Elogio de lo pequeño
«No confundan progreso con gilipollez y háganse un favor a ustedes mismos: no se olviden de vivir que esto se acaba y se lamentarán de haber perdido su vida»
Hay en las cosas pequeñas una recompensa mayor, un retorno de pureza, algo mucho más honesto que en la avaricia de lo gigante y, sobre todo, algo prácticamente accesible a cualquier persona, independientemente de todo lo que no se tiene. Durante los últimos cincuenta años, el mundo ha girado con la pretensión de hacerse más rico, tener un coche más grande, una casa más absurda o las tetas perfectas. Luego resulta que las cosas van por otro lado, porque así es esto de hacer el camino y, cuando hemos perdido la vida entera en sueños de ambición y gastado las horas en la inmunda desidia de querer más y más, uno va y se muere.
Hay un vídeo circulando por internet que me encanta. En él, un tipo le cuenta a otro norteamericano cómo gasta sus horas. Le pregunta el guiri si trabaja mucho al día, y el paisano, pescador, le dice que sí, que pasa dos o tres horas diarias currando en la mar. El americano, ruborizado por la sinceridad del pescador, le dice que por qué diablos sólo pesca dos o tres horas, cuando podría hacerlo ocho o diez y sacarle mucho más rendimiento al asunto. Entonces, le cuenta más o menos su horario, pues después de pescar, le encanta darse un buen paseo por la playa, comer en casa tranquilo y dormirse una buena siesta con su mujer. Luego, a la tarde, si eso, vuelve al muelle para agarrar del mar otra presa, aunque regresa rápido para dedicarle tiempo a sus hijos. Al caer el sol, el arantzale queda con su cuadrilla para tomarse un vinín, o dos, y se va a su casa a cenar con su familia pronto porque los niños crecen y la educación de sus hijos es mucho más importante que el dinero.
El americano, indignado, le dice que está perdiendo el tiempo. Que si en vez de pescar dos o tres horas lo hiciera ocho o diez, podría tener un barco más grande y comprarse otro, incluso. Y el paisano le contesta, —¿y para qué?, pues porque si los dos barcos pescaran también la mitad del día, podría tener una pequeña flota, ¿y para qué?, pues porque si esa flota faenara sin descanso, podría tener una conservera, —¿y para qué?, para que esa conservera se convirtiera en una franquicia, —¿y para qué?, pues para venderla a un gran grupo inversor y pegar un pelotazo de los buenos, —¿y para qué?, pues hombre, con todo el dinero que gane, podría pescar un par de horas por la mañana, luego darse un paseo por la playa, comer en su casa y dormirse una siesta con su mujer. Después, por la tarde podría pescar una horita en el muelle, pasar tiempo con sus nietos y por la noche tomarse un vino o algo con sus amigos jubilados.
Es curioso cómo eso de querer más y más vuelve al punto de inicio cuando no tienes la pretensión de ser el más rico del patio. Las empresas que nos controlan y han convertido a los seres humanos en números y consumistas de mierda nos quieren así, sin vida, y para que les funcionen esas métricas en las que deben crecer un tanto por ciento al año para que sus propietarios sean más ricos a tu costa. Ahora los coches se cambian cada tres años porque resulta que lo bueno y que funciona no es eco, los móviles cuestan un salario mensual pero se cambian cada dos años, la moda se tira a la basura al final de temporada porque no se está tan buena con la del año pasado, y el bar de siempre se ha convertido en una franquicia que se repite cada dos manzanas porque un capullo inventó una fórmula para darte de comer peor pagando mucho más.
Y así con todo. Vivimos en un mundo en el que todo está procesado, desde la carne picada hasta los billetes de avión. Y, mientras tanto, los camellos ahora son empresas y las chutas productos de pantalla táctil que nos hacen tener un cerebro más pequeño al son de una sociedad absurda basada en etiquetas y en la derrota del pensamiento.
«¿De veras se creen que cambia mucho el sol que se esconde al vislumbrarlo desde una silla que desde un sofá mientras le abanican?»
Bancos, empresas de coches, de tecnología, de moda, aseguradoras…; se han quitado la careta para hacer de esta sociedad un rebaño de ovejas que trabaje diez horas al día para pagar la letra del smartphone o del renting del coche autónomo que se sirve de los niños que pican las minas en África de los nuevos minerales con los que se hace la droga del siglo veintiuno. Y todavía quedan imbéciles que se piensan que llegaremos a buen puerto muriéndonos así. Denle móviles a los niños, dejen entrar al dealer en forma de regalo de Navidad y, muy seguramente, pasarán el resto de sus días trabajando como mulas para pagar los tratamientos por haber convertido a los suyos en deficientes mentales al servicio de lo cool y lo antinatural.
¿Acaso no es el mismo mar si te lanzas desde una zodiac alquilada por unas horas que desde un barco de cien millones? O el atardecer, ¿de veras se creen que cambia mucho el sol que se esconde al vislumbrarlo desde una silla de plástico que desde un sofá mientras le abanican?, o el coche, ¿es tan distinto cambiar de marcha al diesel, que dejarse llevar por el coche autónomo que conecta tu smartphone con la luna delantera?
No confundan progreso con gilipollez y háganse un favor a ustedes mismos: no se olviden de vivir que esto se acaba y se lamentarán de haber perdido su vida por querer tenerla un poco más grande.