Mi voto en 'Wallapop'
«Cuando se instala la idea de que todo sirve para ganarse la voluntad de la gente, y la vergüenza es un bien escaso, no es de extrañar que se pase a la subasta del voto»
Este es el país del «ya te lo dije». Tenemos una tropa de listos retrospectivos muy abultada. Es casi tan larga como la de los que consideran que todos somos idiotas menos ellos y su grupo. España es así, y nos gusta. Uno puede cruzar la Península de cabo a rabo o de un punta a otra saltando de espabilado en espabilado sin tocar el suelo. Es una tradición, y las tradiciones hay que estudiarlas para guardar las buenas y rechazar las malas. El fraude electoral es una de estas últimas.
«Me duele España», soltaba Unamuno, pero a mí más el bolsillo. Lo digo porque la creación de una red clientelar desde el presupuesto público no es característica cañí, desde Túbal a Pedro Sánchez, sino que es congénita al poder. Cualquier trono o presidencia de lo que sea lo ha hecho. Está en los estudios de liderazgo: repartir pasta, prebendas o favores de forma arbitraria para ganarse el afecto de los que aseguran el poder. Este sistema es más eficaz que la violencia legítima de la que hablaba Max Weber, consistente en el noble arte del cachiporrazo que precede al encauzamiento judicial.
Comprar voluntades es más práctico que reprimir. Se consigue así antes la obediencia, que diría Julen Freund, y se ejerce el mando con la seguridad del aplauso general. Es por esto que los poderes públicos gastan sin freno y prometen pagar, subvencionar y financiar más y más. Lejos quedan los tiempos del caciquismo en los que el mandamás local lo hacía de su propio peculio. Hoy es con dinero público. De esta realidad procede que me duela el bolsillo.
Ahora bien, no se confunda, es de tonto del bote comprar votos con dinero contante y sonante. Es mejor colocar a los lugareños en la administración, hacer muchas contratas públicas de obras y servicios a empresas locales, ofrecer cursos y talleres a los segmentos de votantes que interesan, subvencionar a la cultura de la tierra, ampliar el «gratis total» de los servicios públicos, o ser flexible con las tasas y permisos para los emprendedores locales. Cada beneficiario de la red clientelar se convierte en un fiel agente electoral que arrastra el voto de los suyos, ya sean familiares, amigos, trabajadores, proveedores o cualquier persona cercana. Es así como un político de medio pelo se convierte en un gran estadista; eso sí, con nuestra pólvora.
«El clientelismo es la consecuencia lógica de un gasto público siempre en expansión y sin control»
Lo otro, crear una estructura de compra-venta de votos es de memo de campeonato. La más mínima filtración por envidia o desacuerdo en el precio provoca que el chiringuito se desplome. Cuando esto sucede, si la noticia llega a un medio de información responsable y libre, se despedaza al comprador dando así por concluida su torpe carrera política.
Quizá esto es lo que debería haber ocurrido con Pedro Sánchez cuando puso un biombo entre el comité federal y la urna en 2016. Pillaron entonces al hoy presidente cometiendo un pucherazo. Aquello tenía que haber retirado de la vida política al tramposo. Sin embargo, pasado un año, Sánchez volvió al lugar del crimen, Ferraz, en loor de multitudes socialistas. Pero, ojo, el líder del PSOE no inventó el procedimiento ni su estilo ha inspirado el fraude en Melilla, Andalucía, Canarias y otros lugares. Ya lo he dicho: el clientelismo es la consecuencia lógica de un gasto público siempre en expansión y sin control. Vuelvo al principio. Lo veíamos venir, ¿verdad?
Cuando se instala la idea de que todo sirve para ganarse la voluntad de la gente, y la vergüenza es un bien escaso, no es de extrañar que se pase a la subasta del voto. Es una medida, incluso, propia de tiempos de pobreza. Resulta mucho más barato comprar voluntades por 50, 100 o 200 euros por un día, que hacer contratos en la administración con empresas o personas para cuatro años o más.
Cabe aquí un consuelo: esta almoneda es menos insultante para el elector. Lo zafio es tratar de ganar un voto prometiendo el cine a dos euros, o regalar 400 pavos a los 500.000 españolitos que acaban de cumplir 18 años para que lo gasten en «cultura», o prometer comedores y libros escolares «gratis» para todos, o pisos a cascoporro, y luego pedir el voto humildemente. Lo dicho. Estamos en un momento democrático, de crisis cósmica, en el que lo más inteligente es poner nuestro voto en Wallapop. Si no lo vendes al menos puedes ligar. Me lo ha contado un amigo.