Un Constitucional constituyente
«La sentencia del aborto confirma que la mayoría progresista que lidera Conde Pumpido ha desbordado las funciones encomendadas al Constitucional»
Una de las señas de identidad de la actual ola populista es el empeño de sus líderes en emprender procesos constituyentes allí donde gobiernan. Para justificarlo, recurren al pueril argumento de la ausencia de representatividad democrática de los textos constitucionales, que son presentados ante sus votantes como un obstáculo diseñado por las élites para impedir la plasmación legislativa de una voluntad soberana identificada con políticas de corte asistencialista y social. Sus discursos carecen de sustantividad pero presentan una enorme carga emotiva que apela a la parte irracional del elector para que se perciba como víctima de los poderosos, a los que el líder señala desde el púlpito.
Chile decidió recorrer esa pendiente resbaladiza que la abocaba hacia el desastre económico y social. La izquierda abrió el melón sin apenas resistencia de la derecha sistémica de Piñera, convencida de que era mejor participar del banquete para intentar obtener la mejor tajada. El volantazo del electorado chileno en los comicios constituyentes, encumbrando como triunfador al nuevo partido conservador liderado por Kast, se explica no sólo desde el hartazgo de los chilenos con el Gobierno de Boric, sino también desde el desencanto con los partidos tradicionales que, en lugar de representar una auténtica alternativa, se limitaron a ofrecer alternancia. Que tome nota quien corresponda.
Pero a los progresistas chilenos hay que reconocerles la honestidad de contar con la opinión de sus ciudadanos para elaborar la nueva Constitución. La izquierda patria no se maneja con tanto pudor y ha decidido abrir un proceso de reforma de la Carta Magna sin consultarnos, transformando al Tribunal Constitucional en un poder constituyente cuyos miembros no han sido legitimados por el resultado de las urnas, sino por el dedazo soberano del presidente Sánchez.
«Hay que reconocerle al líder del Ejecutivo la habilidad para diseñar un Tribunal Constitucional a su medida»
Cuando a finales del pasado año el ala socialista del Ejecutivo cuestionó abiertamente la legitimidad de los magistrados que entonces conformaban el Tribunal de Garantías para corregir sus decisiones, acusándoles nada menos que de amordazar al Parlamento o de promover un golpe de Estado togado, el sistema decidió plegarse: Pedro consiguió por las buenas su ansiada mayoría progresista en el Constitucional, ante la perspectiva -en absoluto descartable- de que el partido socialista se echara definitivamente al monte.
Hay que reconocerle al líder del Ejecutivo la habilidad para diseñar un Tribunal Constitucional a su medida sin necesidad de ceder ni un ápice ni de llevar a cabo las reformas legislativas con las que amenazó para hacerse con el total control del órgano. No sólo colocó a su exministro de Justicia, Juan Carlos Campo, y a una alto cargo de Moncloa, sino que consiguió la batuta para Cándido Conde-Pumpido, que desde que fue nombrado presidente del Tribunal se ha destapado como un sicario del sanchismo, dispuesto a rematar con sus sentencias las leyes y reformas pergeñadas por el Gobierno de coalición con el apoyo de sus socios, aunque éstas contravengan manifiestamente la Constitución y la jurisprudencia anterior de ese órgano constitucional.
Ya en 2014, Podemos proponía en su programa electoral «la apertura de un proceso constituyente democrático que garantice que los derechos sociales y culturales tengan el mismo Estatuto que los derechos civiles y políticos, esto es, que sean consustanciales a la condición de ciudadanos». Entre el catálogo de derechos que proponían garantizar en la nueva Constitución, estaban tanto la vivienda como los derechos sexuales y reproductivos. Pero como no están dispuestos a transitar el rocoso camino de las mayorías reforzadas que establece la Constitución del 78, han decidido recorrer uno más largo y sibilino, pero que les garantiza alcanzar sus objetivos sin el farragoso requisito de contar con los españoles: recurrir a la legislación ordinaria para dotar de entidad constitucional a derechos no contemplados como tales en la Carta Magna, al tiempo que se desnaturaliza y vacía de contenido a otros que sí que están consagrados en el texto.
«El objetivo de la constitucionalización del derecho al aborto no es otro que el de poner coto a la objeción de conciencia por parte de los profesionales de la salud»
Así lo han hecho con el aborto, con la eutanasia o con el derecho a recibir clases en castellano y lo harán con la vivienda. Porque miren, al margen de la opinión que a cada cual le merezca el tema del aborto, transformarlo en un derecho subjetivo de la mujer que se traduce en una prestación a cargo de la Administración no sólo es un disparate conceptual y democrático, sino del todo punto innecesario. Porque una cosa es despenalizar el aborto en determinados plazos y supuestos e integrarlo dentro del sistema nacional de salud, y otra muy diferente es inventarse que es un derecho fundamental retorciendo los conceptos de integridad y de dignidad de la mujer. Algo muy similar, por cierto, a lo que el Supremo estadounidense hizo en su día en la sentencia Roe v. Wade, recientemente revisada. El objetivo de la constitucionalización del derecho al aborto no es otro que el de poner coto a la objeción de conciencia por parte de los profesionales de la salud, que como bien saben es una de las obsesiones de la inquilina del Ministerio de Igualdad.
En cualquier caso, la sentencia del aborto confirma, incluso para los más incrédulos, eso que algunos venimos advirtiendo desde que comenzó la andadura de este nuevo Tribunal de Garantías: la mayoría progresista que lidera Conde Pumpido ha desbordado las funciones encomendadas al Constitucional y se ha arrogado la condición de poder constituyente.
Por cierto, lo de que estamos embarcados en un proceso constituyente ya se le escapó a Campo en el Congreso cuando todavía era ministro y es algo que Iván Redondo, el que fuera el gurú de Moncloa, repite en los medios para quien lo quiera oír. Y esto es algo que debería escandalizar a cualquier demócrata al margen de su ideología o su posición ante la interrupción voluntaria del embarazo: ser pro o antiabortista no está reñido con ser constitucionalista. No deberíamos permitir que, de forma unilateral y sin contar con nuestro voto, nos cambien las reglas del juego para garantizarse que siempre ganarán la partida.