¿Por qué es tan cobarde la Iglesia hoy en España?
«El Gobierno más radical de nuestra historia ha aprobado leyes que no solo van contra la fe cristiana, sino contra las bases mismas de nuestra civilización»
Cuentan que una señora se acercó cierto día apesadumbrada a su párroco. «Padre», le inquirió, «estoy atribulada». «¿Qué le ocurre, hermana?», respondió solícito el clérigo. «Tengo dos loros en casa, hembras ambas», prosiguió ella, «pero por desgracia solo saben decir una cosa. Y se pasan el día chillándola: ‘¡Somos un par de prostitutas! ¿Queréis un poco de diversión?’». «Caray», prorrumpió el sacerdote. «¿Sería cristiano deshacerme de ellas, padre, o lo más caritativo es aguantarlas?», preguntó la respetable dama.
«Tengo una idea mejor», conjeturó el cura. «Yo tengo dos loros en casa, machos ambos, a los que he enseñado a rezar todo el día. Tráigame a sus dos loros hembra y así los míos les cambiarán sus chabacanas costumbres por otras más pías».
La mujer, encantada de haber hallado una solución tan limpia a sus pesares, hizo enseguida como le había sugerido el eclesiástico, y corrió a llevar la jaula de sus dos loros a la casa parroquial. El clérigo las ubicó al lado de los suyos, que justo en ese momento estaban recitando el padrenuestro. Y las dos loros recién llegadas empezaron enseguida su cantinela: «¡Somos un par de prostitutas! ¿Queréis un poco de diversión?». En ese momento, los loros del cura interrumpieron su rezo. Y uno de ellos, tocando con el ala al otro, exclamó: «Para, para, que, ¡por fin se han atendido nuestras oraciones!».
Recordé esta broma hace unos días, mientras elaboraba un trabajo académico y me asaltó cierta duda. Todos sabemos, sí, que los papas del Renacimiento no solían ser un modelo de castidad arrebatadora, que incluso alguno de ellos llegó a tener hijos o concubinas. Ahora bien, ¿cuántos sumos pontífices de aquella época habían dejado progenie, en números exactos?
«Entre 1458 y 1585 un total de ocho santos padres parecen haber tenido relaciones sexuales con descendencia»
Me puse a investigarlo. Según mis pesquisas, en el período de referencia, entre 1458 y 1585, por ser más concretos, un total de ocho santos padres parecen haber tenido relaciones sexuales con descendencia: Pío II, Inocencio VIII, el español Alejandro VI, Julio II, Clemente VII, Paulo III, Pío IV y Gregorio XIII. Algunos de estos papas, por cierto, llevaron a cabo obras de singular relevancia religiosa (Paulo III convocó nada menos que el Concilio de Trento) o civilizacional (Gregorio XIII es el que estableció nuestro calendario actual).
¿Parece mucho papa sexualmente activo para poco más de siglo y cuarto? La lista se complementa con Paulo II, Sixto IV, León X y Julio III, que también reinaron esos años y que, cierto, no consta que tuvieran hijos, si bien podría deberse a su dedicación a los favores de su propio sexo.
En suma, solo Paulo IV y Pío V, que en conjunto ejercieron diez años de todo el período citado, parecen haber llevado una vida pontificia de castidad, junto con los efímeros Pío III (papa solo 26 días), Adriano VI (que duró 21 meses) y Marcelo II (22 días de papado).
Tras recopilar este listado, una nueva duda me asaltó. (Ya decían los antiguos que el conocimiento se asemeja a un círculo: cuanto más se amplía, más son los puntos en que limita con lo externo a él, esto es, con la ignorancia, y por eso cada vez nos suscita más preguntas). Mi nueva inquietud aludía a una hipótesis. «¿Qué ocurriría», me dije, «si se descubriese que en el último siglo y pico ha habido también siete u ocho papas con hijos, y no espirituales precisamente? ¿Y si se revelase que tres o cuatro de ellos han tenido relaciones sexuales con hombres?».
Imagine el lector la tremenda conmoción mundial que provocaría similar revelación. Pocos escándalos recientes, sea eclesiales o profanos, podrían siquiera compararse al revuelo que ocasionaría tal dato sobre el siglo XX y lo que llevamos del XXI. Y, sin embargo, en un período similar, entre los siglos XV y XVI, eso que para nosotros es hoy inimaginable resultó ser, en cambio, justo lo que sucedió.
Este dato nos dice algo sobre nuestra época. Por convulsa que nos parezca, por agitada que veamos la Iglesia católica hoy día, lo cierto es que su mentalidad se ha vuelto menos permisiva con excesos sexuales que, en cambio, eran habituales durante el Renacimiento. Respecto a aquella época, nuestro listón moral se ha elevado. Y por eso nos escandalizaría muchísimo no ya solo descubrir que los últimos ocho papas hubiesen tenido varios hijos, sino siquiera averiguar que uno solo de esos pontífices hubiese mantenido amistades peligrosas con una mujer. O con un hombre.
