La lección turca
«Erdogan y Sánchez ejercen con mano de hierro el control sobre las decisiones políticas fundamentales, del funcionamiento del Estado y del partido de gobierno»
A principios de mes, cuando visité Estambul, el ambiente preelectoral era de razonable optimismo entre los demócratas. Deseaban la derrota de Tayyip Erdogan y confiaban en ella. Eran claros los sondeos en contra suya y lo que temían era, bien una amplia maniobra de manipulación, que vaciase de contenido a los comicios, o un rechazo manu militari de los resultados desfavorables por parte del presidente turco. Existía un antecedente inmediato: su aceptación de la victoria del candidato del CHP, Erken Imamoglu, había costado un recurso tras otro a la Junta Electoral y finalmente la repetición de las elecciones. Para terminar con una denuncia y condena del vencedor por su forma de protesta contra la Junta Electoral. ¿Qué podría intentar el Reis, como es llamado, si los votos le expulsan de la presidencia de la República?
Al final, de momento, no ha hecho falta; a Erdogan le han salido las cosas bastante bien, tiene un capital de votos para la segunda vuelta (si la Junta Electoral Central no se la evita) y verosímilmente podrá celebrar en octubre el centenario de la República como presidente, eclipsando a Kemal Atatürk. Hacia el exterior, deslumbra su retrato como protagonista de la modernización islamista de Turquía, de manera que por ahora ni siquiera le es preciso afilar de nuevo la espada otomana como hiciera en su glorioso año de 2020, con la conversión de Santa Sofía en mezquita, refrendando la victoria del Islam turco sobre los infieles, regresados de nuevo en sus propias palabras a la condición de «protegidos», ciudadanos de segundo orden en lo religioso. Amén de la eficaz presencia en la victoria azerí sobre Armenia en Nagorno-Karabaj, prestigiada en el plano de la técnica militar con la decisiva intervención de sus drones.
Todo ello sobre el telón de fondo de un espectacular desarrollo capitalista que puede ser admirado a lo largo trayecto por autovía desde el centro de Estambul al aeropuerto de la parte asiática. Ha sido una exhibición brillante, empañada por la degradación de la democracia, la actuación represiva cada vez más intensa contra cualquier forma de disidencia -en la prensa e incluso en el Parlamento-, y recientemente por la profunda crisis económica, sin olvidar al gran terremoto, un actor inesperado que ya intervino en la crisis de los gobiernos laicos en el cambio de siglo.
«Los resultados ponen de relieve el desajuste entre las encuestas y el destino de los sufragios realmente emitidos»
Los primeros comentarios de los resultados ponen de relieve el desajuste entre las expectativas de voto, fruto de las encuestas, y el destino de los sufragios realmente emitidos. Es algo que no debe dejarnos indiferentes, dado que tiene que ver con las expectativas que tantos abrigan en nuestro país acerca de la derrota de Pedro Sánchez y el consiguiente relevo en el gobierno. Cabría pensar dos cosas al respecto: el papel jugado por el gran rechazo expresado frente a un líder político que se presenta ante la opinión cargado de autoritarismo, de un lado, y de otro el reflejo conservador de sociedades en crisis ante el riesgo de perder a ese mismo gobernante, percibido en su otra cara, como protector del orden y del bienestar.
Ambas cosas pueden tener lugar al mismo tiempo, ya que precisamente en los casos que nos ocupan, tanto Erdogan como Pedro Sánchez han sido maestros en la siembra del riesgo de desamparo que acecharía tanto a turcos como a españoles de ser ellos derrotados en las urnas. No se trataría solo de un cambio desaconsejable, sino de un paso hacia el vacío, del hundimiento del país en el abismo. En definitiva, la apelación a la imagen del Padre, aunque en el primer momento ese padre resulta detestable, como de hecho lo son por su autoritarismo tanto uno como otro para muchos de sus conciudadanos.
A la promoción de este reflejo conservador contribuye en primera instancia, en Turquía y en España, la común deriva hacia el sultanismo, en cuanto régimen que concentra los tres poderes en un líder carismático. Con las inevitables variantes formales, entre otras causas por el distinto tiempo de ejercicio del poder, Erdogan y Sánchez ejercen con mano de hierro el control sobre las decisiones políticas fundamentales, así como sobre el funcionamiento del Estado y del partido de gobierno, y hacen de la dependencia del poder judicial una clave de su acción política.
Sobre la base de esta trama bien consolidada, o en España a punto de estarlo, no tienen dificultades para que funcione un monopolio parcial en la política informativa de los medios de comunicación estatales. El principio de que solo es verdad lo que el presidente dice, y su consecuencia, que es bueno todo aquello que hace, resulta de plena aplicación para televisiones, radios y periódicos de estricta obediencia en ambos países. Y la captación de medios antes libres es una norma que no dejan de atender (caso de Hürriyet en Turquía; aquí no hace falta dar títulos). Lo que esto supone como baza para el poder y factor de degradación de la democracia, ha podido comprobarse en estas recientes elecciones: en la televisión pública, 48 horas de intervención personal de propaganda disfrutadas por Erdogan, y 30 minutos para su rival Kiliçdaroglu.
«Domina la aspiración común: la perpetuación de ambos como caudillos indiscutibles de Turquía y de España»
Una consecuencia inmediata es que en primera instancia las elecciones, por encima de las identidades partidarias, adquieren una dimensión de plebiscitos sobre la democracia. Las minoritarias tomas de posición de exdirigentes del PSOE frente al sanchismo responden a esa actitud, contrarrestada en este caso con éxito desde el poder mediante la satanización de los opositores, a quienes tilda de ser unos representantes unidos de la extrema derecha, tanto PP como Vox, opuestos al progreso encarnado por el Gobierno y su presidente. Para este objeto, queda convenientemente olvidado el constante guirigay que caracteriza al Gobierno de progreso. La imagen tapa así a la realidad, un problema que no tiene evidentemente Erdogan. Por encima de este inconveniente domina la aspiración común: la perpetuación de ambos como caudillos indiscutibles de Turquía y de España, con una dimensión soteriológica, de auténticos redentores frente al caos, que para Turquía es remitido al pasado anterior al ventenio islamista y para España al reino de la corrupción y el neoliberalismo, personificado en Rajoy y el PP.
Naturalmente, el denominador común autoritario, incluso sultanista, no borra las profundas diferencias enraizadas en la sociología política. No hay comparación entre el grado de violación de los derechos humanos en la Turquía de Erdogan y la situación española. Tampoco en el plano de las minorías nacionales y el terrorismo, entre la represión a ultranza en un caso, y la elevación a los altares democráticos de los exterroristas y los nacionalistas sediciosos en otro. Tampoco hace falta dar siglas. Vuelve la convergencia en el papel desempeñado por la incapacidad de las oposiciones para dar forma a una alternativa. El ejemplo turco, a pesar del éxito alcanzado al formarse la Alianza Nacional en torno al poskemalismo democrático, muestra que incluso entonces tiene lugar una pérdida de atractivo como fórmula de gobierno por falta de cohesión interna. Tanto Erdogan como Sánchez gobiernan con aliados, irrelevantes para el primero, y bien molestos para el segundo -coartadas también- pero que logra borrar en su mundo político cuya existencia tiene lugar en el plano de la imagen. El neo-otomanismo de Erdogan mira más al pasado en este punto.