Un paseo por Hollywood
«El cinéfilo que visita la ciudad de Los Ángeles lo hace con un bagaje visual e histórico que condiciona y enriquece su experiencia»
Hace al menos ya una década que frecuento el congreso de la norteamericana Western Political Science Association, venerable organización fundada en 1947 que celebra invariablemente su reunión anual en los últimos días de nuestra Semana Santa, siempre en alguna interesante ciudad de la costa oeste estadounidense —a salvo de excepciones como Las Vegas o Vancouver— y proporcionando con ello al foráneo una inmejorable oportunidad para hacer turismo antes de subirse a defender el paper al estrado. Este año tocaba San Francisco, donde quien esto escribe vivió un año a principios de este siglo (en Berkeley, para ser exactos); dado que no regresaba a California desde 2019, antes de que la pandemia nos hiciese temer que viajaríamos con menor facilidad de lo que venimos haciéndolo, se imponía aprovechar la ocasión. Había un pretexto adicional: la posibilidad de bajar a Los Ángeles a visitar el nuevo museo del cine y, de paso, transitar por otros espacios fílmicos angelinos antes de regresar a la Bay Area.
Mucho se ha dicho, como no podía ser menos, acerca de la relación que mantienen entre sí desde antiguo la industria de Hollywood y la ciudad de Los Ángeles. Desde que los pioneros del cine se instalasen en California a comienzos del siglo XX, huyendo del trust creado en torno a la tecnología patentada por Thomas Edison en los estados de la Costa Este, su historia se ha entrelazado irremediablemente. El rápido desarrollo experimentado por la ciudad desde la década de los 20, alentado por el boosterism —serie de campañas promocionales que vendían al resto de norteamericanos una imagen idílica de Los Ángeles— y acelerado si cabe después de la II Guerra Mundial, tuvo su reflejo en el crecimiento imparable de una industria cinematográfica a la que solo la difusión del televisor lograría poner freno.
Y como quiera que las películas se rodaban en Los Ángeles, la ciudad se convirtió en un escenario habitual de sus narraciones: sus calles eran, al fin y al cabo, lo que uno se encontraba al salir de los estudios. Durante los años en que se rodaba casi exclusivamente dentro de los soundstages con ayuda de los gigantescos paneles pintados que podían simular localizaciones tan variopintas como Shanghái o San Petersburgo, quizá esto no importaba demasiado. Pero antes y después, lo que quiere decir durante los años de las cámaras ligeras del mudo y a partir del momento en que se generaliza el rodaje en exteriores en la década de los 1950, la ciudad de Los Ángeles y sus alrededores cobrarán un protagonismo formidable en el paisaje visual del cine norteamericano y, por extensión, en el imaginario colectivo de los espectadores de medio mundo.
«El cine negro se echa a las calles para documentar —con permiso de la censura— el lado oscuro del sueño americano»
Tal como puede comprobarse en Los Ángeles Plays Itself, interesante documental de Thom Andersen que tiene el mérito de poner en imágenes lo que puede también encontrarse en no pocos trabajos académicos, la apropiación hollywoodense de la ciudad angelina se intensifica con el ascenso imparable del género urbano por excelencia: ese cine negro que se echa a las calles para documentar —con permiso de la censura— el lado oscuro del sueño americano. Téngase en cuenta que la producción del noir clásico —entre 1938 y 1958— abarca también a la serie B de los grandes estudios e incluso a las productoras independientes que integraban la llamada Poverty Row, como aquellos estudios Monogram a los que Godard dedica Al final de la escapada. Hablamos de unas 600 películas, servidas a menudo en programas dobles o como suplemento de obras de mayor presupuesto, que se las apañan para crear un universo formal y dramático de gran consistencia donde la gran ciudad es siempre protagonista.
Posmoderna antes de la posmodernidad, Los Ángeles es una urbe sin centro, lo que quiere decir llena de puntos de atracción reconocibles para cualquier aficionado al noir —no digamos para los lectores de Chandler— incluso sin necesidad de haber pisado suelo norteamericano: Pasadena, el Strip, Santa Mónica, Malibú, los interminables bulevares de Sunset o La Ciénaga, downtown, Bunker Hill, las extensiones creadas por San Fernando Valley, el desierto de Mojave y Palm Springs, sin olvidarnos de las freeways que conectan esta inmensa red de puntos espaciales y convierten el automóvil en el segundo hogar del angelino, máxime tras el desmantelamiento de la red de tranvías que encontramos en las comedias de Buster Keaton.
