Eudaimonía
«Existe el amor más difícil para el ser humano, el que exige más sacrificio, el más abstracto, pero que lleva al estado supremo de felicidad: el amor ‘por el prójimo’»
La eudaimonía era un término esencial de la filosofía política y de la ética de la cultura griega clásica. De manera sencilla se puede traducir como «felicidad», y fue fuente de complejas desavenencias entre las diferentes corrientes filosóficas clásicas.
En la actualidad, la búsqueda de la clave de la felicidad sigue siendo el santo grial, y genera a su alrededor una enorme industria comercial y científica. Recientemente hemos aprendido que el psiquiatra Robert Waldinger de la Universidad de Harvard, que dirige el famoso estudio sobre la felicidad que comenzó ya en 1938 en EEUU, concluye que el secreto de la felicidad está en la salud y en las relaciones personales.
¿Casi cien años de estudios clínicos para llegar a esa conclusión?
Perdonen mi exceso de autoconfianza, pero humildemente creo que todo es mucho más sencillo. La felicidad está al alcance de todos, aunque podría parecer que nuestra naturaleza humana ha desarrollado complejos mecanismos para impedirnos lograrla. Para alcanzar la eudaimonía solamente existe un simple requisito: «repartir amor». Con eso basta. ¿Sorprendido? ¿Decepcionado?¿Interesado?
Para empezar, creanme, no tienen nada que perder por intentarlo. Amar es totalmente gratis, es una actividad extremadamente rentable a título personal, pues es como un sistema capitalista, cuanto más se invierte en él, más se recibe a cambio. Es un sistema retroalimentado por nuestra propia energía emocional y trascendental. Gasolina vital que engorda nuestros pulmones cuando inspiramos, engrandece nuestros sentimientos y ennoblece los pensamientos.
«No hay duda de que el amor es el motor de la vida»
Porque alcanzar la felicidad a través del amor es, primero, un sencillo proceso químico. El amor activa las hormonas de la felicidad, es decir, aumenta los niveles sanguíneos de serotonina, endorfina y dopamina. Este torrente químico desborda nuestro torrente sanguíneo, provocándonos un amor por la vida, una inspiración de animación, máxima relajación y motivación para superar las pruebas que nos plantea el devenir. Por otro lado, amar puede ser también un proceso unipersonal, porque tampoco depende de los demás. Es un fenómeno que puede no ser recíproco, puede ser unidireccional, alcanzando entonces el cenit, pues el amor más valioso es, justamente, el amor desinteresado. Y la maravilla de esta ecuación es que, aunque no sea intuitivo, cuando no se espera nada a cambio es cuando más se acaba recibiendo.
No hay duda de que el amor es el motor de la vida. El amor impreso en nuestro ADN es el llamado «instinto de supervivencia», el cual nos lleva a luchar por mantenernos con vida sobre este planeta. Este impulso vital no es más que amor por nosotros mismos.
¿Pero qué es amar, una vez que se supera la subsistencia?
No es fácil definir el concepto de «amar». Podemos encontrar palabras similares, pero estas decepcionan porque que no recogen la profundidad del término: querer, cariño, afecto, apego. Por otro lado, tampoco existen buenas definiciones académicas. Porque en las definiciones disponibles, siempre hay un ser humano como receptor de ese amor, cosa que no siempre es el caso. Para mí, y a efectos de esta columna, el amor es «el sentimiento de entrega suprema que una persona puede experimentar».
Pero antes de entregarnos al amor hay que entenderlo en todas sus dimensiones humanas.
El primer amor sería «uterino», que es el que se experimenta hacia una madre, y que se mantiene mágico, sagrado, único e inquebrantable en los primeros años de vida. Es un amor necesario, dependiente, instintivo, natural, y que surge en las entrañas del útero materno y que se va abandonando poco a poco en pos de la independencia vital.
Luego surgiría la llama del absolutamente necesario «amor propio» – que nada tiene que ver con el instinto de supervivencia previamente citado – que es tener un elevado nivel de autoestima, esencial para ser feliz y para hacer feliz a los demás. No es egoísmo, ni vanidad, es autocuidado.
