THE OBJECTIVE
Juan Marqués

El crítico como aguafiestas

«Los críticos, en fin, somos esos ingenuos que tratamos de que el listón de las cosas permanezca todo el tiempo posible en una altura decente»

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El crítico como aguafiestas

El crítico como aguafiestas

Voy a hacer un esfuerzo para ver si por una vez consigo explicarme bien y enfocar el asunto desde el principio: no sé muy bien cómo interpretar que muchos jóvenes escritores se lancen a las librerías con la seguridad total de que tienen derecho a supervisar todo lo que se dice sobre ellos. Apenas han ganado el premio del ayuntamiento de un pueblo segoviano y, con ese primer libro en la mano, se ponen ya a pensar en Estocolmo, lo cual implica que les perturba muchísimo la más remota objeción que les pongas a sus poemas, incluso aunque sea en privado. Y, si escribes sobre ellos en público, no toleran ni que se les avise de una errata, porque eso no entra en sus «planes», creen que no les conviene, y por tanto les deja perplejos, enfadadísimos, convencidos de que les odias y les quieres perjudicar de un modo concreto, calculado, diabólico, y que ya has contribuido fatalmente a arruinarles la carrera intachable que tenían diseñada. A su juicio, cualquier sombra de mancha en su bibliografía secundaria destroza sus expectativas, sean las que sean, y por tanto pretenden intervenir, con diferentes estrategias, para evitar que digas tal o cual cosa o para que, si ya la has dicho, se rectifique. De modo que si antes el mundo cultural entendía como relevante cómo recibíamos y «saludábamos» los críticos un libro, ahora casi hay más atención a cómo reciben e interpretan los escritores las reseñas.

Me ha pasado también con algunas editoriales. Me dicen: «Muchísimas gracias por tu lectura, tan minuciosa, pero qué lástima que hayas dicho lo del capítulo 3: eso impide que podamos difundirla en nuestros canales, como hubiéramos deseado». Esos reproches al capítulo 3 han estado perfectamente argumentados y son, en todo caso, un pequeño pero en un lago de elogios, pero es suficiente para que crean que no la puedan «mover», lo cual, por otra parte, es bueno para el crítico: tal y como yo veo las cosas, salvo excepciones gloriosas ante libros que realmente merezcan una ovación cerrada, un crítico ha de procurar que una editorial jamás pueda reproducir entera una reseña suya, como mucho extractar los párrafos «positivos». No estamos en esto para caer bien a los editores, o para ponerlos contentos, o para no irritarlos. Hay que ser siempre amable, si se puede, y por descontado educado, y explicar siempre bien todo lo bueno y lo malo que se afirme, pero no hay ninguna necesidad de ser simpático o cariñoso. Sin embargo, es frecuente ver que hay algunos reseñistas que se «especializan» en alguna editorial, que se ocupan de todos sus libros, y no hay mucha diferencia entre ellos y esos autores que exaltan babosamente en sus redes todos los libros de un sello, con el objetivo más o menos evidente de pasar a formar algún día, cuanto antes, parte de él. Y está bien, claro, que una editorial utilice en su promoción una reseña ensalzadora, pero no que las reseñas compartan inquietantemente o reproduzcan sospechosamente el lenguaje de la publicidad.

«También hay nuevas corrientes pedagógicas que dicen que cada estudiante es el dueño de su educación»

