THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Reírse de Dios

«La polémica que han suscitado los cómicos de TV3 es tanto por la burla como por su incapacidad para disculparse, que nacen de la ignorancia y de la cobardía»

Opinión
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Reírse de Dios

Paso de la Virgen del Rocío. | Europa Press

Estoy muy a favor del derecho de los humanos a reírnos de Dios, de todas sus encarnaciones y de todas sus imágenes. A fin de cuentas, no hay bromas más terribles que las que los dioses nos vienen gastando a los humanos. Acordémonos de cuando Yahveh recibe en el cielo a Satán, y a propuesta del maligno, accede a gastarle una buena al Santo Job para ver si de verdad el tipo es tan pío como parece o si es todo postureo como se malicia Satán. Los dos se emplean a exterminar los enormes rebaños de Job, a cargarse a sus muchos hijos y a llenarle de pústulas para comprobar así hasta donde llega su paciencia. Eso sí que es una guasa. Pero para bromas divinas, no olvidemos la peor de todas, que es la muerte, de la que aún no hemos aprendido a reírnos, por mucho que Dios lleve siglos tratando de convencernos a través de sus enviados de que la cosa no tiene importancia, que lo bueno para nosotros empieza después.

Cuando éramos pequeños, mi hermano y yo nos disfrazábamos para representar sketches de humor en la cena de Nochebuena que nos hacía mi abuela, una católica devota. Mi abuelo Ramón, que no era tan católico, nos soltaba pagas generosas por repetir año tras año una tensa escena de diálogo en que la Virgen María trataba de convencer a San José de que se había quedado embarazada de un palomo, pero que no había engaño, ella seguía siendo virgen, él no tenía nada de lo que preocuparse, y además el intangible padre del nasciturus era un señor muy poderoso, un tal Dios, y para que se quedara tranquilo, el Día del Padre se iba a celebrar a partir de entonces en el día de San José, que era él, a pesar de que no fuera el padre. José por supuesto, se ponía muy agresivo porque intuía que le estaban tomando el pelo. Ambos poníamos un acento de paleto muy macarra y muy exagerado para representar la escena. 

Tanto le gustaba el sketch a mi abuelo que a menudo nos invitaba a su casa después de Nochebuena (estaba separado), para que representáramos esa misma escena a sus invitados, cosa que hacíamos encantados porque nos esperaba otra suculenta paga. Recuerdo haber seguido haciendo este numerito para él hasta bien cumplidos los veinte años. Tal fue nuestro desempeño que poco después de terminar la carrera entré a trabajar de guionista para series de humor, y mi hermano acabó siendo productor. 

A mi abuela no le hacía tanta gracia la cosa, para ella la religión es una cosa seria, pero como buena católica sabía encajar la broma con mucha tolerancia y no privaba a nadie de su momento de risas en familia. El dios de los católicos es un dios maduro que ha aprendido a tolerarlo todo y a vivir con esas burlas. Después de todo, también de Cristo se reían cuando le veían llevando la cruz: no eras tú el hijo de Dios, pues sálvate ahora si eres tan milagroso. 

«Ya sabemos que hay sensibilidades a las que se puede provocar con saña invocando la defensa de la libertad de expresión, y otras sensibilidades que han sabido imponer con sus propios métodos un límite infranqueable al humor»

Otras religiones más recientes que el catolicismo no tienen callo aún, y no han aprendido aún a encajar las mofas, es tal su grado de sensibilidad que el humorista que las aborde se juega en el chiste la vida –o la cancelación. Eso lo saben los humoristas que nos ocupan estos días, y por eso no se reirán nunca del profeta en cuyo nombre asesinaron a los humoristas de Charlie Hebdo y ni tampoco les oiremos haciendo gracietas sobre los mártires de la fe woke: a ver cuál de estos valientes se ríe hoy de una gorda o de un transexual. Ya sabemos que hay sensibilidades a las que se puede provocar con saña invocando la defensa de la libertad de expresión, y otras sensibilidades que han sabido imponer con sus propios métodos un límite infranqueable al humor.

Que las cosas sagradas exigen madurez y respeto lo aprende uno con los años, cuando yo hacía el sketch de la Virgen no había escuchado aún el quejido de una saeta cantada a la Macarena desde un balcón en la calle Parras bajo una lluvia de pétalos de rosa. Tampoco conocía el transporte de los sentidos que provoca esa mezcla de incienso y azahar de la Semana Santa de Sevilla, no había admirado el brillo de los minuciosos bordados que con tanto arte le habían cosido al mantón de la virgen, ni había sentido ese silencio respetuoso de decenas de miles de personas que llevaban una noche sin dormir, no había visto la sangre en el cuello hinchado de los costaleros, ni podía imaginar ese derroche de hospitalidad y de agasajos en tantas casas abiertas a un sinnúmero de desconocidos para proporcionar un descanso a los que siguen las procesiones durante la larga madrugá. 

Exige mucho tiempo desarrollar esa sensibilidad que permite entender la mezcla misteriosa de dolor y la alegría que entra por todos los sentidos cuando aparece una virgen en las fiestas religiosas de Andalucía. Para reírse de ella, como nosotros hacíamos cuando éramos niños, solo hacen falta cinco minutos de observación superficial. 

Cuando veo ahora la polémica que han suscitado los cómicos a sueldo del régimen nacionalista, no puedo evitar entender que tanto esa burla como su pueril incapacidad para disculparse después, nacen principalmente de la ignorancia y de la cobardía, y sobre todo de un ánimo por caricaturizar la cultura de la clase obrera catalana, es decir, de lo andaluz, entendido como la quintaesencia del catetismo español que sienten como algo absolutamente extranjero. 

Yo que paso cada vez más tiempo en Andalucía, y que hago lo posible por sentir que todo lo andaluz es mío también –así como lo intento con lo catalán– no puedo sentir otra cosa que lástima por aquellos que jamás serán capaces de entregarse por unas horas a contemplar la belleza de la Virgen del Rocío, porque si lo hicieran entenderían que todo eso que les es ajeno, en realidad también es suyo, como cantan estas dos niñas rocieras con una dulzura inocente que queda ya fuera de su alcance.

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