Así como el western y el bélico habían de prescindir de la ciudad moderna y el musical seguía necesitando del estudio, Los Ángeles se convirtió en el playground del noir pese a ir ganando también presencia en el melodrama, más inclinado sin embargo a adentrarse en los suburbios donde vivían las clases afluentes. No es así de extrañar que el noir sobreviva al declive del sistema clásico de estudios y renazca con fuerza entre finales de los 60 y comienzos de los 70 de la mano del llamado neo noir, que hace un empleo más autoconsciente de las localizaciones angelinas y se relaciona entre irónica y nostálgicamente con el modelo clásico.
Por lo demás, no hace falta ser norteamericano para retratar la idiosincrasia de Los Ángeles: el británico Joseph Losey hizo un notable remake de M (1951) que se pasea por el llorado barrio de Bunker Hill antes de su demolición, como haría pocos años más tarde Robert Aldrich en Kiss Me Deadly (1955), mientras que el francés Jacques Demy nos da un paseo por descapotable entre torres de petróleo y sex shops en Model Shop (1969) y su colega Jacques Deray narra la odisea de un hitman —Trintignant— perdido en la ciudad en la infravalorada Un homme est mort (1972). A menudo, los exteriores bastan para que la experiencia fílmica sea interesante: vemos el pasado de la ciudad y su evolución a 24 imágenes por segundo, conformándonos una imagen del espacio urbano donde el mito y la realidad se confunden y los fantasmas —como el propio distrito de Bunker Hill— hacen su aparición.
«Quien visita Los Ángeles lo hace con un bagaje visual que condiciona y enriquece su experiencia»
Si Hollywood mantiene con Los Ángeles una relación parasitaria, la ciudad tampoco puede quejarse de aquello que que la industria le ha dado. Philip Marlowe se expresa así en las páginas de The Little Sister, tercera novela de la serie dedicada que Chandler da a imprenta en 1949:
«Las ciudades de verdad tienen algo más, una estructura sólida debajo del fango. Los Ángeles tiene a Hollywood y lo detesta. Debería considerarse más que afortunada. Sin Holywood, sería una ciudad donde se compra por correspondencia. Todo lo que tiene en su catálogo se encuentra mejorado en otra parte».
Dicho esto, quien la visita lo hace con un bagaje visual e histórico que condiciona y enriquece su experiencia. Va de suyo que es posible visitar la ciudad sin prestar atención a Holywood y dedicando el tiempo, por ejemplo, a los museos de arte moderno. Y no es menos cierto que no todos los espectadores de cine son iguales: así como la mayoría se relaciona de manera superficial con la historia del medio y hace tiempo que dejó de ver películas en blanco y negro, sobreviven las minorías de quienes cultivan de distintas maneras el pasado de la industria y abrazan una mitología que va más allá de Casablanca o El Padrino.
En su excelente Film Noir and Los Angeles, el académico australiano Sean Maher recurre a la corriente teórica de la psicogeografía para explicar cómo las localizaciones físicas de los productos culturales —entre ellos el cine— conducen a la formación de conexiones personales entre sus consumidores y los espacios en los que se desarrollan, dando forma a mapas cognitivos de considerable impronta afectiva. De ahí que, al igual que sucede con las iglesias del románico español o los palacios renacentistas italianos, la experiencia in situ del viajero dependerá de su mitología personal. En presencia de la actual versión turística del tranvía de Angel’s Flight, en el centro de Los Ángeles, antaño rodeado de las casas del barrio popular de Bunker Hill y hoy embutido entre imponentes rascacielos, uno podrá recordar secuencias cinematográficas o encontrarse con un espacio en blanco. Y lo mismo vale para las innumerables localizaciones que atraviesan la ciudad, espacios reales desdoblados en celuloide que ganan en resonancia aun perdiendo individualidad: vemos a la vez el lugar y el fotograma.