«Nuestra tradición moral se preocupó por organizar las virtudes por orden de importancia»
Ahora bien, ¿en qué faceta hemos fortalecido nuestra exigencia moral? Los clásicos nos dirían que en un asunto relativo a la templanza (sexual). Y sin duda la templanza se ha considerado siempre una de las virtudes más importantes. Pertenece, desde tiempos de Platón (quizá incluso desde Sócrates), al listado de las virtudes cardinales, junto con la prudencia, la justicia y la fortaleza. Así que hacemos bien en encomendar nuestros cuidados ahí.
Con todo y con eso, nuestra tradición moral no solo se afanó en aclararnos que la templanza constituye una virtud relevante, sino que también se preocupó por organizar las virtudes por orden de importancia. Y es aquí donde podemos toparnos con una enseñanza curiosa.
Junto con las cuatro virtudes cardinales citadas, los occidentales también hemos identificado tres virtudes teologales (concernientes a Dios) de peso: la fe, la esperanza y la caridad. Y a estas, como es lógico, pues atañen a lo divino, se les ha atribuido más peso que a las cardinales. Además, por si fuera poco, también nuestros antepasados resaltaron otras cinco virtudes que ocupaban un lugar intermedio (en importancia) entre las teologales y la cardinales. Hablamos de las virtudes «dianoéticas», término raro que simplemente se refiera a lo intelectual: cinco maneras de usar bien nuestro intelecto, podríamos pues traducir. Son tener arte, cosechar la ciencia, ejercer la prudencia, cultivar la sabiduría y contar con buen entendimiento. ¿Por qué le castigo a usted, amigo lector, con todos estos listados?
Porque fíjese que en total hemos identificado, con los clásicos, nada menos que 12 virtudes importantes para tener una buena vida. Y de esas 12, según los antiguos sabios, la menos importantes son las cuatro cardinales, y entre esas cuatro cardinales la menos relevante de todas siempre se consideró que era… la templanza. Justo aquello en lo que, cincos siglos después del Renacimiento, parece que hemos podido mejorar.
¿A costa de qué? ¿Hay algo en lo que, así como nos hemos vuelto más exigentes ante el alto clero en asuntos de llevar una vida templada, hayamos descuidado nuestra atención? De igual modo que hoy miramos los tiempos renacentistas y nos preguntamos cómo diantre pudieron ser tan poco castos, ¿existe alguna otra virtud con la que, si hoy nos contemplara algún papa o vasallo de aquellos tiempos, se asombraría de lo muy laxos que nos hemos vuelto?
Podemos contestar a esa pregunta de dos maneras. La primera es trasladarnos con la mente a aquella época y fijarnos en cómo vivió Rodrigo Borgia (el ya citado Alejandro VI). O Julio II, apodado el Papa Guerrero o el Papa Terrible por su intrépida vida antes y después de ceñir la tiara papal. Hemos dicho que no nos íbamos a fijar en sus vicios, sino en sus virtudes. Y resalta una que, al hacer este viaje mental, resultaría injusto negarles: la valentía.
«No tiene sentido volverte una oveja porque quieras ser una persona mejor»
Ni Alejandro VI ni Julio II ni tantos otros clérigos de entonces tuvieron miedo de su época. Y ese coraje es una de las formas de la fortaleza, de la andreía griega, de la hombría. Otra de las virtudes cardinales, vaya. Y según los clásicos mucho más importante que la templanza, la virtud que hemos enaltecido dentro de la Iglesia en nuestro siglo. Está bien saber templar tus impulsos más básicos, nos dirían los sabios antiguos, pero ¡siempre que no sea a costa de ablandarte tú todo! Siempre que el precio que pagues no sea enfriar también el ardor de tus ánimos. Siempre que no te nos vuelvas un hombre atiplado, mansurrón, que controla su bajo vientre porque en realidad está todo él cohibido ante la vida, ante su época, ante los demás. No tiene sentido volverte una oveja porque quieras ser una persona mejor.
Dijimos que había un segundo modo de percibir nuestra distancia moral con los hombres del Renacimiento, y es fijarnos, críticos, en nuestra propia era. Fijarnos, por ejemplo, en lo que hoy las jerarquías eclesiales hacen y consienten con singular pachorra a nuestro derredor; y preguntarnos luego si harían o consentirían lo mismo, y con similar cachaza, nuestros revoltosos clérigos del Renacimiento.
Esta comparación histórica solo puede arrojar una conclusión, que ya hemos avanzado en el título de este artículo. Y es que estamos ante una Iglesia bien cobardona, sobre todo en España.
Pues es inimaginable que, justo en tiempos de una plaga, la Iglesia renacentista hubiese tolerado el cierre de sus templos, como se acató, obsecuentes, durante la pandemia de covid en nuestra tierra. Uno diría que es justo en tiempos de desazón cuando más falta hace la ayuda espiritual del culto. Que cuando muchos fallecen es cuando más se precisan los funerales a los caídos. Que ante el miedo del futuro es cuando los púlpitos más podrían haber consolado con la esperanza divina. Sin embargo, nuestros líderes religiosos no lo vieron así. Acataron sin rechistar una medida que hoy sabemos que era incluso inconstitucional.
