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Partidos y Ciudadanos

«Hubo algo novedoso y cautivador en las formas y discursos con los que Cs irrumpió en la política: los ciudadanos éramos tratados como adultos»

Opinión

La actual dirección de Ciudadanos, tras anunciar que no concurrirían en el 23-J. | Europa Press

  • Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado recientemente ‘Lo sexual es político (y jurídico)’ en Alianza, Madrid, 2019.

Los convocados iban llegando a El Tiro, el icónico restaurante del campus de Cantoblanco, con caras sombrías. Entre ellos científicos duros, sociales, catedráticos, profesores titulares, antifranquistas de una primera o no tan primera hora, universitarios progresistas todos, llamados todos en esta ocasión para analizar y valorar el hundimiento del Gobierno socialista. Eran los tiempos de la confluencia de los escándalos de Roldán, Mariano Rubio, los GAL, la debacle del felipismo. Casi todos se conocían, algunos no del todo y entonces se veían forzados a decir en relación a su vínculo con el PSOE: «Yo soy simpatizante, no militante». Hasta que el más viejo de todos, el más curtido y respetado, uno de los maestros universitarios de tantos y tantos que luego poblaron cátedras, subsecretarías y ministerios dijo: «No, no: yo soy militante, no simpatizante». 

Me he acordado de esta deliciosa anécdota (hay testigos) mientras digería la comparecencia de Page en Onda Cero, cuando en los primeros compases del post 28-M, y a preguntas del siempre sagaz Alsina, afirmaba Page a propósito de la victoria de Sánchez el 23-J: «Yo siempre desearé que gane mi partido, y esto no tiene vuelta de hoja, pero es que distingo muy bien entre mi partido y los que lo representamos…». A continuación Page entró en ese bucle infernal de contradicciones en las que incurre todo aquel que, no habiéndose preparado bien el temario y el argumentario, se enfrenta a un Alsina que no suelta prenda. «Los partidos» —decía Page— «no deben ser una secta»; pero «… sí son un club, o más que un club», añadía. «Hay un voto inercial de quien siempre votará a su partido, pues en eso consiste militar», confirmaba, «… aunque también hay un voto de coyuntura», para a continuación matizar que los presidentes del Gobierno siempre han sabido que su supervivencia depende de «lograr convencer a la parte que no te vota». Page terminaba abrochando todo el anterior galimatías con un «que las elecciones sirvan para romper esta dinámica frentista».

Al día siguiente el presidente Sánchez lo desmentía todo en una comparecencia incendiaria cuyo propósito es ahondar en el frentismo, y que hacía de los exabruptos de Pablo Iglesias los susurros de un jesuita explicando en voz baja los pormenores de las cuitas teológicas del Concilio de Nicea. 

Pensémoslo un poco: los representantes de los partidos políticos piden el voto o la confianza a los ciudadanos; a veces claman por la quimera de solicitar a cada uno de sus potenciales votantes «una mayoría suficiente» (¿cómo lo hacemos?), un parecido reclamo al de la DGT cuando nos pide que «salgamos escalonadamente» en un puente. En todo caso, cuando un partido pide el voto presupone siempre eso que Page llama un «voto de coyuntura», es decir, un ciudadano susceptible de ser convencido por una mezcla de razones (aquel «programa, programa, programa» de Julio Anguita) y emociones. De lo contrario, poco sentido tendrían las convocatorias electorales y la rendición de cuentas ante el electorado: los partidos presentarían sus adeptos (en forma de número de militantes, simpatizantes, e incluso militantes no simpatizantes), se haría el cálculo y aquí paz y después gloria. 

«Inés Arrimadas logró ese imposible de acabar con la hegemonía política del nacionalismo»

En definitiva: la competencia electoral entre partidos presupone ciudadanos que no son precisamente como ese Page que afirma: «Yo siempre desearé que gane mi partido». Piénsenlo un poco: ¿seguro que, haya hecho lo que haya hecho o defienda ahora lo que defienda, usted votará siempre a su partido? Si la respuesta es afirmativa no estamos ante una actitud ciudadana sino ante la de un devoto religioso. Un sectario que, en demasiadas ocasiones, ha abrazado también esa hipocresía insoportable de lamentar la caída de Ciudadanos, o su desaparición, cuando se trataba de una formación política a la que jamás daría su voto porque se debía, como Page, a «las siglas». Y por cierto: se trata de una disposición prevalente entre quienes, autoproclamados progresistas, están a punto de verificar con sus actitudes de estos días aquello de Donald Trump: «Podría matar a un hombre en la Quinta Avenida y aun así ganar las elecciones». Mutatis mutandis para Pedro Sánchez por la calle de Alcalá. 

Y por cierto, hablando de Ciudadanos…

Corría diciembre de 2015 y en un debate electoral la entonces número 3 de Madrid en la lista de Ciudadanos, Marta Rivera de la Cruz, osó cuestionar los presupuestos de la llamada «violencia de género». Años antes Albert Rivera había protagonizado otra de esas hazañas inaugurales que soliviantan a la feligresía: hablar en español, la lengua de uso mayoritario en Cataluña, en el Parlamento catalán. Después llegaría Inés Arrimadas logrando ese imposible de acabar con la hegemonía política del nacionalismo. En sus últimas intervenciones en el Parlamento español antes de decir definitivamente adiós a la política activa y con la brillantez que la ha caracterizado en muchos momentos, Arrimadas ha sido de las pocas en advertir sobre las perniciosas consecuencias de no controlar el gasto en pensiones y la imprudencia de su actualización cuando el IPC rondaba los dos dígitos, así como los muy desigualitarios efectos que ello conllevaba. 

Pero más allá de las propuestas concretas, no siempre compartibles, de las estrategias, erradas en ocasiones, y de los giros ideológicos, en esas, y en otras muchas instancias, hubo algo sutilmente novedoso y cautivador en las formas, interpelaciones y discursos con los que Ciudadanos irrumpió en la escena política española: los ciudadanos éramos tratados como adultos. Y algo de esto mismo pervive, paradójicamente, en la inmolación que supone no presentarse a las próximas elecciones: animarnos a mantener pese a todo el espíritu de ciudadanos y de Ciudadanos y a no ser Pages de ninguna causa, sigla o partido.  

2 comentarios
  1. Psilvia

    Una buena reflexión, Pablo. Me quedo con el espíritu de Ciudadanos que inspiro la formación de este partido y devolvió la confianza en la política a miles y miles de electores que la habíamos perdido. Ciudadanos que, a diferencia de Page, no eramos devotos religiosos de ningún partido.
    Pienso que la forma de conducirse de Arrimadas en los últimos tiempos ha sido letal para el partido, amén de que no ha tratado, precisamente, a los electores como adultos. Y no creo ser la única que lo piensa. De otro modo, el resultado en las urnas hubiera sido distinto. No solo en estos comicios, también en anteriores convocatorias electorales, la sangría notable de votantes, no parecía preocupar a su lideresa, que jugaba al despiste y a intentar poner el foco del problema en el nombre del partido o en cualquier aspecto irrelevante, que por supuesto, nada tenía que ver con ella. Será por ello que su despedida, al contrario que con Rivera, no me apena en absoluto . Sí que me apena la defunción de un partido echado a perder y que en otras manos, sus principios fundacionales y el espíritu que lo habita sigue siendo muy necesario.

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