Probidad
«Mentir, engañar, tergiversar la realidad se convierte en lo habitual, y ser un experto no tiene consecuencias. Son la sustitución de la verdad por «el relato»
Andaba yo rebosante de felicidad, disfrutando de la Feria de Jerez, embarcado en esa euforia arrullada por el sol embotellado que esta maravillosa tierra genera, cuando me abordó de sopetón un querido lector. Sin remilgos, y con profunda convicción me espetó:
¡Alvaro, ya es hora de que escribas sobre la ética y cómo nos están cambiando el panorama… y la gente sin enterarse!
Pese a que en el momento, romper el letargo embriagador del runrún de la fiesta y registrar este comentario en mi cerebro supuso un verdadero puñetazo en el nudo del estómago, ahora se lo agradezco. Porque está claro que existe un grave riesgo de que la eficaz brújula que nos otorgó la cultura cristiana y que ha guiado con éxito a la civilización occidental desde hace un par de milenios se haya visto alterada definitivamente por las corrientes eléctricas que nos rodean en la actualidad. Puede que hayamos alcanzado un punto de inflexión, el mayor grado de entropía del sistema.
¿Ha cambiado la ética definitivamente, o simplemente estamos observando los embistes regulares que sufre nuestro modelo de sociedad a medida que esta se adormece en sus laureles?
Cuando hoy hablo de ética, no hablo de la disciplina filosófica aristoteliana que estudia el bien y el mal y sus relaciones con la moral y el comportamiento humano, sino que me refiero a algo más sencillo: al conjunto de costumbres y normas que dirigen o valoran el comportamiento humano en una comunidad. Es decir hablamos del conjunto de valores que gobiernan la sociedad y las relaciones entre los seres humanos, y de los seres humanos con su entorno.
El pilar fundamental de nuestra cultura y de nuestro modelo de sociedad, la base sobre la que hemos construido la compleja red de interacciones entre los seres humanos, radica lógicamente en la cultura cristiana (hablamos de cultura, no de religión). Recordemos que esta cultura reposa sobre unos sencillos principios de amor al prójimo, respeto hacia los demás, de la familia como núcleo de vida, de la fidelidad como principio en las relaciones humanas, y de la caridad, más unas pautas de comportamiento básicas alineadas con el derecho natural: no robarás, no matarás, no mentirás, etc. La reputación y el honor definían al ser humano. Las líneas rojas estaban muy claras. No era perfecto, había abusos, pero funcionaba y perduraba en el tiempo.
Durante el Siglo XX, es decir hasta hace muy pocos años, marxismo y nazismo, trataron de ocupar el espacio de los valores cristianos tradicionales del mundo desarrollado. Aunque nacieron como teorías económicas, acabaron cómo religiones civiles con vocación de totalidad. Afortunadamente acabamos con ambas, pese a que aun queden tristes rescoldos de ambas teorías en movimientos políticos actuales. Pero, cuando parecía que con la caída del muro de Berlín habían desaparecido definitivamente los totalitarismos (recordemos a Francis Fukuyama y su obra El fin de la Historia y el último hombre) y que el fin del comunismo había supuesto el reconocimiento del liberalismo democrático como única opción viable, aparecieron con renovado brío otros dos enemigos: los malditos populismos (de ambos bandos) y las nuevas religiones civiles. Parece que el sistema operativo político occidental -el liberalismo- se está cambiando por el de la Justicia Social Crítica.
«Estos verdaderos popurrís ideológicos, muchas veces nacidos de buenas intenciones, conforman una amalgama del top-manta de las más sesudas estupideces»
Estos verdaderos popurrís ideológicos, muchas veces nacidos de buenas intenciones, conforman una amalgama del top-manta de las más sesudas estupideces y de las más variadas medio-verdades manipuladas. Estos nuevos lobos feroces se apoyan en renovadas plataformas de propaganda que surgen de los desarrollos tecnológicos y de las redes sociales. Nunca ha sido más fácil destinar contenido propagandístico engañoso específico para cada persona, a través de las pantallas digitales. Todos estos movimientos políticos, y estas religiones falsas diseminan unos principios opuestos a nuestros valores occidentales tradicionales. Hablamos de la imposición de ciertas mentiras como valores intocables, y la praxis de utilizar la falsedad como base de la comunicación política. Mentir, engañar, tergiversar la realidad se convierte en lo habitual, y ser un experto en la materia no tiene consecuencias. Son la sustitución de la verdad por «el relato», es decir que lo que importa es el guión inventado sobre cualquier tema en cuestión pero que parezca sostenerse por hechos para conseguir unos objetivos. Son la reducción de la humanidad a sus instintos animales más básicos.
Por supuesto, todo va aparejado de un falaz revisionismo histórico, fácilmente imponible por el debilitamiento de la cultura cristiana, la educación y la lectura. A su vez, se produce una infantilización de la sociedad que acaba en algunos casos en radicalización. Y en paralelo crecen las enfermedades mentales y las adicciones entre una juventud más confundida (y ojo, que voy a afirmar una cosa que generará bastante debate) al escasear la fe y la convicción de que un mundo mejor es posible. Porque la fe, sin entrar en el debate religioso, solamente pensando en el positivo proceso mental que se desencadena cuando uno tiene un rumbo, es esperanza, y sin esperanza el tablero de la vida se inclina en nuestra contra. De esos lodos vienen esos polvos.
Vencimos los ataques del marxismo y el nazismo en el Siglo XX porque el enemigo estaba en las calles y en las barricadas, llevando a cabo una guerra real y cultural, y por lo tanto era perfectamente identificable. Pero ahora el veneno es subterfugio, se inyecta como si fuera una premisa, y luego recorre las redes, los medios, los colegios, las universidades, las empresas, anidando en las cabecitas de nuestros niños y en las cabezotas de los votantes, hasta llegar hasta nuestros sistemas neuronales.
Si no somos conscientes del lento asedio a los valores que nos definen como cultura occidental, entonces no lucharemos como lo hicimos en el Siglo XX, y acabaremos cómo el Imperio Romano. Los nuevos bárbaros llaman a nuestras puertas
¿Progresismo o autodestrucción?