THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

¿Tenemos derecho a comer animales?

«Si las dinámicas sociales y políticas continúan en el mismo camino antiagrario y antiganadero de estos últimos años, terminaremos pasando hambre»

Opinión
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¿Tenemos derecho a comer animales?

Ilustración de Erich Gordon.

Sufrimos una sequía que, sin llegar todavía a los pavorosos niveles de la de 93-96, ya comienza a diezmar cosechas, vaciar pantanos y a causar restricciones en el abastecimiento de aguas. Si en otoño no lloviera, las consecuencias serían catastróficas para gran parte del país. Para las gentes del sur, al menos, la amenaza de la sequía siempre estuvo al acecho, dispuesta al zarpazo fatal. Recuerdo algunos años en lo que sólo se disponía de una hora de agua corriente en Sevilla, que aprovechábamos para llenar cubos y bañeras para el consumo cotidiano. La sequía, la pertinaz sequía, que se decía. El agricultor siempre miró con angustia los prolongados cielos azules, rezando porque las borrascas cubrieran el cielo con esas benditas nubes preñadas de un agua que saciara la sed de sus campos.

Pero no llueve. Y la sequía era lo que le faltaba al campo, a la agricultura y ganadería. Después de décadas de abandono y de desprecio por parte de las sociedades urbanas —que son las que mandan— y de un BOE y un Diario Oficial de la UE siempre limitantes y restrictivos, —empeñados, al parecer, en dificultar la actividad agraria—, llega la sequía con sonoridad de castigo bíblico. Llevábamos tiempo advirtiendo de la venganza del campo en forma de escasez alimentaria y subida de precios, y, en efecto, la venganza ha llegado en forma de subida de precios que no menguará durante un tiempo. La sequía, que puede dar la puntilla a cosechas y rentas, no hará sino acelerar esta dolorosa y onerosa carestía. Ojalá llueva, ojalá.

Porque menos cosechas significa, como bien sabemos, encarecimiento cierto de los alimentos. Los precios agrarios, se mantendrán altos durante estos próximos meses, sin que se le pueda achacar a agricultores ni a distribuidores la responsabilidad de esta alza que drena los bolsillos e impulsa la inflación. Pero, a buen seguro, serán muchas las voces que carguen contra el sector agrario, en vez de cuestionarse porque cada año cuesta más producir y porqué cada año son más los agricultores y ganaderos que abandonan sus explotaciones y su modo de vida. El mundo rural parece molestar, con sus tractores, regadíos y granjas, al idealismo urbano actual, por lo que cargan contra ellos. Son muchas las causas y las producciones afectadas, pero en este artículo queremos centrarlas en un único sector, el cárnico y ganadero, que está siendo acosado gravemente, sin que exista una mejor alternativa, todavía, a la proteína animal que precisamos.

Desde hace mucho tiempo, existieron los vegetarianos, personas que deciden libremente no comer carne ni sus derivados. Algunos, ni siquiera huevos, leche o productos lácteos. Nos parece perfecto. El vegetarianismo es una corriente muy digna y respetable. Si alguien no desea comer carne por cualquier razón, sea religiosa, sanitaria, dietética o ideológica, hace muy bien no comiéndola. Todos conocemos a personas vegetarianas que disfrutan de su alimentación y que son merecedoras del máximo respeto, respeto que, como es lógico, también hay que exigir para las personas que desean, por las causas que fuera, comer carne. Pero, desgraciadamente, en estos últimos años ha ido apareciendo un activismo que ataca, directamente, a granjas, mataderos o restaurantes especializados en productos cárnicos. Podríamos pensar que se trata de la opción de una minoría radical, a la que no se le debería prestar mayor atención. Quién sabe.

«El animalismo crece en paralelo a la sensibilidad de la sociedad urbana»

Pero pensamos que no se trata de algo esporádico ni pasajero, sino que, en verdad, es la avanzadilla de una corriente de pensamiento, que aúna vegetarianismo y animalismo, y que tratará de reducir, cuando no directamente de prohibir, el consumo de carne, lo que supondría la desaparición de un sector que genera riqueza y empleo, del todo fundamental para el campo, dehesas y mundo rural, además de mermar y encarecer nuestra calidad alimentaria. Y esta corriente avanza las opiniones, sensibilidades y normas por venir. El animalismo crece en paralelo a la sensibilidad de la sociedad urbana. Ya vivimos en directo a un ministro del Gobierno de España arremeter contra la carne, al punto de que el propio presidente Sánchez tuviera que salir a defender el chuletón, sin con ello lograr cerrar el debate latente en su gabinete… ni en la sociedad.

Las posturas contrarias al consumo de carne se sostienen en cuatro ejes argumentales. Primero, el de la salud. Al parecer, según su opinión y creencias, una dieta vegetaría sería más saludable que la que contiene carne o sus derivados. Segundo, el ambiental, ya que consideran que el metano emitido por los animales acelera el calentamiento global, al tiempo que los purines de las granjas contaminan acuíferos. En recientes entrevistas también hemos leído críticas al pastoreo extensivo o a la dehesa, pues consideran que esos terrenos ahora pastados deberían volver a su estado de monte original. El tercer eje argumental es de eficiencia alimentaria y de agua y energía. Producir un kilo de carne, afirman, consume más agua, cereales y energía que alimento neto aporta, por lo que se estaría derrochando hectáreas de cultivo y recursos, un balance negativo. Y, como cuarto y más poderoso eje argumental, el moral. Los animales son seres sintientes, con derechos, que no podemos vulnerar y mucho menos con el sacrificio. Por tanto, comer carne está mal, es pecado pues supone el dolor y la muerte para un ser sintiente, que merece ser respetado.

