Los fiscales y la arqueología
«La Fiscalía de Medio Ambiente actúa contra los expoliadores con todo el peso de la ley. Gracias a ella, nuestro patrimonio se puede sentir más seguro»
Los humanos habitamos la Península Ibérica desde hace, al menos, un millón y medio de años, como demuestran los espectaculares yacimientos de Atapuerca o de Orce. Desde entonces, dejamos nuestras huellas a lo largo de los océanos de tiempo sobre los que hemos navegado a través del paleolítico, el neolítico, la edad de los metales y el largo recorrido hasta nuestros días. Este venturoso periplo nos ha legado un riquísimo patrimonio arqueológico que debemos investigar, divulgar y, sobre todo, cuidar y salvaguardar. Por eso, toda campaña de concienciación que hagamos, poca será para un fin tan trascendente y necesario. Afortunadamente, la sociedad respeta, admira y se interesa de manera creciente por la herencia arqueológica que heredamos de nuestros ancestros. Sin embargo, aún existen desalmados que destrozan y expolian yacimientos con grave daño y perjuicio. Por eso, la ley protege el patrimonio arqueológico y castiga las acciones culpables de expolio y tráfico ilegal. Y corresponde a la Fiscalía de Medio Ambiente la defensa de los interesas comunes de la arqueología contra la delincuencia patrimonial, por lo que merece todo nuestro respeto y apoyo.
Con maldita frecuencia todavía, recibimos noticias de atentados contra yacimientos arqueológicos que nos demuestran la necesidad de reforzar su vigilancia y protección. Uno de los casos más espectaculares que recuerdo fue el conocido como el de los cascos de Aratis. Aratis es un yacimiento celtibérico enclavado sobre una loma frente al municipio zaragozano de Aranda del Moncayo, que saltó a la fama cuando se tuvo noticia de la recuperación de unos bellísimos cascos celtíberos tras una auténtica odisea. Un expoliador, que incluso llegó a usar una retroexcavadora, vendió los cascos, vía Suiza, a un coleccionista alemán. Las piezas fueron localizadas cuando sus herederos las pusieron a la venta. Su comprador, un coleccionista francés, tras exponerlos durante un tiempo en la Costa Azul, al conocer su procedencia ilegal, los donó al Estado español, que los depositó en el museo arqueológico de Zaragoza, donde, ahora, todos podemos disfrutarlo. Recomendamos conocerlos, pues son unos de los cascos más hermosos que jamás conociera.
Y, por si fuera poco, la eficaz acción de la Fiscalía y la Guardia Civil permitió detener y llevar ante el juez a los expoliadores, a los que decomisaron más de 3.000 piezas arqueológicas. Esta historia con final feliz me permitió conocer a uno de sus protagonistas, al fiscal de sala Antonio Vercher. Afable y culto, nos atendió amablemente en su despacho de la fiscalía, donde lo grabamos para un programa de Arqueomanía sobre el caso, en el que ponderamos la importante responsabilidad de la institución judicial que vela por nuestro patrimonio.
«Las asociaciones excursionistas dieron a conocer, desde finales del XIX, parajes, picos y manantiales de la sierra de Guadarrama»
Por eso, cuando me invitó a participar en un curso de formación para jóvenes fiscales acepté de inmediato, agradecido por su tarea. El curso Formación Inicial en Medio Ambiente para miembros del Ministerio Fiscal se desarrollaría en el CENEAM de Valsaín, en Segovia, donde se mostrarían casos, actuaciones y sentencias sobre especies protegidas, espacios naturales, patrimonio histórico-artístico, contaminación industrial y también acústica, por citar tan sólo algunos ejemplos. Además de experimentados fiscales, compartieron experiencias agentes de los Mossos de Esquadra, de la Guardia Civil, de la Policía Local, de los Agentes Forestales o de abogados de medioambiente. A mí me tocó reflexionar sobre patrimonio arqueológico, toda una experiencia que comenzó desde el mismo viaje a través de paisajes de una belleza natural estremecedora.
Tomamos la A-6 en dirección a La Coruña y nos desviamos para ascender hacia los altos de la sierra de Guadarrama. El puerto de Navacerrada, con su clásica pista de esquí, amenazada de cierre, posee un cierto aire de época. Sus edificaciones, hoy anticuadas, reflejan el tiempo en el que la montaña comenzó a existir para la sociedad de Madrid. Las asociaciones excursionistas dieron a conocer, desde finales del XIX, parajes, nombres, picos y manantiales de la todavía desconocida sierra de Guadarrama, una joya natural y paisajística que divide, con su colosal mole de granito, las dos Castillas y sus respectivas mesetas.
