Del coste de los derechos y del ruido de las proclamas
«Una buena manera de calibrar cuán en serio nos tomamos los derechos es evaluar cuánto estamos dispuestos a pagar por su garantía o por remediar su vulneración»
A estas alturas ya deben saber que los derechos, los humanos humanísimos y los fundamentales fundamentalísimos, proliferan, a lo cual coadyuva un Tribunal Constitucional desatado (aunque selectivamente). No desconocen tampoco que el papel, sobre todo el del BOE, lo aguanta todo. La última de las evidencias es la publicación de la ley «por» (esta preposición encierra toda la perversión legislativa que nos asola) el «derecho a la vivienda» y la insistencia de nuestra ministra de Igualdad (aka Wonderwoman) en que se apruebe el proyecto de ley contra el racismo para acabar con el racismo. En la próxima legislatura no se descarta que pueda empezar a proyectarse una ley contra el mal.
Una buena manera de calibrar cuán en serio nos tomamos los derechos es evaluar cuánto estamos dispuestos a aflojar la mosca por su garantía o por remediar su vulneración. Está muy bien la proclama, el grito, la pancarta, incluso la histeria, pero la pregunta es cuánta carne pondremos en el asador de nuestros impuestos (Skin in the game, dicen los anglosajones). Hace algunos años dos juristas célebres, Stephen Holmes y Cass Sunstein, a propósito de la discusión sobre la diferencia —en uso de recursos— entre los llamados derechos civiles y políticos y los derechos económicos y sociales, mostraron con cifras elocuentes a cuánto ascendía el coste de las garantías secundarias (cárceles, policías, jueces y tribunales) de los derechos relativos a la libertad y la seguridad en Estados Unidos. Un Potosí: más que todo el PIB del 70% de los Estados del mundo.
En un Estado garantista, incluso en el más garantista que le quepa imaginar, hay sacrificios de la libertad de los individuos que resultan inevitables: proclamamos que nadie puede ser privado de su libertad si no es por ejecución de una sentencia judicial firme que siga a un proceso con todas las garantías (el célebre due process of law de la enmienda quinta) pero al tiempo mantenemos una institución como la prisión preventiva que supone exactamente privar a alguien de su libertad sin sentencia firme. Sin haber empezado el juicio siquiera y durante no poco tiempo en muchos casos. En la reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ha condenado a México por el mantenimiento de la institución conocida como «prisión oficiosa» (la obligación constitucional del juez de dictar prisión preventiva siempre que se haya cometido un determinado tipo de delito tan pronto hay una acusación y sin mayores calibraciones), los recurrentes habían permanecido…19 años en prisión a la espera de juicio. Sí, leyó bien: 19 años.
Las razones para privar a alguien de su libertad sin siquiera haberse celebrado un juicio deben ser poderosas y atendibles, atinentes al valor de la seguridad colectiva y del esclarecimiento de lo ocurrido. Pero, ¿qué pasa o debe pasar una vez que el juicio se celebra y el acusado sale absuelto?
Aplíquese el cuento amigo lector: ¿cuánto vale un día de su vida cotidiana? ¿Un día en el que deja de ocuparse de sus asuntos laborales o profesionales, estar con sus seres queridos? ¿Un día en el que ya no acude a su restaurante, librería o actividad deportiva o de ocio favorita?
«Pasó 1.050 días en prisión preventiva hasta que fue absuelto y le fue concedida una indemnización de 5.000 euros»
Santos, ciudadano rumano, fue acusado de la comisión de un delito de trata de seres humanos con fines de explotación sexual y permaneció 1.050 días en prisión preventiva hasta que finalmente resultó absuelto. Tras un largo proceso contencioso-administrativo logró en 2019 (sentencia 5305 de la Audiencia Nacional) que le fuera concedida una indemnización frente a la negativa del Ministerio de Justicia a compensarle: 5.000 euros. Sí, ha leído bien: 5.000 euros.
En un interesantísimo estudio recientemente publicado (aquí el resumen), el administrativista Gabriel Doménech y el economista Juan Luis Jiménez nos dan la cifra del compromiso que, como sociedad, estamos dispuestos a asumir para reparar ese sacrificio del derecho humano a la libertad, una indemnización, por cierto, que sólo desde 2019 se otorga a todos los presos absueltos (independientemente de la razón por la que finalmente fueran así declarados).
Pero vayamos al monto. Algunas conclusiones de Doménech y Jiménez, a la luz de los casos analizados son perturbadoras. Así, desde 2019 la cuantía diaria se ha reducido significativamente (un 87%), y tiene una relación inversamente proporcional con el tiempo que se haya permanecido en prisión preventiva. En todo caso es irrisorio. Además es discriminatorio entre quienes son funcionarios, especialmente del cuerpo superior de policía, y quienes no lo son, pues estos últimos obtienen sustancialmente menos. Los primeros, además, siguen cobrando buena parte de sus retribuciones mientras están en prisión, y recuperan fácilmente todo lo perdido al reincorporarse a su puesto. Mamá, si soy carterista quiero ser funcionario.
¿Conocen ustedes que algún partido político en España haya llevado, o se proponga llevar, en su agenda 2030, o 4082, reformar la normativa para que eso no suceda? A mí no me suena aunque el ruido ensordecedor de las batucadas, las olas y las mareas por los derechos y los aplausos y caceroladas por «lo público» quizá no me ha permitido escuchar bien.