THE OBJECTIVE
Rebeca Argudo

Los lectores caminantes

«Antes éramos más los que cultivábamos esta fea manía y, al cruzarnos, sentíamos una inmediata simpatía por el otro. Somos una especie en extinción»

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Los lectores caminantes

Ilustración de Erich Gordon.

Tengo la fea costumbre de leer mientras camino. No si camino con prisas porque pierdo el metro, si casi corro, ni si he quedado con amigos y llego tarde. Pero sí cuando camino porque solo me desplazo. Los libros de leer mientras camino los elijo basándome en el mismo criterio que lo hacen algunas críticas literarias: su extensión. Los libros cortos son los mejores para leer mientras andas porque son pequeños y manejables. Y también para leer si te pagan por ello porque la tarifa es la misma pero inviertes menos tiempo. De esta coincidencia me he enterado hoy, pero esa es otra historia. 

Antes era más fácil encontrarse por la calle con otros como tú, gente que lee caminando. Estábamos los lectores caminantes de libros y los lectores caminantes de periódicos. Me voy a centrar en los primeros. Los que leemos mientras caminamos situamos el libro a una distancia concreta y en el ángulo correcto que nos permite, al tiempo que leemos, ver también el fragmento de suelo que vamos a pisar inmediatamente. Eso, en conjunción perfecta con el ritmo del paso, nos permite esquivar obstáculos, colisionar con otros peatones, pisar cacas, bajar y subir escalones y detenernos en los semáforos sin tener que levantar la vista. Mi técnica no es muy depurada pero es funcional: soy capaz de partir de un punto A y llegar a un punto B sin dramáticas consecuencias y, dependiendo de la distancia, incluso avanzando productivamente en la lectura. Pero, como decía, somos una especie en extinción. Desconozco el motivo. 

«Al ver a otro lector caminante, sonreíamos desde detrás del libro, levantando apenas las cejas en señal de saludo camarada»

Antes éramos más, digo, los que cultivábamos esta fea manía y, al cruzarnos, sentíamos una inmediata simpatía por el otro. Levantábamos la vista ante el inminente choque intuido y, al ver a otro lector caminante enfrente, sonreíamos desde detrás del libro, levantando apenas las cejas en señal de saludo camarada. Si encima el título del otro era uno apreciado, la simpatía subía un par de peldaños. Una simpatía efímera e instantánea, fugaz como el propio encuentro, pero más sólida que muchos noviazgos. Yo no recuerdo caras de lectores caminantes pero sí títulos: en la plaza de la Reina, en Valencia, me crucé una vez con un La Paloma, de Patrick Süskind, que tenía una envidiable técnica para avanzar entre la multitud prieta. En la calle Las Damas de Santo Domingo, con una primera edición de Un tal Lucas, de Julio Cortázar. Y en Echegaray, en Madrid, con un Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, cuando yo también lo era en ese mismo momento. Pero ahora hace mucho que no me cruzo con un lector caminante. No sé dónde se meten. Quizá es que están todos deambulando por otras calles que no son las mías y es simplemente que ahora, en Madrid, no te cruzas ni con tu ex ni con gente que lee cuando anda. O quizá es que ya no se estila y estoy demodé. 

El caso es que el otro día bajaba la Carrera de San Jerónimo hacia el Palacio de las Cortes, leyendo Txalaparta, de Agustín Pery, cuando, embebida en su lectura, apenas pude esquivar la embestida de un señor con prisas. Me giré, más por recobrar el equilibrio que por otra cosa, y ya el señor me amonestaba a gritos el que fuese por la calle leyendo un libro. Me quedé parada en medio de la acera, estupefacta, mientras el señor se alejaba farfullando, desapareciendo entre un montón de almas que pasaban de un lado y a otro absortas en las pantallas de los móviles que llevaban en sus manos. Supongo que la clave del reproche estaba en «un libro». 

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