Cruzamos el puerto, con sus 1.858 metros de altitud, y comenzamos a descender su ladera norte en dirección a Segovia. Nuestro destino, Valsaín, uno de los sitios reales de San Idelfonso, hacia los que encaminamos nuestros pasos. El descenso es realmente hermoso. La carretera serpentea con precisión de caligrafía cúfica sobre el verde lienzo de pinos silvestres, esbeltos y rojizos, pura naturaleza a apenas 40 minutos de Madrid. Las penumbras bajo sus copas cobijan a una rica entre la que destaca el lobo, nuestro viejo conocido, desaparecido durante más de medio siglo y que ha regresado a sus soledades. Pocos lugares más indicados, pensamos, para ubicar un centro de formación ambiental.
Llegamos a Valsaín, aldea creada alrededor de un antiguo palacio, el más antiguo de los sitios reales de la zona, hoy convertido en melancólicas ruinas coronadas por barracas y escombros. Tempus fugit, de la gloria de ayer al olvido de hoy, lección moral que nos proporciona el pasar de los tiempos. El palacio fue erigido por los reyes trastámaras de Castilla como pabellón de caza. Enrique IV lo mejoró y su uso llegó hasta época de Felipe II que lo amplió y embelleció. Pero un pavoroso incendio acontecido en 1682 lo destruyó por completo. Carlos II estaba demasiado ocupado con los otros fuegos que asolaban su reinado como para restaurarlo.
Una vez instaurada la nueva dinastía Borbón, su primer monarca, Felipe V, decidió abandonarlo definitivamente para construir su nuevo palacio en la vecina La Granja de San Idelfonso, con el diseño de estilo francés que le resultaba tan familiar. Nuevos tiempos, nuevos palacios, debió pensar el monarca, que nunca se sintió cómodo en el austero San Lorenzo de El Escorial. Él era un Borbón que debía traer las nuevas y refinadas modas francesas. Y la verdad es que lo consiguió en el bellísimo palacio de La Granja, una visita indispensable, ornado por los jardines y fuentes al gusto francés de su infancia.
«En Valsaín, enclave rodeado de pinares, montañas y palacios, se encuentra el Centro Nacional de Educación Ambiental»
La construcción del palacio de Riofrío, el otro sitio real, fue encargada por Felipe VI en 1751, en un antiguo coto de caza mayor cercano a La Granja de San Idelfonso para que se instalara Isabel de Farnesio, su madrastra, en cuanto que segunda esposa de Felipe V. Isabel conspiró sin cesar para que su hijo Carlos accediera al trono y Felipe VI, cansado, la envió a la Granja mientras finalizaba las obras del palacio de Ríofrío. Pero el destino quiso que, al igual que antes había muerto Luis I, primer hijo de Felipe V, también falleciera el segundo, Fernando VI, con lo que la reina madre, Isabel de Farnesio, puedo ver su sueño cumplido. Su hijo Carlos, por aquel entonces rey de Nápoles, regresó a España donde sería coronado como Carlos III, nuestro rey ilustrado. Su madre nunca llegaría a habitar el palacio de Ríofrío, como si harían, posteriormente, Francisco de Asís de Borbón, marido de Isabel II, y Alfonso XII durante el duelo por su esposa María de las Mercedes.
Pues en Valsaín, el primero de estos sitios reales, enclave rodeado de pinares, montañas y palacios, se encuentra el CENEAM, Centro Nacional de Educación Ambiental, que acogería las jornadas de formación ambiental. Junto a su pabellón central, un cartel de rutas de montaña nos muestra una que nos llama la atención: Pesquerías reales. Investigamos y descubrimos que el río Eresma fue preparado para que Carlos III pudiera pescar truchas en sus aguas. Caminos, paseos, puentes, alguna represa y encauzamiento, hicieron fácil y placentero las faenas piscícolas del monarca y hoy suponen una auténtica delicia para los senderistas que suban hasta la Boca del Asno. A pesar de encontrarnos a mediados de mayo, hace frío. Al sur queda la enorme mole de la sierra de Guadarrama y su cumbre de Peñalara que, con sus 2.428 metros de altitud, enseñorea los extensos llanos de ambas mesetas. Un lugar que subyuga y concentra, ideal para la reflexión y el aprendizaje. Ningún lugar más idóneo que el CENEAM para que nos conjuráramos a favor del medio ambiente y del patrimonio arqueológico, en una defensa colectiva que nos beneficia a todos.
Las ponencias y debates nos pusieron en situación sobre la importante tarea de la fiscalía de Medio Ambiente y de la atención especial que hay que poner en la custodia de nuestro patrimonio arqueológico. Los expoliadores deben ser conscientes del riesgo cierto que corren si deciden acometer sus desmanes contra el legado de todos. Una fiscalía, preparada y motivada, actuará contra ellos con todo el peso de la ley. Agradezco a Antonio Vercher y a su equipo que me permitieran compartir en su seno la pasión por nuestra riquísima arqueología, merecedora del máximo respeto y atención. Gracias a ellos, nuestro patrimonio se puede sentir más seguro y cuidado. De corazón y razón, mucho ánimo en su difícil y trascendente tarea.