la derogación de la sedición, y volvió a suceder ayer, tras publicarse que ese mismo Tribunal anulaba la sentencia dictada por la Audiencia Nacional en febrero de 2021 que absolvía a la exjefa de ETA, María Soledad Iparraguirre, alias Anboto, de un delito de asesinato terrorista en grado de tentativa.
Más allá de las consecuencias que la nulidad tiene para el caso concreto –que el tribunal enjuiciador dicte nueva sentencia que valore los elementos probatorios que fueron excluidos en su día- el alcance de los fundamentos expuestos en la resolución dictada por la Sala Segunda del Supremo, de la que es ponente Manuel Marchena, merece un detenido análisis, no sólo por lo escandaloso de algunas de las consideraciones que contiene la sentencia anulada, sino en especial porque apunta a un problema que amenaza con asolar nuestro sistema judicial: el voluntarismo.
Sabrán ya mis lectores que corresponde a los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial la ardua pero sustantiva labor de administrar justicia dentro del marco de referencia constitucional, que consagra, entre otros, el derecho a la tutela judicial efectiva y a un proceso con todas las garantías, entre las que se encuentra la del juez imparcial.
«El prestigio del poder judicial se construye sobre la independencia e imparcialidad de los jueces»
Efectivamente, el prestigio del poder judicial se construye sobre la independencia e imparcialidad de los jueces y magistrados que lo integran, lo cual no quiere decir que los miembros de la judicatura no puedan tener opiniones, filias o fobias, sino que éstas deben quedar al margen de las resoluciones que dictan. Como sostenía el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw: «La justicia estriba en la imparcialidad, y sólo pueden ser imparciales los extraños».
El problema llega cuando los indeseables -pero necesarios- vasos comunicantes entre los tres poderes del Estado llevan a algún que otro magistrado a fundamentar sus decisiones en meros deseos que no se compadecen con los hechos enjuiciados ni con los elementos probatorios disponibles. Esto les aboca a desnaturalizar la motivación en la que deben sustentar sus resoluciones, despreciando así la legalidad y abrazando la arbitrariedad. En palabras del Tribunal Constitucional: «Una resolución judicial puede tacharse de arbitraria cuando, aun constatada la existencia formal de una argumentación, no es expresión de la Administración de Justicia, sino mera apariencia de ésta por ser fruto de un mero voluntarismo judicial o expresar un proceso deductivo irracional o absurdo» (STC 148/1994 o la 240/2015, entre otras muchas).
Esto es, exactamente, lo que advierte el Tribunal Supremo al casar la sentencia de la que fue ponente el polémico Ricardo de Prada: la existencia de importantes grietas en el canon constitucional de motivación impuesto por el art. 24.1 de la CE, lo que se traduce en la falta de coherencia de los pilares argumentales sobre los que se construyó el desenlace absolutorio.
De Prada negó de forma injustificada valor probatorio a informes de inteligencia emitidos por la Guardia Civil aduciendo que no probaban directamente hechos, ni tan siquiera los que servían de base a los argumentos policiales, al tiempo que aceptaba incondicionalmente un informe de inteligencia de la Ertzaintza, al que sí que atribuye la condición de «genuina prueba pericial». Tampoco justificó los motivos que le llevaron a rechazar la validez de una declaración testifical incriminatoria que él mismo había validado en otros procedimientos anteriores.
Pero lo más escandaloso, a mi humilde entender, es que hizo aflorar en la sentencia una excepción procesal, la de cosa juzgada, que no había surgido a lo largo del proceso, impidiendo así realizar las oportunas alegaciones a las partes. Para que ustedes lo entiendan, lo que hizo la Audiencia Nacional fue absolver a la etarra Anboto aduciendo que se le estaba juzgando por hechos ya enjuiciados en otros procedimientos, pero sin explicitar en la sentencia las razones que llevan a la Sala a alcanzar tan contundente conclusión. En la sentencia publicada ayer, el Tribunal Supremo lo tilda de «acto de inspiración voluntarista» que no basta «para dar por juzgado lo que no ha sido objeto de tratamiento jurisdiccional».
«La recusación del magistrado para enjuiciar causas que tuvieran que ver con ETA ya fue planteada por la Fiscalía en 2016»
Esta declaración de la Sala Segunda de nuestro Alto Tribunal lo que viene a concluir es que De Prada se apartó de la legalidad y confirió preeminencia a su voluntad, lo que le llevó a plasmar en la sentencia conclusiones ilógicas y burdas. Algo que a muchos ya no nos sorprende, porque llueve sobre mojado. La recusación del magistrado de la Audiencia Nacional para enjuiciar causas que tuvieran que ver con ETA ya fue planteada por la Fiscalía y las víctimas en 2016: en una conferencia impartida por De Prada en Tolosa, afirmó la existencia de una vulneración sistemática y generalizada de derechos fundamentales en la respuesta legal contra el terrorismo -llegó a hablar de sospechas de tortura-.
En otras resoluciones más recientes, el magistrado ha rechazado que los presos de ETA tengan que pedir perdón para disfrutar de los permisos penitenciarios, cambiando el criterio imperante hasta entonces y estimando el recurso de la defensa del preso etarra, que se limitó a «lamentar el sufrimiento provocado con sus actos» en una carta que no fue redactada antes de solicitar el permiso, sino escrita ad hoc para ser incorporada al recurso. Como no podía ser de otra manera, el contenido de esa misiva sirvió para sustentar la decisión de De Prada, que invitaba en su resolución a que la lectura de la misma se hiciera desde una perspectiva «comprensiva», «sin perjuicios y con respeto humano».
Si lo anteriormente expuesto no les permite concluir que, como Conde-Pumpido, el magistrado progresista está dispuesto a manchar su toga con el «barro del camino», me permito recordarles que De Prada fue el ponente de la sentencia de la trama Gürtel que motivó la moción de censura que aupó al poder a Pedro Sánchez, pues en la misma afirmaba la existencia de una «caja b» del Partido Popular a pesar de que no estaba siendo juzgado en ese proceso. Algo que el Supremo le reprochó tildándolo de excesivo.
Si llegados hasta aquí todavía no están convencidos, deben ustedes saber que el nombre de De Prada ha estado entre los magistrados consensuados por el PSOE y Podemos para ser vocal en el CGPJ u ocupar un asiento en el Tribunal Constitucional.
Hemos llegado, pues, al quid de la cuestión: el voluntarismo jurídico de algunos jueces y magistrados quizá no sea del todo irracional, sino que tiene una explicación, que radicaría en el afán de progresar agradando al poder, aun a costa de degradar las obligaciones éticas inherentes al cargo. Porque para que el asalto a la justicia triunfe no basta el ímpetu de nuestro gobierno de coalición, sino que se necesita, además, el conformismo de la oposición y la disponibilidad de los juristas que, amparados en el constructivismo o el voluntarismo, están dispuestos a prestarse al activismo a través de sus sentencias.