El malestar en el sistema
«El capitalismo ya no es la jaula de hierro de la racionalidad burocrática, sino un carrusel inverecundo que conmina a dar rienda suelta a los impulsos»
Uno, que trata de ser como el telegrafista, pega la oreja al rumor de fondo, sin prestar mucha atención pero sin dejar de estar al quite. Y, cuando empieza a repetirse un ruido extraño, solo puede ponerse en guardia.
Se supone que todos conveníamos en que la autoayuda, por su naturaleza vil, ofrecía soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista. «Si quieres, puedes», etc. Si la filosofía enseña a vivir -y a morir- con entereza, la autoayuda fabrica sogas y las vende como corbatas se seda, y los más incautos, pobrecitos, corren a atárselas al cuello.
Pero hete aquí que, de un tiempo a esta parte, el péndulo ha oscilado hasta el extremo opuesto. Con el auge de la «salud mental» como tema, nos encontramos con pescadores de río revuelto que nos dicen, muy ufanos, que la culpa de nuestro malestar es del «sistema». Pudiendo acabar con el capitalismo, ¿qué sentido tiene endurecer la piel o aprender pechar con los sinsabores de la vida?
El problema de lanzar todos los dardos al viejo monstruo fordista que, a fuerza de consumir recursos, abaratar costes y atizar la productividad, volvía el mundo feo e inhóspito, es que ese capitalismo ya no existe. Hoy las empresas innovan, crean valor y conectan emocionalmente con los consumidores. El capitalismo ya no es la jaula de hierro de la racionalidad burocrática, sino un carrusel inverecundo y desculpabilizado que conmina a dar rienda suelta a los impulsos. Las emociones ya no se reprimen: se exprimen.
Si el primer espíritu del capitalismo, por decirlo con Weber, partía del deber y de la vocación para con el trabajo, elementos propios de una época puritana que predicaba el ascetismo y condenaba el disfrute de la riqueza, el nuevo espíritu del capitalismo se basa en el hedonismo, la diversión y el ocio. El capitalismo anímico incorpora sus propios valores morales, entre los que descuella el imperativo de autorrealización. De ahí que hoy el trabajador, convertido en su propio tirano, se unza voluntariamente el yugo que lo esclaviza.
«Innovación, adaptacion, expresión: valores mercuriales del mundo que se nos echa encima»
¿Es el nuestro un malestar compartido? Velay que sí. Como quien se empeña en cantar una seguiriya a ritmo de tango, nuestro coetáneo está fuera de compás. Se siente incapaz de seguir su propio ritmo, lo que Barthes en sus cursos en el College de France llamaba idiorritmo, a despecho de que todo ritmo es individual y hablar de ritmo propio es pleonasmo. ¿Cómo imponerse un ritmo pausado, razonable y sereno en un mundo arrítmico y enloquecido? La pregunta no admite respuestas fáciles. Y, sobra decirlo, no cabe despacharla mandando al personal a terapia.
En una reciente tribuna en ‘El País’, el psiquiatra Guillermo Lahera diferencia entre dos elementos que, por mor de la popularización electoralista del tema, han terminado confundiéndose: por un lado, el trastorno mental, resultado de una completa interacción de factores biológicos y psicosociales, que obliga a facilitar al paciente tratamientos empíricamente validados y, en ocasiones, caros; por otro lado, el malestar existencial, la insatisfacción vital, la frustración, que es cosa bien distinta. ¿De veras creemos que la solución a este malestar universal -pregunta Lahera- es disponer de un ejército de terapeutas?
Innovación, adaptacion, expresión: valores mercuriales del mundo que se nos echa encima. Determinado a aprovechar el aquí y el ahora, el consumidor pierde rápidamente comba, pues, por no atarse a nada, es llevado por la corriente. ¿Cómo va a ser la solución empastillar a todo quisque? Autodominio, contención, atención. Cincelemos el carácter, confiemos sin fiarnos, tengamos coraje. Impongamos nuestra suerte, cultivemos la curiosidad, no huyamos del dolor ni nos arregostemos en él. ¿Por qué no recorrer la escondida senda por donde han ido / todos los sabios que en el mundo han sido?