THE OBJECTIVE
Jorge Vilches

Víctimas de los nacionalismos

«El nacionalismo es otro colectivismo que discrimina y entierra así la libertad y la igualdad. Da igual que sea vasco, catalán, gallego o español»

Opinión
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Víctimas de los nacionalismos

Arnaldo Otegi, líder de EH Bildu (izq); Pedro Sánchez, presidente del Gobierno en funciones; y el expresident catalán Carles Puigdemont. | Europa Press

Los nacionalismos son el elemento distorsionador de la democracia actual, aunque no en exclusiva. Para empezar, si los dos grandes partidos, o los cuatro, contando con Vox y Sumar, se negaran a componenda alguna con cualquiera que pretenda romper el país y su orden constitucional, no habría problema alguno. Pero esto es realismo mágico, pura ensoñación en un mundo de competición sin límites.

De ahí que, desechada la fórmula ideal, «cursi» diría Miguel Mihura, y aceptado que España y nuestros partidos son así, no queda más que lidiar con lo existente. 

Es cierto que el Estado de las Autonomías es una estructura mal hecha. Un sistema democrático no se construye sobre la provisionalidad constante de lo básico, de lo político, de los fundamentos del mismo orden legal. Asumido el carácter provisional de las instituciones, como hacen el PSOE, la extrema izquierda y los nacionalistas, lo antisistema es pedir su congelación. Además, ese movimiento continuo es en una única dirección: la disgregación. 

«El Estado de las Autonomías es una estructura mal hecha. Un sistema democrático no se construye sobre la provisionalidad constante de lo básico, de lo político, de los fundamentos del mismo orden legal»

Esa dirección obligatoria hacia la secesión de las partes es, por un lado, el dogma intocable del sistema, que consiste en dar por bueno que es mejor aumentar las cuotas de autogobierno. Esto supone que a mayor independencia de las partes, de las regiones autónomas, mayor felicidad de sus habitantes y más acercamiento a lo que tiene que ser. Es como si el sistema estuviera en marcha hacia una estación final, que es la creación del Estado nacional donde antes había una autonomía. 

Por otro lado, esa dirección obligatoria se debe a la labor de los gobiernos autonómicos. La fortaleza de esos ejecutivos ha estado en la creación de un discurso localista propio reforzado por la construcción de una red clientelar. Esto ha llevado a rebuscar en el pasado costumbres, creencias y hablas o lenguas que permitieran la diferencia con el resto. Esos gobiernos han creado identidades colectivas para reforzar su poder en la localidad. Y ahí ha corrido el dinero público a espuertas: la primacía de lo local frente a lo general se ha convertido en lo moderno y justo, en el dogma. 

No olvidemos un tercer factor en esa dirección obligatoria: la ley electoral ha permitido una sobrerrepresentación de los nacionalistas que ha condicionado la formación de mayorías parlamentarias y, por tanto, las investiduras. Esto ha permitido el chantaje de minorías independentistas por obra y gracia de los partidos nacionales españoles. La única vez que un partido reaccionó a la bajada de pantalones fue el PSOE en octubre de 2016, cuando echaron a Sánchez por hacer lo que perpetra ahora. No hay otro caso ni lo habrá. 

Estamos en un mundo en el que se premian las identidades colectivas, en el que no se es nadie sino hay una identificación con un grupo reivindicativo y, por tanto, conflictivo. Hemos pasado de demonizar el individualismo a santificar a los colectivos, destruyendo así la natural independencia humana. Cualquier opinión o acto enseguida es etiquetado como perteneciente a un grupo a favor o en contra de alguien, y no se concibe la individualidad, el libre albedrío, la autonomía. 

«Estamos en un mundo en el que se premian las identidades colectivas, en el que no se es nadie sino hay una identificación con un grupo reivindicativo y, por tanto, conflictivo»

¿Qué colectivos? Las naciones, las clases y los sexos o géneros (esto último todavía lo están discutiendo mientras se purgan y excluyen enarbolando banderas y purezas). La justicia o la libertad se juzga por la pertenencia a un colectivo. 

Es el caso absurdo de que sea noticia que las pruebas para bombero sean iguales para hombres y mujeres. Los memos de la censura woke lo ven como una «injusticia», soslayando que la esencia de la oposición es para dotar a un servicio público, para el que se quiere a los más cualificados. Si fuera una empresa privada, allá ellos y sus clientes si quieren una plantilla inclusiva, pero al ser un servicio público no debería haber discriminación por sexo, raza, religión, lugar de nacimiento o creencias políticas o medioambientales. Esos críticos no dicen lo mismo, por ejemplo, de las oposiciones a profesor de secundaria o a correos, donde son todos iguales. 

Para volver al inicio. El nacionalismo es otro colectivismo que discrimina y entierra así la libertad y la igualdad. Da igual que sea vasco, catalán, gallego o español. Las naciones son sujetos temporales porque nacen, se desarrollan y mueren, que resultan instrumentos para la ordenación de una población bajo un poder con forma de Estado, y poco más. Es un sistema de dominación basado en la fe y en la relegación del resto, en la visión supremacista, en irracionales comparativas, y muy distinto al patriotismo, que es una actitud sin exclusiones previas ni prejuiciosas. 

No es posible imaginar una España sin nacionalismos. Es un país colectivista, cuyos habitantes ansían la inclusión en un grupo o varios como forma de ubicarse en este mundo. Antes era la nación española y el catolicismo, hoy son los nacionalismos periféricos, junto al español, la sexualidad, y una en decadencia, el obrerismo, defendido por la izquierda pija, como Yolanda Díaz. El colectivo es la salida sencilla al problema de la existencia. Somos los campeones mundiales en proporcionar ofertas colectivistas, pero no granjean paz a la conciencia activa, sino más conflicto y desánimo. Y el peor de esos colectivismos es el nacionalismo. 

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