THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

A qué suena y a qué sabe agosto

«Agosto es una droga de acción lenta que no surte efecto inmediato. Por eso propongo algunas lecturas, músicas y recetas que me gusta revisitar año tras año»

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A qué suena y a qué sabe agosto

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Si aspiran a perder el tiempo, que es lo que deberían estar haciendo en el corazón de agosto, sigan leyendo, que les garantizo que se lo haré perder. Quizás cayeron aquí buscando el chute diario de opinión con la que reafirmar sus filias o sus fobias, para ello a mi alrededor habrá otras columnas hablando urgentemente de política, sin duda un asunto candente que este verano se ha inmiscuido de manera extemporánea en esta zona del año en la que nadie debiera saber qué día de la semana o qué hora es. Según escribo esta frase es 15 de agosto, a ustedes les llegará un par de días más tarde, pero si por fortuna están en el estado mental donde merece la pena estar, les debe de dar igual que sea el 15 o el 18, el martes o el jueves, así que dejémoslo en que en esta columna es siempre 15 de agosto, un día que en Italia tiene un bello nombre, ferragosto, y en el que el tiempo, los relojes, las nubes y hasta los insectos realmente se detienen.

Agosto, ya se sabe, es una droga de acción lenta que no surte efecto inmediato, se requieren al menos siete días para empezar a notar los primeros síntomas de desconexión, y dos semanas para llegar al pico de la experiencia en que por fin todo nos da igual excepto la temperatura de la cerveza, el rebozado del boquerón, el recodo del camino desde donde vemos el atardecer y la cala donde nos daremos nuestro próximo chapuzón. Los que hayan podido tomarse el mes entero, llegarán ya a ferragosto desfogados, bien bebidos y bailados, cansados quizás de ser siervos de Baco, de hablar con tanta gente y de alternar, han llegado pues al punto propicio para entregarse a la contemplación. Por eso propongo algunas lecturas, músicas y recetas que me gusta revisitar en este preciso momento, año tras año.

Una película

La película para el ferragosto siempre es la misma y transcurre precisamente en el día de ferragosto en Italia: Il Sorpasso, de Dino Risi (1962). La pueden encontrar en Filmin, como todas las cosas buenas. La he visto ya unas cuantas veces y no consigo entender si estamos ante una comedia o una tragedia desoladora. En ese sentido, le pasa lo mismo que a agosto, que a ratos es el mes más divertido del año, y de repente se convierte en el mes más triste, aquel paréntesis que nos presenta el resto del año como un gran fracaso, y que nos coloca frente a la vacuidad de nuestras aspiraciones de felicidad. En esta gran road movie, Vittorio Gassman encarna a Bruno, un eterno adolescente que se aproxima a la cuarentena. Un jeta simpático y egoísta, seductor, con una ansiosa avidez de placeres, que recorre en su descapotable una Roma vacía en busca de tabaco y un teléfono para llamar a alguien con el que seguir o comenzar la fiesta.

En esas avista al joven Roberto (Jean-Louis Trintignant) por una ventana abierta de un piso, un tipo empollón, reflexivo y prudente que vive el verano encerrado en su casa de Roma preparando unos exámenes y le pregunta si puede usar su teléfono. Bruno le pide que le deje subir a su casa a usar el teléfono, y como es un tipo que no soporta estar solo, termina por arrastrar a Roberto para que le acompañe en su búsqueda de juerga, sexo y diversión. En su viaje improvisado se juntan el tipo que no sabe parar nunca con el tipo que no sabe arrancar, el que pisa el acelerador y el que pisa el freno, el que no sabe mirar hacia dentro con el que no sabe mirar hacia fuera. Ninguna película me ha definido mejor las diferentes actitudes hacia las ganas de vivir y la persecución de los placeres de la vida que agosto nos provoca.

Un libro

El verano, de Albert Camus. Es una breve colección de ensayos autobiográficos que en su día publicó en un pequeño formato Alianza, y que hoy está disponible junto a otros ensayos recopilados bajo el título de Bodas y El verano. Estos ensayos están conectados entre sí por el tono, la mirada y el espacio-tiempo que el autor observa y celebra, que no es otro que el paisaje de los veranos de su infancia y la juventud, en este caso, en la Argelia francesa en la que creció Camus. Es difícil explicar de qué van estos ensayos, dejémoslo en que sobre todo son un ejercicio de la mirada fluyendo y derramándose sobre aquel paisaje memorizado en las horas alegres de la vida. Conviene leer El verano poco antes del verano, este texto predispone a un disfrute pausado de la luz del mar, de la roca, de la playa, de todo lo permanente que da paz, y por eso nos limpia los ojos, los oídos y todos los sensores para extraer de aquella vista que nos ofrezca el verano la llama que alumbre en la oscuridad de tiempos más fríos y pesados. 