Es posible pasear en coche por la ciudad durante días enteros sin riesgo de agotar el listado: Union Station, preciosa estación de ferrocarril art-déco, que hace pareja con la Glendale Station donde Fred McMurray y Barbara Stanwyck perpetran su plan criminal en Double Indemnity, situada cerca del imponente City Hall inaugurado en 1928; edificios de apartamentos y hoteles célebres en la era dorada de Hollywood, como Vista Bonita, Alto Nido o el Hollywood Roosevelt, donde aún se oferta el ático donde vivieron Clark Gable y Carole Lombard antes de la muerte accidental de la actriz; los establecimientos y letreros inspirados por el Googie Style, que incluyen las gasolineras de Union 76 y Norm’s, el diner de que fascinó al pintor Ed Ruscha; las casas de estilo español o modernista, como la vivienda de la Stanwyck en Perdición, el chalet de Richard Neutra —abandonado la última vez que lo vi— donde vive el proxeneta de L. A. Confidential o el carismático edificio Hightower donde vive el Marlowe de Robert Altman en The Long Goodbye, que alguien estaba abandonando para vivir en otra parte cuando pasé por allí…
Por supuesto, siempre queda el puro placer de conducir por Mulholand Drive —así nombrado en honor del ingeniero que solucionó, véase Chinatown, el problema del suministro hídrico de la ciudad— o adentrarse en Los Feliz antes de buscar la Santa Mónica Freeway o subir a las Palisades (donde la casa de Thomas Mann durante su exilio espera ser abierta al público), desde donde se puede bajar a la larga franja costera de Malibú (mucho más protegida que el litoral meridional español, dicho sea de paso). Nada de esto se puede hacer sin alquilar un coche: Los Ángeles es el orgulloso epítome de la economía fósil.
«Hasta hace dos años no existía un gran centro dedicado al cine»
También hay en la ciudad algunos museos dedicados a documentar la historia de Hollywood, aunque hasta hace dos años no existiese un gran centro dedicado al cine. Fue entonces cuando se inauguró, con los habituales sobrecostes y retraso acumulado a causa de la pandemia, el Museo de la Academia de las Artes. Situado en la esquina de Wilshire y Fairfax, el complejo es el resultado de la intervención del arquitecto italiano Renzo Piano sobre el Edificio May Company, ejemplo señero de la corriente streamline del art-déco que se inauguró en 1939 para servir de sede a unos grandes almacenes. Allí se ubica ahora un amplio espacio expositivo, distribuido en tres plantas, que se complementa con un auditorio que sirve de sala de cine y donde ha empezado a exhibirse una programación de calidad —durante mi estancia se desarrollaba un ciclo sobre el cine tardío del indio Satyajit Ray que ya había programado el BFI londinense— que da cabida a los clásicos para beneficio de una ciudad donde su proyección no abunda.
Aunque la valoración de los contenidos del museo tendrá mucho que ver con las expectativas y preferencias del visitante, a este cronista le resultó más bien decepcionante. Inevitablemente, el primer objetivo del museo es contentar al turista llenando el espacio de objetos fotografiables susceptibles de ser compartidos en redes sociales: un inmenso tiburón cuelga del techo, una vitrina preserva la máquina de escribir donde Joseph Stefano escribió Psicosis y otra de mayor tamaño contiene a C3PO, mientras que uno mismo puede recibir un Óscar pagando unos dólares extra o abonar cantidades exorbitantes por la memorabilia que se pone a la venta en la tienda oficial. Se diría que el segundo objetivo de los responsables del museo ha sido plegarse a la corrección política, haciendo ostentación de diversidad racial e incluyendo algún guiño al pasado racista y explotador de la industria; para la comentarista del New York Times Manohla Dargis, como era previsible, esa tímida propuesta de expiación es insuficiente.
Solo en tercer lugar, o al menos esa es la impresión que uno recibe, se ha tratado de construir un discurso acerca del cine como medio artístico y su historia; que ese discurso resulte interesante o coherente ya es harina de otro costal. Se trata, por cierto, de una aproximación global: Hollywood se queda corto para una institución que, como pasa con la NBA, mira más allá de las fronteras norteamericanas. Es algo que Paul Schrader ha lamentado hace poco en relación a los Óscars: echa de menos los tiempos en que eran la fiesta de una pequeña comunidad local y no la alfombra roja del planeta entero. Pero los tiempos cambian y los mercados se expanden; por eso el museo dedica una exposición temporal a nuestro Pedro Almodóvar y abundan en las pantallas que reciben al visitante las producciones extranjeras de ayer y hoy.
