23-J: votar a cara de perro
«Los partidos han convertido los procesos electorales en situaciones límite, entre el ser o no ser, entre la salvación o la catástrofe. Es la política de la emergencia»
Sueño con el día en el que poder ir a votar sin tener que asumir que mi elección, agregada a las demás, puede significar el desastre porque he votado mal, sin que cada vez que acuda a las urnas tenga que hacerlo a cara de perro, para escoger entre comunismo y libertad o entre fascismo y democracia.
Me preocupa y me irrita esta emergencia permanente en que se han instalado los partidos por varias razones. Pero, quizá, la más importante es que suplanta lo importante con lo urgente. Primero debes salvar la democracia; todo lo demás queda postergado. Es la política de la emergencia.
Por supuesto, no quiero que la democracia sucumba frente a un número creciente de detractores con argumentos cada vez más sibilinos. Pero tengo la intuición de que salvaguardar la democracia de forma efectiva no depende tanto de lo urgente como de ese «ya se verá más adelante» al que se relega lo importante. Es más, sospecho que lo urgente es una excusa que sirve según el caso, o bien para mentir de forma descarnada, o bien para no comprometerse, lo cual suele ser una forma de mentir en diferido.
Jean-François Revel lo advirtió hace ya algún tiempo. La democracia es un régimen basado en la libre determinación de las grandes opciones por la mayoría, y este régimen se condena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que han de dirimir tales opciones se pronuncian en una proporción abrumadora en la ignorancia de las realidades, la obcecación de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera. Y diría que la política de la emergencia consigue precisamente esto, que ignoremos las realidades, nos obceque la pasión y sólo atendamos a polémicas pasajeras. Así es como la otra política, la auténtica, acaba reducida a un juego de espejos, comunismo o libertad frente a fascismo o democracia, donde lo importante desaparece de la vista.
«A la luz de las hemerotecas y los repositorios de audiovisuales, es difícil negar que Sánchez mienta constantemente»
Soy de la opinión de que, en promedio, las personas corrientes tienden a ser más razonables que la mayoría de los políticos… si se les deja y se habilitan las condiciones necesarias para que su sentido común prevalezca. Me consta que esta opinión no es demasiado popular. Se alega que, si la gente fuera sensata, no tendríamos gobiernos tan incompetentes y dañinos como el que ahora soportamos. Pero esto no es así exactamente. La clave nos la proporciona el actual presidente, Pedro Sánchez, cuando niega haber mentido reiteradamente a los votantes, alegando que no mintió pero que sí cambió de parecer; es decir, que reconoce haberles dado gato por liebre. Afortunadamente, a la luz de las hemerotecas y los repositorios de audiovisuales, es difícil, por no decir imposible, negar que Pedro Sánchez mienta constantemente y que lo haga con una desfachatez inaudita, incluso para lo que es costumbre en un político. De ahí que su patética excusa no haya prosperado.
Sin embargo, hay muchos votantes que están dispuestos a comulgar con las ruedas de molino que Sánchez les encaja en el gaznate. Y lo hacen, al contrario que sus incondicionales, que simplemente miran por lo suyo, acongojados por la política de la urgencia; en su caso, para evitar el retroceso en derechos, la emergencia del fascismo y, en definitiva, el apocalipsis democrático.
El próximo 23-J debería servir para desalojar del poder a un presidente peor que dañino. Esto, no me cabe duda, es urgente. Pero creo que lo es aún más volver a poner el foco en lo importante. Porque, por más que Sánchez pueda ser el peor presidente de todos cuantos hemos soportado hasta la fecha, no explica por sí sólo la alarmante deriva de un país en el que, desde hace décadas y por más infraestructuras, hospitales y universidades que se hayan construido, apenas han mejorado las expectativas de la inmensa mayoría o, peor, se han visto mermadas de manera preocupante.
En el debate electoral entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo hubo una anomalía que, para mi sorpresa, no llamó la atención de ningún avezado analista: uno de los cuatro bloques pactados fue Políticas sociales e igualdad. Será que soy un tipo raro, pero un debate en el que uno de los bloques acordados por ambos contendientes es políticas sociales e igualdad más parece el debate de primarias de un partido socialista que de unas elecciones generales donde pugnan visiones diferentes. Si la política de las últimas dos décadas no ha funcionado, ¿por qué ese empeño compartido en mantenerla? Todo tiene su explicación, más allá de la cantinela de que el PP es la derechita cobarde.
Tradicionalmente las opciones electorales se han dividido entre dos grandes formaciones que, en teoría, ocupan posiciones contrarias: un partido progresista y otro conservador. Así, mientras el partido progresista promete más políticas sociales y limitar la libertad económica, el conservador propone lo contrario. De esta forma, la alternancia debería proporcionar idealmente más políticas sociales y más libertad económica y viceversa.
«La alternancia no supone una mejora significativa ni en políticas sociales ni en libertad económica»
Sin embargo, cuando el sistema de representación es capturado por las cúpulas de los partidos y estos dejan de cumplir su función, no sucede así. Con el turno progresista se habrá favorecido a contadas minorías, con un coste muy bajo, pero no se habrá proporcionado al conjunto de los votantes las políticas sociales prometidas. Este incumplimiento se justificará con una coyuntura adversa. Pero, para conservar la lealtad de los votantes, se disminuirán algunas libertades económicas y, como digo, se privilegiará a las minorías más influyentes. Con el turno conservador sucede algo parecido. La promesa de una mayor libertad económica no se cumplirá, apelando también a la coyuntura adversa, pero se limitarán las políticas sociales de forma muy testimonial, con el mismo objetivo que el partido progresista: no perder la lealtad de sus votantes.
De esta manera, la alternancia no supone una mejora significativa, ni en políticas sociales, ni en libertad económica. Al contrario, lo que se produce es una disminución de las expectativas de los electores, la progresiva reducción de recursos económicos y libertades y la perpetuación de una casta política de la que los votantes acaban desconfiando. De ahí que, por mal que se gobierne, resulte tan complicado lograr una holgada mayoría alternativa.
¿Cómo animar el voto cuando a los electores les cuesta ver las diferencias en los resultados? Esa es la incógnita que las cúpulas de los partidos tratan de despejar desesperadamente. Y, a lo que parece, la solución que han encontrado es convertir los procesos electorales en situaciones límite, momentos extraordinariamente dramáticos donde ya no se decide entre programas con memorias que deberían estar primorosamente elaboradas, sino entre el ser o no ser, la salvación o la catástrofe. Esto es, precisamente, la política de la emergencia. Un peligroso juego en los márgenes de la democracia al que todos los partidos, y digo bien, todos, parecen apuntarse, aunque con intensidades distintas y estrategias diferentes.
Que imponga este juego el Partido Socialista o los comunistas no me sorprende. Doy por descontado que seguirán a lo suyo, que es patrimonializar el poder. Echarán mano de lo que sea necesario porque el fin justifica los medios. Pero que la derecha se apunte sí que me preocupa, porque la derecha ni debe ser un simulacro de la izquierda, aun en su forma más simpática, ni tampoco la horma de su zapato. La derecha siempre ha sido distinta y debería seguir siéndolo porque eso es lo que la convierte en alternativa.
Así que sí, sueño con un país más aburrido, menos inflamado y más reposado en lo político, no porque sea un pusilánime o no tenga ideales, sino porque he llegado al convencimiento de que en este juego no hay salida: lo importante jamás será atendido. Siempre habrá alguna urgencia. O la derecha se desmarca y atiende lo importante, sin torearnos con cicateras gestiones económicas o espiritualidades ridículas, o la política de la emergencia podría convertirse en una profecía autocumplida.