Nuestros veinteañeros han crecido en un mundo que es toda una exaltación de la subjetividad, con toda la población opinando vehementemente sobre toda suerte de asuntos, y además han visto cómo los políticos, nuestros representantes, se dicen literalmente de todo en los congresos y los parlamentos, de modo que es extraño que encajen tan mal cualquier pequeña colleja, y que sinceramente crean que lo pertinente y lo adecuado es recibir sólo caricias, aplausos, celebración crítica que, por tanto, de crítica sólo tiene lo que conviene hacer creer para guardar las formas. Aunque, por otra parte, estamos en un contexto en el que, por ejemplo, los psiquiatras dicen que ha de ser cada paciente quien «dirija» su propia terapia, y médicos que defienden que los enfermos han de ser los «capitanes de su propia curación», y así han de opinar o incluso decidir sobre medicaciones, tiempos, reposos, ejercicios… También hay nuevas corrientes pedagógicas que dicen que cada estudiante es el dueño de su educación, y que ha de ser él (y no se refieren a universitarios sino a niños) quien tendrá la última palabra a la hora de elegir en qué asignaturas se centra, en cuáles «aprieta», en cuáles se relaja o, en fin, quien vaya viendo si se examina o no y cuándo, y quien decida, como si fuera un videojuego, cuál quiere que sea el nivel de dificultad de cada prueba… Y quizá sea eso lo que en el fondo pasa: los nuevos escritores llegan con la conciencia firme de que tienen derecho a dirigir la recepción de su obra, a conocer y corregir las reseñas antes de que salgan, a cambiar un adjetivo, quitar un comentario, pedir algo más de pasión, que no les hagas la irreversible faena de decir que en su libro está todo bien excepto el título de uno de los cuentos…

Me ha ocurrido: hay quien, a posteriori, me ha escrito para decirme que «jo, yo quería una reseña como esa que le hiciste a Violeta Gil», o «ya podrías haber hablado de mi novela como haces con las de Brenda Navarro»…, como si esto fuera un establecimiento de «crítica rápida», o una oficina de reseñas escritas al dictado del aludido. Libros como ésos salen uno cada seis meses, y para eso está, precisamente, la crítica: para discernir esos hitos de lo bueno, y lo bueno de lo correcto, y lo correcto de lo mediocre, y lo mediocre de lo impublicable o lo escrito mirando hacia las gradas, con docilidad ante todas las modas y sumisión feliz a todas las «obligaciones» de cada época. Si quieres que escriba sobre tu novela como hice con ésas, busca dónde te puedan proporcionar el talento, o la fuerza, o la inspiración, o la suerte, o la oportunidad, o lo que sea que haya condicionado esas obras maestras. Yo no sé dónde lo sirven o dónde lo alquilan, pero recuerden aquello de que «lo que Natura no da, Salamanca no lo presta».

Y esto de «los ambientes» y de la gente que se «auto-compara» con otros autores merece otra reflexión: en el Rastro, es frecuente que quieras comprar un libro, pero que no te lo vendan suelto, sino con otros tres o cuatro de la misma serie, o la misma colección… Son packs indivisibles, dicen, y te has de llevar todo o nada. La crítica literaria, si me quieren ustedes entender, sirve para que eso no pase: no todo es lo mismo, aunque se parezca o vaya junto. Los libros no valen lo que valgan por afinidades personales ni por capilaridad, o por compartir agentes o coincidir en consejos de redacción… De hecho, no funciona así ni hablando de un mismo autor. El nuevo libro de Patrick Modiano, por ejemplo, es una calamidad, tratándose de un autor que, aunque siempre irregular, nos ha hecho felices durante décadas.

En todo momento estoy hablando de mi criterio (que no exactamente de mis gustos), no de ciencia. Que nadie me atribuya, lo suplico, esa caricatura que se hace casi siempre de los críticos como gentes de criterios caprichosos, siempre engolados, invariablemente amargados, que preferimos sacar reproches a encontrar joyas, y a los que no se les puede abordar porque te muerden… Yo no respondo a eso, espero, nada que ver con el crítico gastronómico de Ratatouille. No me considero en absoluto en posesión de la Verdad, sólo explico lo mejor que sé mi perspectiva de lo que leo y lo que veo. Sin mucha brillantez, pero con buena vocación, durante muchos años he hecho todos los deberes que me autorizan para ejercer el trabajo de crítico, e intento hacerlo con honradez. Quizás alguna vez he puesto demasiado bien un libro que no me parecía para tanto, pero no soy tan miserable como para hacer lo contrario. Y no soy creyente, pero me gusta la buena literatura religiosa. Y me aburre muchísimo la literatura erótica, pero nunca afearía esos pasajes a una novela o unos poemas que por lo demás contengan calidad. Quiero decir que no pretendo que la gente escriba para mí, tengo miras amplias y, por otra parte, ya sé que no todo el mundo puede ser Cartarescu, pero creo que, en fin, un poco de autoexigencia general sí puede ser esperable.

