El mal
«Los caníbales de extrema izquierda nos frecuentan con la acuciante asiduidad de los anunciantes desesperados sin ni siquiera creer ellos mismos en su mercancía»
Hace unos días, mientras la extrema izquierda se daba de dentelladas e intentaba sacarles los ojos con una cuchara a sus correligionarios, yo gozaba del silencio en la catedral de Palencia con Jesús y Jacobo, viendo un precioso órgano del XVII con ornamentación orientalizante que aún hoy nadie me ha podido explicar. ¿Qué hacen ahí esos dos sarracenos al pie de la enorme caja, con sus turbantes y sendas partituras musicales en las manos? ¿Cuál es su significado bajo el sol bigotudo del centro?
Quedan tantos misterios por dilucidar que no se entiende cómo gente relativamente joven, por lo menos en su aspecto externo, pierda el tiempo tratando de destruir a unos colegas que hace pocos días eran sus hermanos y sorores, según decían entre enormes e agresivas sonrisas. Bien es verdad que la cantidad de abrazos y besos que se propinan, sobre todo las sorores, y las caricias y las zalamerías públicas que se atizan, me han llevado a sospechar que todo es un siniestro simulacro.
Mienten cuando se abrazan, mienten cuando se besan, mienten cuando se acarician la espalda y mienten todas sus sádicas sonrisitas. Me parece que cumplen, sin saberlo, con uno de los más antiguos prototipos misóginos de la historia, el de las mujeres engañadoras, traicioneras y malvadas, las que solo dicen la verdad cuando despedazan a sus víctimas.
Este es uno de los mejores ejemplos que conozco de la banalidad del mal, grupos de individuos que se presentan a sí mismos como héroes sociales, que se pavonean como protectores del débil, del desvalido, del desahuciado, del okupa, del mendigo, que dicen ser los representantes de la superioridad moral, de la grandeza de espíritu, pero en cuanto les tocan el sueldo, el prestigio, el poder o las narices, se convierten en feroces caníbales.
«Es la superioridad moral lo que les permite ser antropófagos sin conciencia de culpa»
Son malvados porque mienten, pero mienten porque son malvados. Y es la superioridad moral lo que les permite ser antropófagos sin conciencia de culpa y ante el estupor de las gentes que sirven para algo. Al fin y al cabo, sólo comen gente impía, desleal y pagana.
La catedral de Palencia es sorprendente. Por fuera no tiene ni un delante ni un detrás. El portal principal está a un lado y pasa casi inadvertido. El enorme y admirable espacio interior está tachonado de objetos singulares muy poco habituales, y tiene una cripta pavorosa que recuerda la de alguna iglesia romana que ha conservado en el subsuelo la gruta y el manantial mitraico de las épocas míticas. A este templo lo llaman «la bella desconocida» porque, en efecto, es una joya apenas frecuentada. Jesús, Jacobo y yo anduvimos por ella más de una hora sin cruzarnos con nadie.
Todo lo contrario de los caníbales de extrema izquierda que nos frecuentan hasta la náusea con la acuciante asiduidad de los anunciantes desesperados, de los chamarileros, de los vendedores de licores salutíferos, de los sacamuelas, pero sin ninguna gracia, con el aburrido gesto de quienes ni siquiera ellos mismos creen en su mercancía.