En este montaje de bienvenida, las imágenes se suceden en varios monitores de gran tamaño y, aunque por momentos se discierne un cierto orden temático, harían falta horas de atenta observación para desentrañar el sentido que ha guiado la selección. Para cualquier amante del cine, la sucesión de películas que en su mayoría le son conocidas es un espectáculo seductor, aunque quizá también banal. Mucho más breve y bastante más imponente es otro montaje: el que abre la sección principal del museo, donde todo un muro de al menos diez metros se divide en tres pantallas en las que fragmentos de obras como Vertigo o 2001 se combinan entre sí para decirnos algo sobre la mirada; como si quisieran servir de prólogo a las salas que, bajo la genérica denominación de Stories, se abren a continuación. Pero seguimos sin tener claro qué es eso que se nos quiere decir.
«Hay una amplia galería que despliega la tediosa mística de los Oscars»
Y en esas salas, ¿qué hay? No estamos ante un recorrido cronológico a través de la historia del cine, ni ante un estudio de los géneros cinematográficos, ni ante un análisis de tendencias narrativas o formas estéticas; a juzgar por el nombre de esta exposición permanente, se nos presentan «historias» vinculadas a películas, directores o acontecimientos particulares. Atravesamos así un espacio dedicado a Casablanca, en lo que pese a la indiscutible calidad del film constituye un nuevo guiño al espectador mainstream y una deprimente síntesis del cine del sistema de estudios; otro que se detiene en la obra de la desconocida documentalista mexicana Lourdes Portillo; uno consagrado a la gran realizadora francesa Ágnes Varda, quien vivió en Los Ángeles en los años 70 junto a su marido, Jacques Démy, documentando aquella California en una serie espléndida de breves documentales y alguna que otra ficción.
Hay asimismo una amplia galería que despliega la tediosa —para el que suscribe— mística de los Óscars, estatuillas y trajes de gala mediante. Topamos con algunos muebles dedicados al cine de Hitchcock y un gran espacio sobre el cine de fantasía, incluyendo la ciencia-ficción; además de con la consabida exposición dedicada al cine afroamericano. Mención aparte merece —aun tratándose de otra opción conservadora— la muestra dedicada a El Padrino, con abundantes props originales y una rica información textual. Y si bien la pequeña exposición dedicada al «arte del backdrop» tiene un indudable atractivo, aderezada como está con la presencia de la imponente pintura del Monte Rushmore que Hitchcock empleó para el desenlace de North by Northwest, la joya del museo está en otra parte: dentro de las oscuras estancias que contienen una parte de la vasta colección de artefactos precinematográficos amasada por el fotógrafo y activista Richard Balzer. Tres siglos de exquisitas invenciones aguardan al visitante: linternas mágicas, peepshows, dioramas, kitenoscopios, panoramas y zoetropes desembocan en el proyector de los Lumière, una selección de cuyos extraordinarios materiales se proyectan junto a la salida.
Ahora bien: la mayor parte de estas exposiciones se mantendrán en el museo durante dos años, antes de ser reemplazadas por otras; y sería difícil encontrar razones para volver al museo si no fuera el caso. No es que la visita sea una pérdida de tiempo, como sucede en cambio con el llamado «tour de cine clásico» que oferta la Warner Brothers, pero tampoco se sale de allí con la sensación de haberlo aprovechado. Los aficionados al fetichismo hollywoodense encontrarán más satisfactoria la visita al pequeño The Hollywood Museum, situado en el edificio Max Factor de Highland Avenue; aunque contiene no pocas niñerías, exhibe multitud de trajes, fotografías, props y bibelots de los años dorados de la industria: en su modestia vintage está su satisfacción. Aún más interesante resulta, en esa misma línea, el Hollywood Heritage Museum: sostenido por el esfuerzo de un grupo de entusiastas, este pequeño espacio expositivo es el resultado de la insólita peripecia vivida por el granero donde Cecil B. DeMille y Jesse Lasky filmaron la primera película realizada en Hollywood, The Squaw Man, un western dirigido por DeMille junto a Oscar Apfel en 1914.