Después vendría el amor «romántico», basado primero en la atracción y después en el apego, pero conformando un binomio inquebrantable. Porque la atracción magnética inicial, lo que llamaríamos enamoramiento, no es amor. Es una llamada instintiva de apareamiento registrado en lo más profundo de nuestro código genético: la reproducción de la especie. El amor «romántico», sin embargo, es la evolución del enamoramiento hacia algo superior. Es cuando «tu dolor me duele y tu alegría me alegra».
Existe también el amor por tu familia, «por el clan». Este amor se explica como un profundo y complejo vínculo emotivo por la tribu. Era originariamente esencial para la supervivencia de la especie, porque los seres humanos estaban fragmentados, el clan conformaba el primer dique de contención, de protección y de subsistencia. Esta relación es turbulenta y competitiva a veces, pues nuestro instinto natural es el de ser el más fuerte de la camada e imponerse en las relaciones fraternales. Pero ese lazo subyacente, el de haber compartido el nido en la infancia es esencial, pese a que existan fuerzas centrípetas.
Existe también el amor «por tus amigos», que junto con tu pareja, puede parecer que son los únicos que realmente has elegido. Pero con estos, el amor tiene otra dimensión, es más liviano, y se basa en la complicidad de las experiencias y de las afinidades comunes.
Algunos afortunados experimentan el amor «sobrenatural» (el amor por Dios), esa locura de dejarlo todo en la vida por seguir el camino trazado por el Señor, un camino árido, duro, pero que conduce a una enorme y envidiable felicidad.
No hay que olvidar el amor «por los animales», entendido como el nexo que se crea entre un ser humano y el animal con el que se convive o con el que se trabaja. El animal se entrega sin pedir nada a cambio creándose un vinculo único entre amo y mascota.
Finalmente, existe el amor más difícil para el ser humano, el que exige más sacrificio, el más abstracto, pero que lleva al estado supremo de felicidad: el amor «por el prójimo». Este concepto ha sido esencial en el desarrollo de la sociedad occidental, y surge con el desarrollo del cristianismo («ama al prójimo como a ti mismo»).
Hoy, a efectos de este artículo y de sus conclusiones, quería abordar una dimensión de este amor al prójimo menos exigente. Pronto entenderán porqué. Hablo de un matiz mucho más alcanzable para todos, que consiste simplemente en aceptar y respetar a los demás. Es escuchar, conciliar y convivir en paz con las ideas diferentes. Esto es lo que provocaría un profundo cambio en la sociedad.
Y aquí está, queridos lectores, la clave de todo. Imagínense una sociedad donde la gente se respeta con sinceridad. Todo el mundo sería receptivo, conciliador, abierto y cooperador. Escasearía la mentira y el relato asociada a esta, con la que nos castigan muchos políticos mendaces. Además, recordemos que si se reparte amor, educación, buen rollo y cooperación, la vida es mucho agradable. Por desgracia, no hay nada más actual que la falta de respeto y la confrontación en nuestra sociedad. Esta enfermedad social nace de la radicalización, la cancelación y la crispación verbal, que son las armas que utilizan los grupos que fomentan los «ismos» para manipularnos, para separarnos entre «nosotros y ellos», y generar la mentalidad del rebaño de Nietzsche. Porque está demostrado científicamente que el hombre tiende a buscar la conformidad con su grupo dejando a un lado sus valores éticos si es necesario. Bajo el líder de la tribu del pensamiento único (véanse los estudios del psicólogo polaco Solomon Asch en la década de los 50 del siglo XX como de su discípulo, Stanley Milgram), se puede llevar a personas perfectamente éticas a actuar en contra de sus propios valores.
Acabemos con esta deprimente enfermedad social. Identifiquemos a los manipuladores conspirativos que abanderan las diferencias, los extremismos y las cancelaciones, y aislémoslos. No les demos púlpito. Busquemos la reconciliación basándonos en lo que nos une a todos: la voluntad de convivencia buscando el progreso de la sociedad bajo los valores de la sociedad occidental. No sean marionetas, amen (o amén, que también vendría a cuento).