Es en este libro en el que aparece esa frase tan sobada y tan mal citada de Camus sobre el verano invencible: «Volvía a descubrir en Tipasa que había que guardar intactas dentro de uno mismo una frescura, una fuente de alegría; amar el día que escapa a la injusticia y volver al combate con esa luz conquistada (…) Yo había sabido siempre que las ruinas de Tipasa eran más jóvenes que nuestras obras en construcción o nuestros escombros. El mundo empezaba allí cada día con una luz siempre nueva. ¡Oh, luz!, ése es el grito de todos los personajes enfrentados, en el drama antiguo, a su destino. Ese último recurso era también el nuestro y ahora yo lo sabía. En mitad del invierno aprendía por fin que había en mí un verano invencible».

Una canción

El verano tiene siempre su canción, que en mi caso jamás es esa que la radiofórmula nos propone machaconamente para sacar a bailar hasta el más torpe o la más acomplejada. Es decir, no hablo del Tractor amarillo, Macarena o Despacito, sino de aquella otra canción que suena a verano, que tiene la cadencia de un día cálido y sin propósitos, abundante en promesas de felicidad, aquel ritmo que le traslada a uno directamente a mecerse en una hamaca, una melodía en la que se siente la brisa del mar y que induce el deseo de un cóctel frío. 

Ese efecto me lo producen unas cuantas canciones, pero selecciono aquellas que a través de los años conservan para mí, sin desgaste alguno, su poder evocador. Una de ellas es Coumba de la Orchestra Baobab, hay algo profundamente estival en ese coro de senegaleses que dice lo que todos esperamos que nos diga aquella persona a la que amamos al principio de esta estación: «ç’est toi qui m’avait dit que j’étais la lumière de ta vie, ç’est toi qui m’avait dit que le ciel serait toujours bleu» (eres tú quien me dijo que yo era la luz de tu vida, eres tú quien me dijo que el cielo sería siempre azul). Luego, como no podía ser de otra manera, está Summer on a Solitary Beach del inmenso Franco Battiato, cantante que me hace preguntarme si estaba de broma o muy en serio, si tenía mucho sentido del humor o era totalmente inconsciente de que se movía en un peligroso lugar al borde de la cursilería y la autoparodia. En todo caso, Battiato siempre me hace viajar a un lugar más amable, donde se pierde ya el miedo al ridículo y se flota en un firmamento New Age donde solo brilla lo bello. Si me pidieran que bautizara un hotel de playa, le pondría aquel que menciona esta canción: a wonderful summer on a solitary beach. Against the sea, Le Grand Hotel Seagull Magique.

Me gustan también las canciones que describen y celebran un locus amoenus, ese lugar mítico donde todo el mundo es feliz y el verano es eterno e incorruptible. Una de ellas es un viejo tema de reggae de la cantante Marcia Griffiths, y que tiene por título Dreamland. El reggae es claramente un estilo de música horizontal, que mata la prisa y lleva inmediatamente a ver la sombra de una palmera, el chiringuito y el aroma de un canuto humeante, pocas músicas más veraniegas. En esta la letra se describe un país de Jauja donde comeremos de los árboles, las abejas nos darán su miel, contaremos las estrellas del cielo, y nunca moriremos: We’ll get our breakfast from the tres, We’ll get our honey from the bees, We’ll take a ride on the waterfalls, We’ll count the stars in the sky. And surely, we’ll never die.

Por último, esta la canción Mozambique, una no demasiado conocida de Bob Dylan, que también puede catalogarse dentro del tema del locus amoenus. En ella Dylan representa al país africano de una manera totalmente idealizada, la fantasía que todos tenemos de un lugar exótico donde el amor será posible, donde bailar no nos costará, donde el agua es turquesa y sobre todo, donde al final podremos ser libres, porque desde que íbamos al colegio el verano estaba para eso mismo, para sentir por un rato que éramos libres: And when it’s time for leaving Mozambique / To say goodbye to sand and sea / You turn around to take a final peek / And you see why it’s so unique to be / Among the lovely people living free / Upon the beach of sunny Mozambique.

Una receta

Esta es una ensalada muy sencilla y no tiene elaboración alguna, pero es imposible tomarla en ninguna otra época, y jamás está más rico que en ferragosto. Consiste en hacerse con el mejor tomate de huerta que se pueda, esperar hasta que esté intensamente rojo y ya blando, córtalo en gajos y combinarlo con higos. Les echo encima un chorro de lima exprimida y otro de aceite, un poco de sal de escamas y me lo tomo tal cual. A veces le añado algo de cebolleta y perejil, pero ni siquiera lo necesita. No es que sea una gran ensalada, pero ambas frutas para mí contienen en sí mismas al verano, lo simbolizan, de modo que cuando las muerdo siento que me como al propio verano, y su espíritu me posee. Es un acto de psicomagia que les recomiendo, con la esperanza de que alcancen la felicidad que todos anhelan en estos días.

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