THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Quiero que me llaméis Loretta

«Las ganas de cancelar son las mismas que cuando se estrenó ‘La vida de Brian’, pero ahora la sociedad es más receptiva a la presión totalitaria de los censores»

Opinión
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Quiero que me llaméis Loretta

Fotograma de 'La vida de Brian'.

Tenía que pasar. Llegaron los actores y dijeron al gran John Cleese, miembro de Monty Python, que la famosa escena de La vida de Brian en la que se hace un chiste con Loretta -un hombre que quiere tener derecho a parir-  había que quitarla de la adaptación teatral. Los intérpretes tienen miedo a que los colectivos trans pidan la cancelación de la obra por sentirse ofendidos

Estamos en la época de la sensibilidad, claro, pero también de la memez y la cobardía. Sí, sí. Ya sabemos que el estreno de La vida de Brian, allá por 1979, no fue fácil. Se pudo ver a monjas británicas rezando a las puertas de los cines. A los rabinos neoyorkinos leyendo el Talmud. Y en Irlanda se prohibió la exhibición, al igual que en Sudáfrica y Noruega. Tras verla había que salir de la sala con una letra escarlata cosida al pecho por blasfemo. Por eso España se llenó de letras color carmín en 1980: fue la quinta película más taquillera. Y eso que se exhibió subtitulada. Y durante dos años. 

¿Cuál es la diferencia entre 1979 y hoy? Que actualmente somos más memos y cobardes. Las ganas de cancelar son las mismas que entonces, pero ahora nuestra sociedad es más receptiva a la presión totalitaria de los censores. Por ejemplo, son borrados capítulos de la serie The Office o Community porque hacen bromas involucrando el color de la piel. Los Simpsons, más repetitivos que el gazpacho, también han sufrido la cancelación: el tendero indio ha dejado de tener acento, y el capítulo en el que un blanco hace de Michael Jackson ahora es clandestino. 

«El éxito de la cancelación está en la autocensura, en no atreverse, en borrarse para no molestar»

La lista de cancelaciones es interminable. Costanza Rizzacasa hace un buen repaso en La cultura de la cancelación en Estados Unidos (Alianza Editorial, 2023), e insiste, porque es verdad, que esa manía procede de la izquierda y tiene su reacción en la derecha. Los conservadores también quieren ejercer su censura sobre la producción cultural. Faltaría más. Rizzacasa habla de Estados Unidos, Canadá y Reino Unido, pero ocurre también en España. 

Fernando Bonete, en su reciente Cultura de la cancelación. No hables, no preguntes, no pienses (Ciudadela, 2023), expresa la realidad de esta persecución: su éxito está en la autocensura, en no atreverse, en borrarse para no molestar. Nadie quiere sufrir el rechazo social o laboral por opinar algo distinto sobre un tema peliagudo como la sexualidad, o disfrazarse de Baltasar en la Cabalgata. Lo habitual es buscar la integración repitiendo los códigos de nuestra tribu cercana, esa que nos proporciona identidad y arraigo. No hay quien soporte la soledad o la disidencia. 

El movimiento woke ha conseguido convertir la vida privada y pública en una guerra continua, en un sórdido ajuste de cuentas. De esta manera, como recuerda Fernando Bonete, todo el mundo está involucrado aunque no lo sepa ni quiera. No quedan fuera de esa política de cancelación tampoco los que dicen que es una cosa de la izquierda y que no les afecta. Están involucradas todas las ideologías. El motivo es que el criterio es la sensibilidad, lo que abarca el género, el sexo, el color de piel, lugar de nacimiento, altura, peso, religión o ancestros. Todo es susceptible de ser cancelado si se aplica en su radicalidad la cultura de la cancelación. 

Tampoco es una cuestión generacional. Lo siento, pero los empeñados en poner etiquetas de edad y tener protagonismo yerran. No es una cuestión de millenials ni de gen Z. La memez y la cobardía son transversales. Cualquier pringao sobreprotegido tiene un dictador en su interior, y esta es una ecuación constante en la historia de la Humanidad. 

«No hay olvido para el que se toma la libertad de opinar»

Es bueno recordar aquí que los propios tipos de Monty Python retiraron algunas escenas de La vida de Brian. Se lo hicieron encima sospechando la reacción de los sectores ortodoxos de Israel. «Nos hemos pasado», pensaron. El caso es que ingeniaron a un judío nazi llamado Otto que llevaba la estrella de David mezclada con la esvástica, y que hablaba con acento alemán de un tierra donde únicamente habitara la raza judía. Solo dejaron la escena final del Escuadrón Suicida, en la que salen dichos judíos nazis. Dicho así no tiene gracia, pero el humor es libre. 

Siempre hubo autocensura y cancelación, aunque hoy es peor. Terry Gilliam, otro miembro de Monty Python, director, entre otras, de la fantástica Doce monos (1995) y Los hermanos Grimm (2005), tuvo la ocurrencia de burlarse de la corrección política hace unos años. Presentaba El hombre que mató a Don Quijote y dijo que no quería ser más un hombre blanco, y ser culpado de «todos los males del mundo». No, no. Ahora quería ser identificado como una «lesbiana negra y mi nombre es Loretta. Soy una LNT: una Lesbiana Negra que está Transicionando». La reacción fue la cancelación de su obra. Pero no al día siguiente. Sino tres años después, que es peor. No hay olvido para el que se toma la libertad de opinar. 

Las cosas se han puesto tan complicadas, que acabaremos todos como en una de las tomas finales de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) -censurada en sus escenas homosexuales-, diciendo eso de «Llamadme Loretta». 

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