Mucho habría que debatir sobre estas líneas argumentales, pero nos querríamos detener en la moral e ideológica, que es la que más poderosa influencia ejerce y ejercerá. Los derechos animales y el animalismo han llegado para quedarse, lo que es bienvenido siempre que se atenga a los límites que marca el derecho humano a la alimentación. Pero, esto que tan fácil parece de entender, chocará con la lógica y la sensibilidad urbana dominante, al menos, en la sociedad occidental. En efecto, los únicos animales que ven y tratan una inmensa parte de la sociedad son sus adorables mascotas, a las que se trata como a uno más de la familia. La humanización de los animales de compañía, en especial perros y gatos, es realmente llamativa y acelerada, como podemos observar en las sucesivas leyes que se van aprobando en Occidente.

«Fue el consumo de carne los que nos humanizó en nuestro camino evolutivo»

El otorgar derechos a los animales está bien. ¿Pero tienen límites o, por el contrario, deben ser derechos similares a los humanos? Porque, si los humanizamos y no establecemos límites, pronto saldrá a colación el derecho básico de la vida. ¿Tenemos derecho los humanos a matar a un animal? Las leyes actuales ponen foco sobre todo en los animales de compañía, pero la analogía está fácil y servida. ¿Por qué no podemos matar a un loro pero sí a una gallina? ¿Por qué no a un hámster, pero sí a un conejo? Estas preguntas – propias de sociedades de comida abundante y barata y que olvidaron hace décadas de lo que significa pasar hambre – condicionarán las leyes y el estado de opinión en un futuro en el que todo el sector ganadero y cárnico puede quedar gravemente afectado y nuestra alimentación modificada, empeorada y encarecida.

Volvamos a la pregunta básica. ¿Tenemos derecho los humanos a sacrificar a otros animales para alimentarnos? Desde luego, como parte de la naturaleza que somos, sí que lo tenemos, al igual que el león tiene derecho a comerse a la gacela. La pirámide alimenticia así lo exige. Fue precisamente el consumo de carne los que nos humanizó en nuestro camino evolutivo, cuando, hará casi tres millones de años pasamos de la dieta herbívora a una omnívora en la que la carne adquirió un alto protagonismo. Y hace unos doce mil años, comenzamos a pastorear rebaños al convertirnos en ganaderos y agricultores, generando una profunda revolución económica, cultural, social y tecnológica, que bautizamos como neolítico. El consumo de carne fue sinónimo de alimentación de calidad durante toda nuestra historia y sólo muy recientemente ha comenzado a ser cuestionada.

La carne – argumentan los abolicionistas – puede ser sustituida por otros alimentos que aportan similar riqueza proteínica con un menor consumo de recursos. Eso está por ver, respondemos lo que defendemos la libertad de elección de dietas vegetarianas u omnívoras. Debemos estar abiertos a la investigación de nuevas formas de tecnologías alimentarias, también para la obtención de sucedáneos cárnicos, cómo no, siempre que no suponga la prohibición del consumo de la carne tradicional, como algunos impulsores foodtech pretenden.

«Cualquier alternativa, a día de hoy, de la carne tradicional empobrece y encarece las proteínas en nuestra dieta»

Las innovaciones alimenticias presentan diversas alternativas a las carnes tradicionales – vacuno, ovicáprido, cerdo, conejo, pollo –. La primera, el cultivo y consumo de insectos, ya incorporados a las dietas tradicionales de algunas culturas. La segunda, la carne vegetal, que aspira a imitar el sabor, la textura y las proteínas de la carne usando tan sólo materia vegetal y algunos complementos. Tercero, carne fabricada a partir de células madre de carne en reactores biológicos que permiten la replicación y multiplicación celular de manera acelerada. De hecho, grandes fondos de inversión están invirtiendo cantidades ingentes en estas tecnologías alternativas. Pero, hasta la fecha, el resultado, sobre todo en las tecnologías de cultivo celular, son de muy pobre resultado, limitándose a un producto todavía con riesgos de salubridad y carísimo para el consumidor medio.

Tenemos que estar abiertos, repetimos, a las nuevas posibilidades de la ciencia. Todo lo que sea proporcionar comida de calidad y a un precio razonable a la población debe ser bienvenido. Pero debe primar el criterio técnico y agronómico y no el ideológico, como desgraciadamente parece que vamos a experimentar estos próximos años.

Con las cosas de comer no se juega, decían los sabios antiguos. Pues con las cosas de comer estamos jugando, aprendices de brujo. Cualquier alternativa, a día de hoy, de la carne tradicional empobrece y encarece extraordinariamente las proteínas en nuestra dieta, además de generar una honda huella ambiental y energética.

Las normas restrictivas que padecemos encarecen los alimentos. Si las dinámicas sociales y políticas continúan en el mismo camino antiagrario y antiganadero que hemos sufrido estos últimos años, terminaremos pasando hambre. O, mejor dicho, sólo podrán alimentarse adecuadamente las clases adineradas, porque alimento, habrá, pero a precios desorbitados. La venganza del campo está aquí, y algunos insensatos siguen provocándola…

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