THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

Zapatero y el idealismo de alto riesgo

«La izquierda ha olvidado que el nacionalismo es un síntoma más de esa enfermedad que también provoca dolencias como el machismo o la xenofobia»

Opinión
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Zapatero y el idealismo de alto riesgo

El expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. | EFE

Hace ya tres años, el expresidente Zapatero hizo unas declaraciones en las que pedía que hubiera ministros independentistas en el Gobierno de España. Para apoyar esta idea compartía una reflexión: decía algo así como que al implicar a políticos independentistas en la gobernanza del país, estos cambiarían de perspectiva, superarían sus traumitas con todo lo español y verían cómo este país incorregible podía cambiar a mejor gracias a ellos. Zapatero siempre me ha parecido un gran optimista, tanto que me resultaba incomprensible cómo un visionario con una confianza tan enorme en el lado luminoso del ser humano había logrado abrirse paso por la estructura piramidal de un partido, esquivando zancadillas y pullas hasta hacerse con el poder de una manera que parecería accidental, casi como el borracho en el wéstern, que atraviesa incólume la cantina donde vuelan las sillas, las botellas de whisky y donde se tirotean los forajidos, inconsciente de lo que ocurre a su alrededor.

A la vez que Zapatero hacía estas declaraciones que hoy le acreditan como verdadero profeta, apareció en la prensa esa misma semana la truculenta historia de un catedrático alemán de psicología llamado Helmut Kentler, que en los años sesenta convenció a las autoridades de Berlín Oeste para que autorizaran una terapia experimental que tenía como loable objetivo curar a los pedófilos y evitar de esa manera que volvieran a abusar de niños. La terapia tenía una lógica sencilla, que era dar a los pedófilos niños en adopción, para que de esa manera se implicaran en las tareas propias de un padre, con la esperanza de que el afecto paternal se impusiera sobre las inclinaciones pedófilas y de esa manera, los abusadores se reformaran y los pobres huérfanos que caían en sus manos, hallaran un padre que los quisiera. En esa década prodigiosa este tipo de experimentos se podían plantear, más en un lugar como Berlín Oeste donde era imperativo reinventar al ser humano desde el idealismo más optimista. Ustedes que si no son ya perros viejos, al menos son perros posmodernos, pueden imaginarse cómo acabó el proyecto Kentler para los niños adoptados. 

Al leer ambas noticias, no pude evitar la percepción de similitudes en ese idealismo de alto riesgo que manejan tanto Kentler como Zapatero, y que consiste en curar a alguien con un impulso de destrucción poniéndole al cargo de aquello que quiere destruir.

El otro día un colaborador del presidente me preguntaba, ¿qué hacemos con esos millones de personas que han elegido ser representados por partidos independentistas? ¿Los mantenemos siempre alienados del sistema y fuera del gobierno? La pregunta es importante y de muy difícil respuesta, yo al menos no tengo una, le dije. Pero añadí que para responder bien a esa pregunta habría que considerar también qué hacemos con los millones que votan a un partido antisistema como Vox. Los dos nos encogimos de hombros.  

«Resulta asombroso que entrados en el siglo XXI los nacionalismos sigan gozando de prestigio»

Compruebo con asombro estos días que muchos de los votantes del PSOE con los que hablo, se tragan sin ningún problema la pastilla de esta lógica de Zapatero, que ciertamente se hace fácil de paladear cuando se encapsula con la sabrosa retórica de la resistencia antifascista, pero yo ya les prevengo que una vez tragada la pastilla y disuelta la cápsula antifascista, el contenido va a repetir, y se van a pasar un buen rato eructando con un sabor bastante pestilente, que es el sabor del nacionalismo. En algún momento la izquierda española se ha olvidado de que el nacionalismo no es sino un síntoma más de esa enfermedad terrible que también provoca otras dolencias como el machismo, la homofobia o la xenofobia —a menudo todo ello brota junto, como es el caso severo de Vox—.

En algún otro momento, la izquierda española ha fabricado el consuelo de que hay nacionalismos buenos, o por lo menos, tolerables, con los que es preferible pactar un gobierno antes que hacerlo con el PP. Esta ficción disparatada la ha facilitado el PP de la manera más torpe, al dejar en una ambigüedad deliberada las preguntas que todos les hacíamos sobre su relación con Vox, porque era importante saber hasta qué punto estarían dispuestos a dejarles entrar en el Gobierno para desde allí tratar de destruir consensos amplios y transversales de la sociedad en cuanto a derechos civiles, libertades sexuales, emergencia climática y convivencia con los inmigrantes.

Resulta asombroso que entrados en el siglo XXI los nacionalismos sigan gozando del suficiente prestigio como para que a los partidos centrales les siga resultando más fácil encontrar espacios para el acuerdo con ellos que entre sí. Sobre todo, cuando sabemos bien cuáles son los indisimulados fines últimos de estos partidos nacionalistas, que terminaremos por pagar con mucho dolor: diferenciar a las personas entre ellos y nosotros, imponer lenguas e identidades, construir fronteras, repartir títulos de traidores y quebrar la solidaridad entre regiones (unos entre regiones de España y otros entre regiones de Europa). 

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