THE OBJECTIVE
Alfonso Javier Ussía

España en venta

«Todo este embrollo de vivir del dinero de Europa tiene unas consecuencias pésimas en el campo y el pueblo»

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España en venta

Un cartel de 'se vende' en una terraza. | Europa Press

La especulación de los pueblos está terminando con los arraigos de su gente. El dinero de las capitales, el de los empresarios y carreras de parné, obliga a los jóvenes a no encontrar una vivienda en el pueblo donde nacieron, porque sus precios alcanzan cotas imposibles de asumir en dos o tres vidas. Miguel Delibes decía que la infancia era su patria, y para éstos, su patria ha de mudarse a treinta o cuarenta kilómetros de donde se destetaron, pues unos coches carísimos de renting aparcan ahora donde lo hicieron los suyos, y no les llega para cambiar de vehículo cada cuatro años como pretenden los fantasmas que mandan desde Bruselas. Esta praxis termina, además, generando una especie de poblados fantasmas que aguantan once meses al año la llegada de sus propietarios, pues en invierno hace frío en Norteña y la luz es tan corta que los acaudalados veraneantes prefieren largarse a lugares menos naturales que estos prados verdes para comerse las uvas o, simplemente, huyendo del cielo gris que no termina de aclararse porque así lucen el resto del año en vergeles. 

Pasa algo parecido en los barrios céntricos de las ciudades, donde se especula al son de una vida mejor, a base de alquilar cada metro cuadrado al turismo de horas, o para que un extranjero se gaste el dinero que saca de su país blanqueando su vida y la viruta que saca de origen. Todo tiene un limite y no hay gobierno de derechas que no se corra del gusto al ver la billetera del extranjero que pretende subir el precio al resto. Este camino acaba mal, ya lo vemos en las grandes capitales, con franquicias echando a los bares, con vicios enraizados en cada notaría y un crecimiento obsesivo por colocar las casas a los mejores pagadores, en un mercado inmobiliario que permite cualquier práctica. Ningún sentido, ningún orden que salvaguarde lo nuestro y, al poco, tendremos que vivir en las barcazas que los de Albión han inventado como medida disuasoria para la inmigración ilegal. 

Por eso tendemos a ser todos tan iguales, que bancos y empresas consiguen meternos en las métricas del crecimiento para que seamos los números de su próximo finiquito. No entiendo cómo se puede regular este éxodo de lo pequeño, pues sólo me dedico a mirar para contarlo, pero me imagino que tendrá que ver con el derecho de tanteo o algunas medidas que ordenen la avaricia de los que encuentran en el pelotazo, la cultura de su esfuerzo.

«Si esto sigue así, terminaremos por vender hasta el último metro de una España que se rifa al por mayor, mientras nuestros compatriotas se irán a Portugal»

Pronto tendremos villas y pedanías cerradas, con servicios arruinados pues no se puede vivir de lo que dejan un mes al año los veraneantes. Así, panaderos, pasteleros, restaurantes, bares, tiendas locales, mercerías, ferreterías, ganaderos o agricultores, van mellando su forma de vida porque la gente se va disipando en los mapas de cercanías y lejanías, tratando de encontrar un lugar donde vivir, no tan alejado de su patria, pero en el que puedan permitirse el lujo de comer sin necesidad de estirar el brazo y la mano pidiendo limosna, o recibiendo una renta mínima vital como truco trilero ante su pobreza. La artesanía, la riqueza de lo autóctono y todo lo que conlleva la tradición, va dejando paso a gasolineras eléctricas de coches autónomos con pantalla táctil para poder llegar al destino de su avaricia. 

Todo este embrollo de vivir del dinero de Europa tiene unas consecuencias pésimas en el campo y el pueblo. La fruta se trae de fuera sin pasar las exigencias que se imponen a los nuestros, la carne, el pan, la leche o las cebollas tienen los días contados, pues los que mandan imponen aranceles a nosotros mismos mientras se van pagando las rentas del dinero fácil que se imprime cada vez que los bancos nos arruinan. Esa bola de seguir viviendo como si no pasara nada va a conseguir que, muy pronto, pidamos permiso hasta para plantar unas patatas en el huerto de tu parcela, aunque la parcela estará a cien o doscientos kilómetros de distancia de nuestra despensa. 

Mi amigo Samu, por ejemplo, ha conseguido una casa que se puede permitir a cuarenta y cuatro kilómetros de su trabajo, sito en su pueblo de siempre. Al día se hace ochenta y ocho kilómetros para ir y volver al curro, que aún depende de los clientes locales porque es el mejor cocinando pescados en su restaurante de Ruiloba. También porque se levanta a las cinco y media de la mañana para llegar a la Lonja antes que otros, selecciona los peces que su intuición le sopla, y se vuelve a casa a la una de la madrugada después de pasarse quince horas currando para que los demás disfruten. Tiene empleadas a veinte personas, con sus veinte nóminas y sus seguros sociales. Veinte familias que dependen de su sueño y dedicación para que no se abra una franquicia repetida en Ibiza, Marbella, Formentera o Benidorm, donde la comida la traen de a saber dónde y que se cocina sin saber cómo. Alguien lo dijo el otro día, es curioso pero una pizza en Ibiza te cuesta lo mismo que un pescado fresco en Galicia, y si esto sigue así, terminaremos por vender hasta el último metro cuadrado de una España que se rifa al por mayor, mientras nuestros compatriotas se irán a Portugal, a Suiza o Senegal, para ver desde tan lejos esa patria que fuimos en nuestra infancia. 

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