La crisis alimentaria por venir
«La misma sociedad urbana que se queja de la carestía de los alimentos, continúa criticando las inversiones agrarias en regadíos, trasvases, invernaderos o granjas»
Seguimos sin darle importancia a la comida. Curioso y grave. La sociedad europea en su conjunto, y la española de manera destacada, sigue sin preocuparse por su seguridad alimentaria. Y cuando decimos seguridad alimentaria no nos referimos tan sólo a cuestiones de calidad y salud, que también, sino que, sobre todo, lo hacemos en lo ateniente a la cantidad, es decir a algo tan básico y primario como el que se disponga suficiente comida para todos. Después de décadas de abundancia, de riquísima variedad y precios históricamente bajos, la población eliminó a la alimentación de su lista de preocupaciones.
Creyó que los alimentos – sanos, variados, baratos – era algo que surgía por generación espontánea en los anaqueles de los supermercados, sin que aparentemente nadie se preocupara por ellos. La figura del agricultor se devaluó socialmente ante una sociedad urbana que comenzó a considerarlos como simples parásitos, vividores de subvenciones, y enemigos de ese medio ambiente que los urbanitas decían proteger. Al punto llegó el desprecio por el campo, que, durante un tiempo, se le quitó incluso el título de Agricultura al ministerio correspondiente, afortunadamente hoy repuesto, al menos.
Si a esta profunda y poderosa tendencia sociológica le unimos las novedosas dinámicas desglobalizadoras y las de riesgos geopolíticos y de seguridad, el resultado de la ecuación está servido. Habrá menos alimentos y mucho más caros. Quién tenga ojos, que vea y el que avisa no es traidor. ¿Servirán de algo advertencias y avisos? Pues visto lo visto, no. Hasta que no veamos las orejas al lobo, continuaremos dando suicidamente la espalda a un campo que agoniza ante nuestras narices a una velocidad de vértigo.
«Los precios suben por cuestiones de oferta y demanda y por desajustes en los mercados»
Ha bastado que los precios agrarios suban algo – todavía poco para lo por venir – para que elevemos nuestros gritos contra distribuidoras y agricultores, acusándoles de avaricia y desfachatez, jaleados incluso por la demagogia de más de un ministro. Ignorantes. Los precios suben por cuestiones de oferta y demanda y por desajustes en los mercados. Cuando estos funcionaron global y eficazmente, los precios tocaron mínimos históricos. Pero eso, desgraciadamente, ya forma parte de la historia. Los desajustes entre oferta y demanda han llegado para quedarse. ¿Cómo piensan que se consiguió mantener los precios agrarios históricamente bajos durante dos décadas?
Más allá de cuestiones climáticas – en este dilatado periodo y a escala global ha habido buenos y malos años – han sido las dinámicas de la globalización las que permitieron que la humanidad pudiera alimentarse con la mayor abundancia y variedad de lo que hubiera disfrutado en su largo periplo evolutivo. ¿Y por qué? Pues por varios motivos, íntimamente interrelacionados entre sí. Primero, por la especialización y las economías de escala. Cada zona geográfica se especializó en sus producciones agrícolas más competitivas, abaratando sensiblemente sus costos. Si a esto unimos un transporte muy eficiente e integrado, ninguna traba aduanera y gran seguridad en la navegación, ya tenemos el resultado: alimentación barata y abundante en cualquier parte del mundo y en cualquier época del año. Si a estas eficiencias globalizadoras unimos la optimización de las cadenas de distribución internas, fruto de concentraciones en grandes operadores con un fuerte poder de compra y un sistema logístico y comercial muy optimizado, los precios más económicos estaban servidos para una sociedad que los normalizó sin ser conscientes de su anomalía histórica.
Quién quiera conocer lo por venir, debe leer el libro El fin del mundo es solo el comienzo (Almuzara) escrito por el influyente especialista en geoestrategia, Peter Zeihan. En su obra mantiene una provocadora e inquietante tesis. Los buenos tiempos han pasado y nunca volveremos a vivir como lo hemos hecho estas últimas décadas, a pesar de sus crisis e incertidumbres. La globalización – por decisión norteamericana – ha terminado tal y como la conocimos. Eso significará encarecimiento generalizado de productos y alimentos, debido al neoproteccionismo aduanero y, sobre todo, por romperse las cadenas globales optimizadas, especializadas y de escala suficiente.
Pero, ¿por qué EEUU ha decidido finalizar con la globalización tal y como hasta ahora la conocimos y que ellos mismos crearon? Pues por dos razones fundamentales, la primera, porque con estas reglas de juego, China ganaba. Y, la segunda, por agotamiento político interno. Los americanos parecen haber perdido el vigor y la convicción suficiente y necesaria para mantenerse como los sheriffs del planeta, estando crecientemente tentados de replegarse y dejar que cada uno se las arregle como pueda. Y esto, no lo dude, significará más conflictos y menos seguridad en los mares, lo que acarreará, a buen seguro, mayor coste de los fletes y falta de garantía de suministro. Por eso, Zeihan, entre otros pronósticos, anticipa fuerte subida de los precios agrarios y escasez en los países con menos capacidad productora, sobre todo los africanos y del sudeste asiático donde el desaparecido fantasma de las hambrunas podría volver con su ancestral zarpazo de desolación, enfermedad y muerte.
«Mientras el riesgo de carestía alimentaria asoma por el horizonte, seguimos limitando y castigando a la producción agraria»
Se anticipan, con alta probabilidad, crisis alimentarias, sin que el paraguas de la globalización pueda ya paliarlos ni arreglarlos. Y mientras el riesgo de carestía alimentaria asoma por el horizonte, nosotros seguimos a lo nuestro, limitando y castigando a la producción agraria. Y, como muestra, la nueva PAC, un enorme artefacto burocrático empeñado en políticas antiproductivistas. Pues así nos irá, acuérdese bien de estas palabras.
Ya hemos escrito en varios artículos que el campo se vengaría al modo bíblico – con escasez y subidas de precio – de la sociedad urbana que lo despreciaba y castigaba. No nos equivocábamos. Los precios agrarios ya han comenzado a subir y continuarán haciéndolo estos próximos años. Paradójicamente, la misma sociedad urbana que se queja de la carestía de la alimentación, continúa criticando las inversiones agrarias en regadíos, trasvases, invernaderos o granjas. Queremos alimentos variados, saludables y baratos, pero no que nuestros agricultores los produzcan. Y, claro, así no hay manera. Por eso, preparémonos para lo peor. Sólo despertaremos el día que los estantes de los supermercados aparezcan vacíos. O el día que tomar una ensalada de tomate sea tan solo un privilegio de ricos. El hambre es mala, muy mala. Y solo hay una manera de combatirla. Con alimentos producidos por agricultores, ganaderos y pescadores, que no son el problema, sino parte indispensable de la solución.
Precisamos de una estrategia alimentaria, al igual que existe, por ejemplo, una estrategia energética, española y europea. Sorprendentemente, ni está ni se le espera. Nosotros insistiremos con la esperanza que no sea la venganza del campo la que despierte dolorosamente a una sociedad que aún desea alimentos sin agricultores. Y, eso, amigos, no funciona. Y si no, al tiempo, que arrieritos somos…