Tres trampas tres
«Tras neutralizar una amenaza imaginaria (el regreso al fascismo), la izquierda se sentará ahora a contemplar cómo los nacionalismos acaparan el protagonismo»
Ante el chocante resultado de las elecciones del pasado domingo, se multiplican las interpretaciones sobre lo que ha sucedido y abundan las especulaciones acerca de lo que podría suceder. ¿Quién tiene razón? No lo sabemos. A mi juicio, podemos definir la endiablada situación en que queda la política española —culminación provisional de un deterioro ya prolongado— identificando un conjunto de callejones sin salida que recuerdan a la noción de Trampa 22 popularizada por el novelista Joseph Heller: situaciones en las que alguien, sea cual sea la alternativa que escoge de entre las que tiene a su disposición, se ve perjudicado. Pero no hay una sola trampa, sino al menos tres. Veamos.
En primer lugar, tenemos al PP de Núñez Feijóo. Tan seguro estaba de poder gobernar que se guardó coquetamente el nombre de su futuro ministro de Economía; ahora, derrotado en la victoria, le tocará gestionar el ánimo deprimido de una colectividad frustrada. Parece haber unanimidad a la hora de explicar la movilización final de la izquierda por el miedo a Vox. ¿Acaso le hubiera ido mejor a Feijóo garantizando a los españoles de antemano que nunca pactaría con Abascal, cumpliera o no luego su palabra? Al fin y al cabo, es lo que hizo Sánchez con Podemos y los independentistas. ¡Quién sabe! Claro que Feijóo no podía sostener tal cosa si a la vez pactaba con Vox en Valencia o Extremadura. Deducir de ahí que tendría hoy mayoría suficiente para gobernar si hubiera sacrificado esas regiones, empero, es wishful thinking; entre otras cosas, porque el votante de izquierda no necesita una amenaza real para salir a votar contra el fascismo.
De manera que el PP se enfrenta a un rompecabezas insoluble: si rompe con Vox, no gobernará por carecer de escaños suficientes; si intensifica su relación con Vox, perderá votantes por el centro y tampoco le saldrán las cuentas. Salvo que las circunstancias políticas cambien y ambos reciban un empujón adicional, al tiempo que el votante de izquierda encuentra motivos para abstenerse; o que Vox pierda tantos votos que se haga irrelevante. Nada de esto parece probable, pero quizá estas elecciones aconsejan que abandonemos los juicios tajantes.
«La llave de la Moncloa la tiene un partido de ultraderecha xenófoba y la mitad del electorado parece aceptarlo con naturalidad»
También el votante progresista recorre su propios callejón sin salida. Movilizándose contra la ultraderecha en aquellas comunidades autónomas donde no existen partidos nacionalistas exitosos, lo que quiere decir capaces de extraer rentas y privilegios a los gobiernos nacionales en detrimento de las regiones más pobres, el votante progresista apuntala una izquierda que es hoy más confederal que federal. O sea: al derrotar a su enemigo declarado (la derecha), está fortaleciendo a unos presuntos amigos (nacionalistas y separatistas) cuyo único objetivo es debilitar a la nación redistributiva en beneficio de una «plurinacionalidad» donde siempre ganan los mismos. Tras neutralizar una amenaza imaginaria (el regreso al fascismo), la izquierda que vota en circunscripciones andaluzas, extremeñas, aragonesas o castellanas se sentará ahora a contemplar cómo los nacionalismos periféricos acaparan una vez más el protagonismo político y cosechan los rendimientos materiales que de él se derivan. No es que el votante progresista quiera este resultado; es que el resultado se sigue ahora mismo de su voto de manera natural.
Finalmente, está la investidura de Sánchez. Ha quedado ya claro que su apuesta es encabezar—que no liderar— ese «bloque de poder» teorizado en su momento por Pablo Iglesias: las izquierdas y los nacionalismos. A la manera de un guiño del destino, quieren los números que haya regresado a ese bloque la formación liderada por el prófugo Puigdemont: la llave de la Moncloa la tiene un partido de ultraderecha xenófoba y la mitad del electorado parece aceptarlo con naturalidad. ¡Y luego decimos que España no es excepcional! En todo caso, la encerrona es aquí otra: el reparto de fuerzas en el Parlamento sugiere que, cuando Pedro Sánchez logre ser investido a cambio de quién sabe qué precio, la legislatura será impracticable. ¿O imagina alguien que con semejantes apoyos parlamentarios puede emprenderse ese reformismo inteligente que nuestro país necesita de manera cada vez más acuciante? Si la Unión Europea o los mercados aplican presión sobre la deuda pública, por añadidura, el margen de acción del gobierno será mucho más reducido que hasta ahora y la hipótesis de un gobierno breve no podrá descartarse.
Ni que decir tiene que existe una salida simultánea para todas estas encerronas: el entendimiento entre los dos grandes partidos. Y sin embargo, esa es justamente la que no tomaremos.