No me gusta que esté tan extendida la absurda convicción de que detrás de toda reseña negativa hay un conflicto personal, alguna cuenta pendiente, una pequeña venganza, ganas de hacer daño. En absoluto es así. Para empezar, de las quinientas reseñas que habré escrito en mi vida no hay más de diez que sean abiertamente negativas, y no sólo es porque yo intento ocuparme de lo que intuyo que me va a gustar, sino porque suelo encontrar virtudes en casi todo, casi todo –salvo intrusismos e imposturas evidentes– me parece suficientemente bien, aparte de que ya aprendí en la facultad que todo es texto es siempre relevante, siempre significativo, así que es imposible perder el tiempo leyendo. Así que mi fama de crítico duro o temible es un malentendido que además no me complace. No quiero parecer eso, porque no soy eso, y detestaría serlo. No me he entregado tanto al estudio de la literatura para acabar teniendo fama de criticón, de provocador o incluso de imbécil. Quienes me conocen ya saben…, y debería conformarme con eso, pero reconozco que me fastidia que haya quien pueda andar tan confundido conmigo. Entiendo que aquellos cuyos libros desacredito no queden muy contentos, pero no es justo que las ondas expansivas de esa reseña, sin que ni siquiera haga falta leerla, la conviertan en lo que no fue, y a mí en lo que no soy. Muchos de quienes me escriben anónimos para insultarme por una reseña muy dura me demuestran enseguida que ni siquiera la han leído: ni mi reseña, ni seguramente la novela que fingen defender.

Los críticos, en fin, somos esos ingenuos que tratamos de que el listón de las cosas permanezca todo el tiempo posible en una altura decente, digna, respetuosa con el público. Ésa es la imagen: un grupo de hombres y mujeres medio aplastados, soportando como pueden el peso de un listón que demasiados intereses, encima, quieren hacer que se desplome. Yo diría que existe incluso una conjura de los mediocres: lo disimulan, pero en el fondo muchos de ellos (y muchas de ellas) saben que no están a la altura del maravilloso momento que está viviendo la literatura en español, y se esfuerzan, por un lado, en adular a todo, tanto lo excelente como lo espantoso, mezclarse con todos y todas entre sonrisas, y reclamar después el mismo trato social, la misma recepción crítica, intentar hacer creer que si se coincide en los mismos cócteles o incluso se ganan los mismos premios, la calidad es similar, comparable, un continuum. Pero los críticos, vaya por Dios, estamos también para vigilar eso y evitar esas confusiones, señalar dónde está el talento, el trabajo y la verdad y dónde andan la ambición, la codicia, la tontería, la vanidad o el interés extraliterario, señalar qué hay de genuino o no bajo las cáscaras editoriales, las envolturas, las detestables fajas…

Ya lamento la posibilidad de incomodar a alguien, de verdad, pero no hay que alarmarse, pues el tingladete ese no peligra, sobre todo teniendo la prensa cultural que tenemos (a menudo superior, por cierto, en los periódicos locales o autonómicos que en los de tirada nacional): un crítico no puede impedir nada, y no puede animar mucho. No soy una persona pesimista pero está bastante claro que la guerra provisional está perdida, aunque intentaremos ir retrasando en lo posible esa derrota. A la larga, desde luego, el tiempo será el que mande y el que mejor haga este trabajo de filtración: ¿A quién se lee y se reedita más hoy, a Jiménez Lozano o a Caballero Bonald? ¿A Cela o a Gloria Fuertes?… Consolémonos con esa certeza: dan igual los premios que ganaras, da lo mismo con qué frecuencia llamabas a los periódicos para que te dedicaran páginas y portadas, o a las editoriales para que te editaran antologías que nadie leía… A largo plazo (o incluso a medio, como en esos ejemplos), sólo perdurará lo bueno, sólo sobrevivirá lo verdadero, como ha ocurrido siempre. Es imposible que no suceda así.

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