«Los Ángeles tiene más que ofrecer al amante del cine. Por ejemplo, los cementerios donde descansan los restos de las grandes figuras»
Abandonado durante años en un aparcamiento de Vine Street, los fundadores de Hollywood Heritage se empeñaron en rescatarlo y reubicarlo, convirtiéndolo en un pequeño museo que abrió sus puertas allá por 1985 a un paso del barrio histórico de Hollywood. Solo abre sábados y domingos por la mañana; un par de voluntarias de la asociación explican sonrientes a los visitantes lo que allí pueden encontrar. O sea: una reconstrucción con apariencia fidedigna del despacho de DeMille, incluyendo su agenda personal con los números de guionistas y estrellas apuntados a mano; trajes y props de la etapa muda, que van del vestido que llevaba la madre del niño del que se ocupa Chaplin en The Kid a las espadas de romanos del peplum o la carcasa del monstruo de la laguna negra; una selección del tipo de cámaras de cine con que se rodaba entonces y singularísimas muestras del márketing cinematográfico vinculado a la explotación de estrellas como Rodolfo Valentino; etcétera.
Hay que agradecer a los gestores del museo que acompañen esta deliciosa selección con una tienda que vende a precio de saldo magníficos libros publicados desde los años 50 en adelante —biografías de estrellas y directores, estudios críticos, monografías sobre los estudios— y no pocas películas a buen precio (aunque el interesado en el mercado de DVD y Blu-Ray se verá sobrecogido ante la oferta, de primera y segunda mano, de tiendas Amoeba localizadas en Los Ángeles y San Francisco).
Ni que decir tiene que Los Ángeles tiene mucho más que ofrecer al amante del cine. Están, por ejemplo, los cementerios donde descansan los restos de las grandes figuras del cine clásico. Google Maps ha mejorado tanto que es posible saber dónde encontrar los cadáveres más exquisitos, aunque en esta ocasión yo no dedicara tiempo a hacer turismo necrófilo. Esas indicaciones pueden ser engañosas, no obstante: si se visita el Forest Lawn Memorial Park, uno se encuentra con una vasta extensión de terreno de la que apenas sobresalen miles de lápidas; por ahí, en alguna parte, yacen James Stewart o Michael Curtiz. Cuando pasé por allí hace unos años, di con la tumba del primero y poco más; es fácil desanimarse. Tampoco se recibe mucha ayuda: supe que Fritz Lang andaba cerca y pregunté a un guardia de seguridad por la zona que le correspondía según había podido leer en Internet. El agente preguntó a quién buscaba y, cuando le di el nombre, preguntó con voz firme: «¿Es pariente suyo?». ¡No me atreví a mentir!
Como no podía ser menos, Los Ángeles es asimismo un buen sitio para ver cine. Aunque yo no tuve suerte por tratarse de fechas semivacacionales y no coincidiese mi estancia con el Festival de Cine Clásico de la TCM, que empezaba pocos días después de mi marcha, la asociación cultural American Cinematheque hace un excelente trabajo proyectando películas en distintos cines de vieja estirpe, como el Aero de Santa Mónica o el Egyptian Theater de Hollywood, combinando cine norteamericano e internacional de distintas épocas. No abunda el cine de género de la era clásica, carencia que quizá el nuevo Museo del Cine pueda remediar. Pero desgracia, estos venerables cines suelen presentar un problema, que se reproduce en San Francisco y no pocas veces en Nueva York: por encantadores que sean los edificios o las salas que los albergan, la pantalla es a menudo pequeña e incluso demasiado pequeña (en los cines independientes madrileños pasa algo similar).
«Se empeña en proyectar siempre en celuloide por razones de principio»
Esa limitación aqueja también el New Beverly, el cine que Quentin Tarantino recuperó hace unos años y donde se empeña en proyectar siempre en celuloide por razones de principio, incluso si la única copia disponible del film que quiere exhibir no es demasiado buena. Y aunque su programación —genio y figura— abusa del exploitation y el terror, así como de cualquier cosa que se hiciera en los años 70 por mediocre que fuera, esta vez tuve suerte y me entré a ver Nashville en una sala abarrotada de gente joven. Y por cierto que, tras dar la palabra al hijo de Robert Altman, el jefe de sala hizo una advertencia a los «talkers» y a quienes usan el teléfono móvil en plena proyección: una vez identificados, se les vetaría de por vida. ¡Así se habla!
