Aprender a decepcionarse
«Sumar tiene más oportunidades de permanecer que Podemos, pero la sensación es que ambos bandos se disputan un hueco en la foto del hundimiento del Titanic»
«Cada generación radical tiene su Kronstadt», escribe el sociólogo Daniel Bell en uno de sus textos más célebres, Primer amor, primeras penas. Con Kronstadt se refiere a la represión violenta que hizo el gobierno bolchevique en 1921 contra varios miles de marineros comunistas y anarquistas que se rebelaron contra la recién creada URSS. Murieron miles. Para Bell, fue su primera decepción política. El sociólogo cree que cada generación de izquierda radical en el siglo XX ha tenido su propia decepción con la URSS. «Para algunos fueron los Juicios de Moscú», escribe, «para otros el Pacto Nazi-Soviético, para otros Hungría (el Juicio de Rajk o el año 1956), Checoslovaquia (la defenestración de Masryk en 1948 o la Primavera de Praga de 1968), el Gulag, Camboya, Polonia (y habrá más por venir). Mi Kronstadt fue Kronstadt».
La historia de la izquierda radical (y con radical me refiero a la izquierda a la izquierda de la socialdemocracia) en el siglo XX y el XXI es un aprendizaje de la decepción. La derecha obviamente también se decepciona. Pero normalmente sus objetivos de cambio no son tan elevados y ambiciosos. La decepción siempre implica una ilusión inicial. Y a la izquierda le encanta ilusionarse, hasta el extremo del autoengaño.
Toda generación española de izquierdas ha tenido su particular Kronstadt. Hay para todos los gustos. Para algunos, fue en el congreso extraordinario de 1979, cuando el PSOE abandonó el marxismo. Luego están quienes se decepcionaron con el apoyo del PSOE a la entrada de España en la OTAN (tras una campaña defendiendo la posición contraria). Si damos un salto más amplio, vemos la decepción, ya de la generación millennial, con el PSOE en mayo de 2010, cuando Zapatero aprobó un paquete de recortes sin precedentes; quien no se decepcionó entonces lo hizo en agosto de 2011 con la reforma del artículo 135 de la Constitución, que priorizaba el pago de la deuda y la estabilidad presupuestaria (no se entiende el surgimiento de Podemos sin la crítica a esa reforma).
«Ahora la pelea es igual de fratricida pero la esperanza es simplemente sobrevivir»
Cuando surgió Podemos, la ilusión se marchó del PSOE, que era una gerontocracia en decadencia. Al contrario que IU en el pasado, Podemos parecía que tenía posibilidades reales de llegar al gobierno. La decepción no tardó, con las guerras y corrientes internas, la pelea por el liderazgo entre Iglesias y Errejón, el plebiscito delirante que organizó el partido para preguntar a la militancia si le parecía bien que los líderes se compraran un chalet, la escisión en Más Madrid/Más País. Hasta llegar a Sumar, el partido de Yolanda Díaz. Es la candidata de la ilusión. Y por eso la decepción será grande.
La disputa entre Unidas Podemos y Sumar esta semana sobre si acudir o no juntos a las elecciones generales no es muy diferente a todas las anteriores en el seno de Podemos. Es una pelea por los puestos, la posición en las listas, la jerarquía. Es el debate que tanto gusta a la izquierda: estrategia, unidad, coaliciones, pactos, estructura orgánica. Es un debate para cafeteros de la izquierda acostumbrados a las asambleas, las escisiones, la «autocrítica». Ya hay muchos decepcionados: tras una derrota de la izquierda en las elecciones autonómicas, que ha dejado a Podemos tiritando, la izquierda alternativa se mete en disputas orgánicas eternas.
Pero hay una diferencia sustancial con respecto a las peleas de hace unos años. Antes daban un poco igual, o se camuflaban de disputas ideológicas, porque se veían ganadores. Ahora la pelea es igual de fratricida pero la esperanza es simplemente sobrevivir. Sumar tiene muchas más oportunidades de permanecer y tener un papel importante en la oposición de izquierdas que Podemos, que está al borde de la desaparición. Pero es obvio que gobernará la derecha. La sensación es que ambos bandos se disputan un hueco en la foto del hundimiento del Titanic.