Elogio y refutación del votante fino
«El ciudadano democrático debería concebirse como un votante melancólico, alguien que sabe que su voto difícilmente producirá los resultados que desearía»
Mucho se ha debatido en los últimos años sobre el espectacular desplome de Cs, partido hoy casi difunto, en las segundas elecciones generales celebradas en 2019; justo es matizar que su masiva pérdida de escaños —de 52 a 10— reflejó asimismo la crueldad con que la Ley D’Hont trata a los partidos pequeños de ámbito nacional en las circunscripciones de magnitud media y pequeña. Pero no me interesa volver a este viejo episodio, cuyas consecuencias están a la vista ahora que el PP se encuentra a solas con Vox a la derecha del PSOE, sino que quisiera fijarme en un tipo particular de votante; uno al que se atribuye cierto protagonismo en aquella singular debacle. Y hacerlo para proponer, tomándolo como referencia, una forma alternativa de afrontar la llamada a las urnas.
Es mérito de José Antonio Montano, columnista en este medio, haber dado nombre a ese tipo ideal: el votante fino. Es aquel que pide a los partidos una firme coherencia en la persecución de sus fines, así como un exquisito cuidado en la selección de los medios que empleará para realizarlos. Y esperando mucho del partido al que por fin se ha decidido votar, el votante fino no dudará en castigarlo con la abstención si defrauda sus expectativas. Huelga decir que no todos los que dejaron de votar a Cs merecen esa calificación; detrás de aquella retirada masiva de apoyo popular no hay un solo estado de ánimo. Pero lo interesante es constatar que, más allá de este supuesto particular, el votante fino constituye una posibilidad latente en cualquier votante que se pare a pensar en lo que hace cuando enfila el camino de las urnas.
En una democracia de masas sacudida por la difusión del estilo político populista y donde la persuasión electoral pasa por el empleo de las herramientas de comunicación digital, no es nada fácil que los partidos y sus líderes estén la altura de las circunstancias. Y lo es menos aún en nuestro país, donde el conflicto político ya se expresaba en dos ejes distintos —el ideológico y el nacional— antes de que las fuerzas de la llamada «nueva política» fragmentasen el sistema de partidos y complicasen la formación de gobiernos. Por lo demás, ni siquiera hace falta recurrir a explicaciones coyunturales: la política es una esfera de la actividad humana cuya general amoralidad —relean a Maquiavelo— propicia fácilmente el desengaño de quienes la observan a distancia.
«El votante fino es un abstencionista que solo ocasionalmente encuentra razones para romper su mutismo electoral»
Al votante fino de carácter vocacional, en consecuencia, nunca le faltarán razones para sentirse contrariado. Se puede incluso formular una hipótesis: el votante fino es un abstencionista que solo ocasionalmente —aparición de un nuevo partido o situación de especial gravedad— encuentra razones para romper su mutismo electoral. ¡Y para colmo, enseguida se arrepiente! Prefiere mantenerse inmaculado a saberse cómplice —aun ínfimo— de alguna barrabasada partidista. Nótese que el votante fino atesora su voto, concediéndole una importancia narcisista de la que objetivamente —grandes números en mano— carece. Pero digamos algo en su favor: si nadie albergara esa ilusión, la democracia representativa colapsaría por falta de participantes. Es más: si solo existieran votantes incondicionales, la democracia sería un espacio claustrofóbico lleno de lealtades fanáticas.
De ahí que yo proponga algo diferente: el ciudadano democrático debería concebirse a sí mismo como un votante melancólico antes que fino en los términos arriba descritos. O sea: alguien que sabe que su voto difícilmente producirá los resultados que desearía; sabedor de que resulta imposible saber qué coaliciones de gobierno serán viables, ni mediante qué compromisos programáticos llegarán a forjarse; y consciente de que ni siquiera el más bienintencionado y competente de los líderes políticos dejará de traicionar tal o cual promesa electoral. ¡Así es la rosa! No hay conciliación posible —fuera del sectarismo ciego— entre la conciencia individual y la acción colectiva. Por eso, la melancolía del votante reflexivo deriva de la conciencia anticipada del fracaso. ¿Para qué entusiasmarse? Tampoco pasa nada: dejemos la esperanza a los jóvenes y asumamos la radical imperfección de una democracia más terrenal de lo que nos gustaría y menos satisfactoria de lo que querríamos.