Más incoherente me pareció que un simpático clip protagonizado por Godzilla hiciera esa misma advertencia en Alamo Drafthouse, un bonito cine restaurado y recuperado en el barrio sanfranciscano de Mission, donde estuve unos días después: empeñados sus gestores en atraer al público ofreciendo aquello que no da el sofá de casa, han organizado las salas de tal manera que los espectadores se sientan en grupos de dos junto a una mesita desde la que pueden pedir bebida y comida en todo momento. Y no es que eso tuviese mucha importancia viendo Air, el divertimento de Ben Affleck, pero en presencia de obras más ambiciosas o logradas ha de resultar molesto que tus compañeros de fila reciban una aromática hamburguesa con jalapeños y discutan sobre el picante mientras sorben un margarita. A la salida, este cine ha montado un cine-club y —como pude comprobar que sucedía también en los cines locales de Toronto hace unos meses— el énfasis de los programadores es tarantiniano: Bruce Lee, giallo italiano, zombies y spaghetti western.
En San Francisco, ciudad cuyo centro se encuentra visiblemente despoblado, tocaba trabajar. Pero hubo tiempo para un epílogo: comprobar el actual estado de las localizaciones de Vertigo, la película que Alfred Hitchcock rodase parcialmente allí —era muy amigo del estudio— en otoño de 1957. Pocas ciudades han lucido más hermosas en pantalla; la fotografía de Robert Burks en VistaVision —alternativa al Technicolor— y la infalible selección de escenarios por parte de Hitchcock y su equipo, en maravillosa conjunción con la música de Bernard Herrmann, hacen de San Francisco el marco perfecto para la hipnótica historia de Scottie y Madeleine.
«Más escasas son las localizaciones que permanecen intactas en el centro de San Francisco»
¿Y qué queda de todo aquello? En realidad, bastante. Se puede visitar la Misión Dolores, donde la falsa Madeleine se conduele ante la tumba de Carlota Valdez; un señor salvadoreño muy simpático se pone a hablar de Mágico González mientras te da la entrada. Por desgracia, el jardín del cementerio ha perdido la frondosidad que luce en el film; a cambio, el lugar tiene interés por sí mismo, al tratarse de una de las primeras misiones españolas de la zona. Otra es la Misión de San Juan Bautista, que es donde tiene lugar el desenlace del film; quien pase por allí comprobará que la iglesia no tiene campanario, el que vemos en pantalla está pintado. Sigamos: se puede ir al Palacio de la Legión de Honor, donde colgaba el cuadro de Carlota; a Fort Presidio, al pie del Golden Gate, desde donde Madeleine se tira al agua; y se puede pasear junto al Palacio de Bellas Artes, que es un monumento y no un museo, como hacían Scottie y Judy antes de que su relación encuentre un final trágico. Para llegar a las secuoyas, en cambio, hay que conducir más de 70 kilómetros: Hitchcock no obtuvo permiso para filmar en Muir Woods y tuvo que desplazarse más al norte.
Más escasas son las localizaciones que permanecen intactas en el centro de la ciudad. El Empire Hotel donde vive Judy sigue en su sitio, aunque con otro color; durante la pandemia fracasó el Hotel Vértigo que trataba de atraer al turista cinéfilo. Tanto la floristería Podesta Baldocchi como el restaurante Ernie’s cerraron hace años, mientras que el apartamento de Scottie —con sus motivos japoneses y su puerta roja— fue demolido por uno de los propietarios del solar; en su lugar se levantó una vivienda unifamiliar de aspecto anodino. Desde allí puede verse la Coit Tower, monumento art-déco que Hitchcock sacó en tantos planos como pudo debido a sus connotaciones fálicas. Y aunque en la película nunca se llega hasta él, es recomendable hacerlo: su interior está revestido de frescos inspirados por el New Deal, que muestran a trabajadores de todos los sectores económicos del país con el propósito de inspirar solidaridad colectiva en tiempos de adversidad. Quien logre subir hasta la cumbre sin desmayarse por el esfuerzo disfrutará, además, de unas vistas espectaculares de la ciudad.
Dice un amigo que la vida cultural es quedarse en casa leyendo un libro. Algo parecido puede decirse del amante del cine: lo que cuentan son las películas, no la mitología que las rodea. Pero tampoco pasa nada por darse un paseo de vez en cuando.