«Las agallas no son el órgano más desarrollado de nuestros prelados»
¿Significa eso que gente, como los obispos, que se tiran el día dando misas y celebrando ritos, en realidad no los consideran tan relevantes cuando llega una tribulación? No me parece una hipótesis razonable; sería de locos vivir dedicado a algo que en el fondo no crees. San Manuel Bueno Mártir es un personaje interesante, sin duda, pero no llegó a obispo.
Ahora bien, una cosa es que nuestros prelados consideren importante ir a misa, y otra cosa que estén dispuestos a enfrentarse a la opinión pública por ello, a que muchos les acusen de «negacionistas», a que los enfervorecidos por la propaganda gubernamental les insulten como «insolidarios». Claro está que esto último superó el grado de fortaleza que poseen. De donde se deduce que las agallas no son su órgano más desarrollado. Como también se colige que ninguno de los papas del siglo XVI habría comprendido tanta tibieza, al igual que nosotros no comprendemos, en otras lides, los ardores de aquellos pontífices.
Fue grave esta reciente desatención por la jerarquía de la Iglesia de sus obligaciones religiosas. Como lo fue que acatara, con el silencio de los corderos, otras medidas absurdas; por ejemplo, la limitación de entrada en los templos a 25 o 30 personas, sin importar si el templo es el bajo de un edificio o una pedazo catedral con techos de decenas de metros de alto. Ojo, no ignoro que muchos fieles y presbíteros sortearon estas prohibiciones, a veces con un ingenio de lo más divertido. Todavía recuerdo una conferencia memorable de mi amigo Santiago Muzio, en ISSEP Madrid, narrando esos vericuetos. Pero de esas aventuras saldrán pocos relatos desde los palacios episcopales.
Visto lo visto, era entonces razonable esperarse lo que ha sucedido en España de 2020 para acá. El Gobierno más radical de nuestra historia ha aprobado leyes que no solo van contra lo más íntimo de la fe cristiana, sino contra las bases mismas de nuestra civilización. La vida en España ya no tiene una dignidad absoluta, sino que si estás impedido, como Jordi Sabaté, una amable funcionaria del Estado te recordará que pueden matarte solo con que así se lo indiques. El aborto no es ya solo trauma para la mujer, despenalizado en ciertos casos, sino que se consagra como un «derecho» (y los derechos son siempre bonitos). Y si sobrevives en los años que quedan en España entre la edad a la que pueden abortarte y aquella a la que pueden eutanasiarte, aun así, ten cuidado: los médicos pueden perfectamente alterar tus genitales y tu cuerpo, o los de tu hijo, aunque sea menor de edad, merced a nuestra nueva ley trans.
«Ante los torpedos legislativos del Gobierno, ¿cuál ha sido la contundente reacción de la Iglesia española?»
Ante esos torpedos legislativos a la línea de flotación de la Cristiandad, aderezados con una Ley de Memoria Histórica que consagra como los bondadosos de la Guerra Civil al bando que se dedicó a asesinar a 13 obispos, 4184 sacerdotes, 2365 frailes y 283 monjas, ¿cuál ha sido la contundente reacción de la Iglesia española? ¿No han florecido, en la autoproclamada «primavera de la Iglesia», guerreros arrojados contra tanta injusticia hecha ley?
Nadie pide que, como sí hicieron varios papas renacentistas, nuestros clérigos empuñaran lanzas. Ni que, a caballo, se las vieran con los guardias de Moncloa. Pero quizá algo más que algún que otro comunicado, leído con voz atiplada, se habría podido emitir desde la Conferencia Episcopal. Armas de hoy día para batallar con el fin de que una sociedad mantenga la decencia son, verbigracia, los medios de comunicación. Así que no habría pasado nada si en las obispales Cope o Trece TV hubiesen interrumpido un rato su batalla en pro de la moderación del Partido Popular, y si en vez de ello hubiesen luchado un poquito en pro de nuestra civilización. Además, reconozcamos que hoy resulta mucho más sencillo hacerlo que cuando había que movilizar, desde la Santa Sede, toda una cruzada contra el moro.
Termino. Toda época tiende a ser narcisista, así que sé que este llamamiento a aprender del (para muchos inmoral) Renacimiento tiene pocos visos de triunfar hoy. Con el fin de consolarme, dejo de escribir este artículo y me voy a visitar una de las iglesias del siglo XVI con que me agasaja Salamanca, mi ciudad natal. La belleza se me cuela por los ojos y por los oídos (alguien ha tenido la buena idea de emitir a Tomás Luis de Victoria por los altavoces). Y entonces pienso que una época y unos papas y unos hombres que se atrevieron con tanta belleza no podían estar del todo lejos de Dios. Mientras que los de las voces atipladas, la carencia de agallas y la cobardía disfrazada de moderación rendirán también, sin duda, culto a algún ente divino. Pero será, seguro, un dios menor.