Un sabio anda suelto
«La educación obligatoria y universal no está pensada para producir tipos como Umberto Eco»
Robert K. Merton, el gran sociólogo norteamericano, introdujo el nombre de ‘efecto Mateo’ («al que más tiene más se le dará») para explicar la dinámica corriente en materia de reconocimientos y méritos entre académicos e investigadores. Dicho en plata «si te dan el Premio Nobel, ya no harás otra cosa en tu vida que recibir nuevos galardones». Esto explica que abunden tanto los premios que más que descubrir nuevos talentos se dedican a hacer que los talentos ya descubiertos prestigien al premio mismo. Nada que objetar, porque siempre está bien estimular el mérito, pero las cosas pasan de tal manera que muchos que pudieron merecerlo jamás llegan a gozar de medalla alguna porque los que las imponen andan muy ocupados en agasajar una y otra vez a los mismos.
Al tener noticia de la concesión del premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades a Nuccio Ordine he comprobado que, en efecto, llueve sobre mojado y que Ordine ha merecido extraordinarios honores antes de apuntarse el asturiano. Sin embargo, me ha llamado más la atención el motivo del premio que creo merece una pequeña reflexión. Según el jurado se le premia porque «reflexiona sobre la situación marginal de las humanidades en el mundo actual y las reivindica como disciplinas necesarias en la formación cívica del ser humano y en la creación de un pensamiento crítico fundamental para el desarrollo y el bienestar social».
Tratando de precisar un poco sobre la originalidad de su trabajo, pues en el motivo que se menciona, tan digno y característico de cualquier alma bella, dudo que haya nadie discrepante, he encontrado algunas declaraciones del nuevo laureado que merecen cierto comentario. Dice Ordine que la educación peca de pragmatismo y que se hace necesario inculcar en los alumnos el placer por el conocimiento y la curiosidad por el saber, así en general.
Ordine culpa de que las cosas se hagan mal a lo que él llama «mercantilismo» y recuerda en su argumentario que «escuela» significaba «ocio» para los griegos, así que recomienda la necesidad de aprender a perder el tiempo y la conveniencia de familiarizarse con los grandes autores, de leer a Ariosto, a Rousseau o a Saint-Exupery sin engolfarse con las pizarras digitales y otros inventos del demonio, porque los estudiantes no pueden ser clientes a la búsqueda de un pasaporte para su empleo.
Creo que el diagnóstico de Ordine es bastante equivocado por varias razones. En primer lugar, porque llama mercantilismo a algo que debiera, más bien, llamarse igualitarismo, a no ser que crea en serio que se puede educar a generaciones enteras para que sean capaces de leer el Orlando Furioso mientras van en metro. La educación obligatoria y universal no está pensada para producir tipos como Umberto Eco y no deja de ser una ingenuidad imaginarse una sociedad compuesta por ciudadanos críticos y sutiles, por valientes heterodoxos dedicados en cuerpo y alma a las exquisiteces que sugieren los edificantes juicios de don Nuccio.
Claro es que haber llamado mercantilismo a esta clase de debilidades de los sistemas educativos evita hacer elogios del elitismo que serían mal recibidos. No cabe duda de que son necesarios los eruditos, los poetas, los filósofos y los individuos dotados de una poderosa capacidad crítica, pero dentro de un orden de magnitud y proporción determinados. No cabe correr el riesgo de que a un guardia civil, oficio digno donde los haya, se le vaya el santo al cielo mientras persigue a un narco recordando ciertos versos de Horacio.
Por lo demás, el mercantilismo, al menos tal como lo entiende una gran mayoría, sí que permite que los vástagos de los más afortunados acudan a centros presididos por los ideales de Ordine, pero como advirtió cautamente nuestro Machado, es inevitable que un cierto principio de la termodinámica atenúe la intensidad de las más eximias creaciones de la cultura cuando se expanden por todos los barrios.
«Claro es que haber llamado mercantilismo a esta clase de debilidades de los sistemas educativos evita hacer elogios del elitismo que serían mal recibidos»
Ordine también insiste en que la utopía es imprescindible para cambiar el mundo, se supone que para bien, pero ha tenido la mala fortuna de vivir en una época en la que los grandes cambios tienen más que ver con la industria que con los poemarios y las transgresiones de filósofos y artistas. Ya lo advirtió Cervantes, cuando la modernidad apenas se esbozaba, al hacer que se proclamase en una escena de su Quijote, «¡No «milagro, milagro», sino industria, industria!», poniéndose a favor del ingenio en las cosas de cada día, en el arte de sobrevivir, que nunca es poco.
No es que en España carezcamos de mentores de doctrinas semejantes a las de Nuccio Ordine, pero un italiano siempre es otra cosa y no hay que asustarse pues no cabe imaginar que un ministro de educación opte por inspirarse en los muy altos consejos del afamado intelectual italiano.
Yo no pienso que Ordine se equivoque al describir con tanta pasión los deberes que atañen a los intelectuales, incluso a los científicos, pero creo que se extralimita al pensar que los códigos de conducta de personas excepcionales puedan proponerse al común de los mortales que tan necesarios son, por otra parte, para que eruditos y pensadores puedan gozar de sus escuelas para mantener vivos los ideales humanistas y empresas similares. Resulta empalagoso y equívoco, sin embargo, que se quiera vestir a los grumetes con las galas del almirante y que se llame mercantilismo a lo que no es sino un empeño razonable de elevar el nivel educativo de todo el mundo siendo conscientes de que para que aparezca un Einstein se necesitan buenas centenas de físicos harto vulgares.
Por supuesto que los clásicos nos ayudan a vivir, sobre todo a los que viven de ellos, y no es nada extraño que un especialista en Giordano Bruno diga estas cosas y que muchos las escuchen con el placer que siempre procura la nostalgia de tiempos que se supone mejores, pero no se puede desligar la petición de aumentar el presupuesto destinado a la educación del mundo que produce esos fondos que los gobiernos redistribuyen con desigual fortuna. Está bien insinuar que «el saber desafía las leyes del mercado», aunque el diagnóstico no sea demasiado exacto, pero es de suma ingenuidad suponer que la educación pueda desentenderse de las urgencias del modo de vida en el que las mayorías desean vivir, un orbe en el que pueda y debe haber seminarios y bibliotecas, pero en el que no todos pueden dedicarse a las artes liberales mientras se desentienden, al menos en parte, del tráfago mercantil.
Aunque pretendan no serlo, son muchos los pensadores conservadores que se dedican al denuesto de la vida contemporánea, a mostrar lo memas que son buena parte de las pasiones y de las famas que idolatran las masas. E. H. Carr describió estas filípicas contra los tiempos que corrían ya hace más de cincuenta años como tormentas en una taza de te victoriana y se atrevió a sugerir que se debían a que muchos de los dones de Cambridge y Oxford se habían quedado sin servicio doméstico. Es cierto que quienes cultivan los saberes más exquisitos no siempre gozan del prestigio social ni del bienestar económico que merecerían, pero la nostalgia no siempre indica el camino más recomendable para que todos podamos vivir un poco mejor.