THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

El Constitucional y la gestación subrogada de los derechos

«El tribunal podría tratar no sólo de confirmar que la regulación es conforme con la Constitución, sino de consagrar un derecho implícito»

Opinión
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El Constitucional y la gestación subrogada de los derechos

Ilustración de Erich Gordon.

«Se puede hablar de despenalizar el aborto, pero no se puede ser moralmente indiferente al aborto… los derechos de la mujer y de la sociedad, que habitualmente se invocan para justificar el aborto, pueden ser satisfechos sin recurrir al aborto, es decir, evitando la concepción… Los hombres son como son, pero la moral y la ley existen para esto. El robo de automóviles… está muy extendido, es casi impune, pero, ¿legitima esto el robo?»

Quien así se pronunciaba, allá por 1981 en una entrevista de Giulio Nascimbeni del Corriere della sera con motivo la convocatoria del referéndum para ratificar la ley 194 despenalizadora del aborto, no era un peligroso y mostrenco reaccionario. Al menos no oficialmente. No: era uno de los intelectuales europeos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX. Sin duda en España, donde Norberto Bobbio fue durante décadas el muñidor de la intelligentsia socialdemócrata que pobló cátedras, ministerios, escaños y ponencias constitucionales.

La posición de Norberto Bobbio no debe sorprender: el aborto era, y es, uno de los asuntos más divisivos en nuestras secularizadas sociedades occidentales. Miles, si es que no millones de nuestros compatriotas, ciudadanos como Bobbio, no necesariamente mostrencos, precian de manera absoluta la vida humana desde el momento de la concepción, y, aunque pueden exculpar o justificar terminar con esa vida en circunstancias muy tasadas, no pueden concebir que no prevalezca casi siempre el derecho del que está por nacer. Y para ello no carecen de apoyos textuales en la Constitución: «Todos tienen derecho a la vida», reza el artículo 15. ¿Por qué ese «todos» no admite a los embriones o fetos? La respuesta no es inmediatamente obvia. Por otro lado, muchos, si es que no todos, de quienes rechazan prácticamente toda forma de aborto no creen que deba castigarse tan severamente como el asesinato, lo cual es también indicativo de cuánto debe pesar el valor de la vida humana en los estadios iniciales, o muy iniciales, de su desarrollo.

«La voluntad de la mujer de no proseguir con su embarazo debe primar en los estadios iniciales de la gestación»

Sin llegar a abrazar ese compromiso pro-vida tan robusto, millones de españoles, probablemente una amplia mayoría, consideramos que el aborto es siempre un motivo de angustia, si es que no una tragedia; que es moralmente preferible no abortar, pero que ante ese conflicto, la voluntad de la mujer de no proseguir con su embarazo debe primar en los estadios iniciales de la gestación y que una ley de plazos como la actualmente vigente es una posibilidad razonable y constitucionalmente permitida a la luz de ciertos derechos y principios consagrados en la Constitución. La cuestión es si tal transacción o apuesta legislativa es la única constitucionalmente posible, y, sobre todo, quién debe tener el poder de determinarla.

Fijémonos en que la implicación de que una ley de plazos como la actualmente vigente sea la única legislación constitucionalmente posible tiene como consecuencia la prohibición al legislador futuro de hacer un balance o ponderación distinta de los intereses en juego. Esto, en la propia Constitución, ocurre en contadas ocasiones de manera clara, es decir, pocas veces el constituyente ató con doble nudo a la generación futura, a nosotros y a los que están por venir. Así, prohíbe taxativamente la tortura o la pena de muerte, de nuevo en el citado artículo 15, de forma tal que sólo mayorías reforzadísimas en el futuro podrán decidir la permisión de semejantes prácticas o castigos. La pregunta ulterior es, obviamente, quién ha de tener la competencia para semejante encomienda, el poder de vedar un coto de derechos que operarán como perímetro de lo «indecidible», por parafrasear al jurista italiano Luigi Ferrajoli, uno de los más caracterizados discípulos de Bobbio.

Bien pronto, al poco de arrancar su funcionamiento como máximo intérprete de la Constitución, el Tribunal afirmaba a propósito de la presunta inconstitucionalidad de la normativa reguladora del derecho de huelga: «La Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo. La labor de interpretación de la Constitución no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes, imponiendo autoritariamente una de ellas. A esta conclusión habrá que llegar únicamente cuando el carácter unívoco de la interpretación se imponga por el juego de los criterios hermenéuticos. Queremos decir que las opciones políticas y de gobierno no están previamente dadas de una vez por todas» (STC 8 de abril de 1981).

Y pocos años después, a propósito de la inconstitucionalidad de la ley que despenalizaba el aborto mediante un régimen de «indicaciones», el magistrado Francisco Tomás y Valiente señalaba en su voto particular: «El juicio de constitucionalidad no es un juicio de calidad o de perfectibilidad. El Tribunal Constitucional puede y debe decir en qué se opone a la Constitución un determinado texto normativo, y, en consecuencia, por qué es inconstitucional. Lo que no puede es formular juicios de calidad» (STC 53/1985).

«El Tribunal Constitucional además de equivocarse puede terminar autoliquidándose en su legitimación»

Tomemos un asunto que, teniendo también que ver con la gestación, genera profunda controversia en España: la gestación por sustitución. Imaginemos que el legislador hubiera adoptado el proyecto «Ley reguladora del derecho a la gestación por sustitución» que en su día presentó el partido político Ciudadanos. Imaginemos que un grupo de diputados considerara que, en diversos aspectos, tal pieza legislativa vulneraba la Constitución. Quizá el mandato de protección a la familia del artículo 39, el principio de igualdad del 14, el artículo 10 que recoge la dignidad de la persona, en particular, la dignidad de las mujeres. Pues bien, enfrentado a ese recurso, un Tribunal Constitucional puede actuar con modestia y actitud deferente hacia el legislador, consciente de sus menores credenciales de legitimidad democrática, y tratar de calibrar hasta qué punto hay una vulneración crasa de la Constitución cuando se permite la gestación por sustitución en los términos en los que, tras un debate amplio en el que muchos grupos políticos han podido participar y exponer sus argumentos, se ha acordado en el órgano representativo de la ciudadanía.

Pero puede arrogarse en cambio un modus operandi de lo que llamaré «gestación subrogada de derechos» consistente en tirar por elevación: no sólo se trataría de confirmar que la regulación es conforme con la Constitución, sino de consagrar, a la luz de esa impugnación, un derecho implícito, basado en el libre desarrollo de la personalidad, a que las mujeres gesten por sustitución en los términos acordados por la ley que se sometió a su escrutinio. Puede que lo haga con fuertes discrepancias en su seno, por mayoría ajustada. Así y todo, cualquier legislador futuro tendrá un dique de contención a cualquier modificación de esa práctica. Y fíjense: tal vez hayan cambiado las percepciones sociales; tal vez se hayan comprobado ciertos efectos indeseados, o la fuerza de otras razones antes no entrevistas. Tal vez una mayoría imponente de la población, correlativa a la de sus representantes, quiera ahora prohibir o limitar mucho más la práctica. El Tribunal Constitucional lo habrá puesto extraordinariamente difícil.

Y entonces la pregunta será inevitable: ¿por qué la decisión de una mayoría de esos jueces no elegidos directamente ni accountable ante el electorado pesa más que la decisión de una mayoría legislativa que sí es directamente representativa y accountable?

En el intento de responder a esa pregunta descubriremos por qué, como dijo célebremente Julia Roberts en El informe pelícano, el Tribunal Constitucional además de equivocarse puede terminar autoliquidándose en su respetabilidad y legitimación.

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