Los cinco mandamientos de Dragó
«Ha bastado que este escritor e intelectual llegue a la muerte para que volvamos a pensar en ella como en una experiencia apetecible»
Desde que Fernando Sánchez Dragó murió el lunes tengo la sensación de que a la vida le falta algo y la muerte está ‘animada’. Decían los clásicos que hasta el final no se puede saber si una vida ha sido feliz. A Dragó le quedaba el último acto y lo ha superado también. Ha muerto sin decadencia: un tuit con su gato y dos horas después el infarto fulminante. En uno de los Encuentros Eleusinos dijo Antonio Escohotado que esa era la manera perfecta de morir. La única pena es que no haya podido contar cómo vivió la muerte, con lo bien que contaba las cosas y lo que le hubiera encantado contarlo. Falta siempre la última historia, la que el escritor solo se puede contar a sí mismo, en un relámpago.
Hace poco vi una de las entrevistas que le hizo a Eugenio Trías. Este escribió, creo que en Los límites del mundo, que la muerte tal vez sea el salto definitivo de la totalidad del hombre al «espacio-luz». Para Ernst Jünger era algo parecido, según anotó en Radiaciones: «En el ser humano reposan también cualidades que solo la muerte desplegará. Entonces la metamorfosis no ocurrirá ya en determinados estratos, sino en la plenitud. Oh vosotros, los grandes aventureros –esa será vuestra última y máxima aventura». Ha bastado que Dragó llegue a la muerte para que volvamos a pensar en ella como en una experiencia apetecible.
Me han emocionado en las crónicas del entierro los versos que se recitaron de Miguel Hernández, de la «Elegía a Ramón Sijé» (ese poema con el que aprendimos la palabra ‘elegía’): «A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero». Se recitó también «El viaje definitivo» de Juan Ramón Jiménez («…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando…»), que aparecía en Relatos de poder de Carlos Castaneda. Me he acordado además de estos de Antonio Machado que Dragó citaba mucho: «¿Y ha de morir contigo el mundo mago / donde guarda el recuerdo / los hálitos más puros de la vida, / la blanca sombra del amor primero, / la voz que fue a tu corazón, la mano / que tú querías retener en sueños, / y todos los amores / que llegaron al alma, al hondo cielo? / ¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo, / la vieja vida en orden tuyo y nuevo? / ¿Los yunques y crisoles de tu alma / trabajan para el polvo y para el viento?».
«Tal vez en su última foto Dragó era ya el gato que había encima de su cabeza: llamado Nano, como su madre lo llamaba a él de niño»
Me caía bien Dragó. Pasé épocas devotas y otras de distanciamiento, pero en todas persistió mi simpatía y mi admiración vital. Esta iba acompañada por una cierta culpa, porque me hubiese gustado que me gustase más como escritor. Pero me decía que le había salido mejor lo que es más importante: la vida. Y que era ejemplar su manera de poner la libertad en práctica; su soberanía en ejercicio. De todas formas tuve buenos raptos lectores con algunos de sus libros: con Eldorado (que leí en mi primer mes de universidad y que voy a releer ahora en homenaje: por darle el rato de inmortalidad que está en mi mano, que es reviviéndolo en la lectura), con Gárgoris y Habidis (en mis últimos meses de estudiante en Madrid, fundiéndose con aquella primavera apasionada) y con Galgo corredor (el año pasado, tras sentir una atracción irresistible desde la balda de la librería). Fueron muchísimas más las horas de radio y de televisión, y las conferencias, a las que me hice muy aficionado: hubo un tiempo en que lo seguía como los niños al flautista de Hamelin.
Cumplió el consejo que le dio Ernest Hemingway en el entierro de Pío Baroja: «Para escribir novelas conviene estar enamorado y mezclarse estrechamente con la vida». Esto viene en la celebrada solapa de la primera edición de Eldorado, de 1984 (aunque la novela es de 1960), junto con una rica biografía en tercera persona, sin duda escrita por él mismo, que se prolongaba hacia el futuro y ahora veo que más allá de esta muerte suya a los ochenta y seis años: «A los noventa y uno morirá en Alcazarquivir, codo a codo con don Francisco de Aldana, y nueve meses después resucitará en forma de gato». Tal vez en su última foto Dragó era ya el gato que había encima de su cabeza: llamado Nano, como su madre lo llamaba a él de niño.
Esta Semana Santa la he pasado revisando mi diario. En él tengo anotado que una tarde de 1992 fui a una conferencia de Dragó en Málaga. Soltó algunas exageraciones periodísticas, como la de que el último ser humano moriría en 1997 (según unos informes a los que había tenido acceso, dijo). Esto, naturalmente, ha caducado. Pero no han caducado otras cosas de aquella tarde. Por ejemplo, los cinco mandamientos que dio para orientar (y fundar) la búsqueda personal, como alternativa a todas las iglesias. Con sus palabras me despido (la última frase me conmocionó):
- Accede al centro por el laberinto.
- Vive el instante.
- Lo que hagas, no lo hagas como un medio, sino por sí mismo.
- Ama todo lo creado.
- «La verdad os hará libres». O lo que es lo mismo: «La libertad os hará verdaderos».