Rubiales y el auto de fe
«La opinión pública, jaleada por una presión mediática incansable y monocorde, ha asumido que el beso de Rubiales no sólo es reprobable, sino delictivo»
Los únicos españoles que consideran que Luis Rubiales no tiene motivos para dimitir pertenecen a la familia Rubiales. Aunque ni siquiera él se aclara sobre lo que ocurrió. A primera hora, el beso fue un gesto espontáneo, y días después pasó a ser un acto verbalmente consentido («¿un piquito?»). Fuimos «pringaos» quienes lo criticamos la noche que ocurrió, y horas después nos dio la razón en un video-disculpa mal grabado en el aeropuerto de Doha. El viernes, en aquella comparecencia testicular, volvió a negar cualquier culpa, amparándose en que Hermoso consintió el beso. En esa excusa cabe la carga acusatoria: el presidente de la Federación ofreciendo un beso a una jugadora es, en sí, motivo de dimisión. Pero quizá lo más obsceno sean las presiones a las que sometió a la jugadora para que lo exculpara en público. Rubiales es un indigno presidente de la RFEF y que haya sido inhabilitado antes de dimitir es una vergüenza nacional. Pero no es la única.
En primera instancia, el beso fue recibido en los medios con indiferencia (la Cadena Ser no lo mencionó en los seis minutos de conversación que mantuvo con Rubiales aquella noche) e incluso con simpatía (La Sexta lo celebró como un gesto de euforia). Es difícil precisar qué detonó lo que vino después. No importa. Prendió la hoguera y la indiferencia devino en incendiaria indignación. En la hoguera prendieron las turbas sus antorchas y desfilaron en busca de infieles. Ahí empezó la segunda vergüenza nacional.
«Los taxidermistas se disputan al machista, hereje de nuestro tiempo, donde todavía pesa más el pecado que el delito»
La opinión pública, jaleada por una presión mediática incansable y monocorde, asumió que el comportamiento de Rubiales no sólo era reprobable, sino delictivo. Una agresión sintomática de la violencia sistémica que sufren todas las mujeres. Asumido el dogma, se convocó el auto de fe, asfixiando toda posibilidad de debate racional. Por supuesto, no se trataba de denunciar el vicio de Rubiales, sino de exhibir la virtud propia. Una turba la componen un par de fanáticos, un puñadito de oportunistas y unos cientos de cobardes. Y la fe del cobarde, como la del converso, es la más agresiva. Son los primeros en pasar lista y señalar como apóstatas a quienes no se hayan adherido a la moral oficial. Los últimos en sumarse han sido sus otrora valedores, repentinamente conscientes de que aplaudían a un cadáver.
Incluso la FIFA —la misma que ha organizado un mundial en Qatar, paraíso del feminismo— se ha sumado al fervor colectivo, arrogándose competencias para limitar los derechos fundamentales de Rubiales. Por supuesto, la instituciones del Estado no han actuado para frenar el desbordamiento emocional y la sed inquisitorial. Los mismos políticos que ignoraron anteriores trapicheos de Rubiales, hoy se rifan su cabeza. Los taxidermistas se disputan al machista, hereje de nuestro tiempo, donde todavía pesa más el pecado que el delito.
Señalar a Rubiales es compatible con señalar los excesos de la turba. Para los petimetres de la moral, no hay mayor enemigo que quienes criticamos que se soslaye la presunción de inocencia y el derecho de defensa del denunciado. Ignoran, claro, que no estamos defendiendo a Rubiales, sino el sistema de garantías que debe imperar en aquello que se llamaba «Estado de Derecho».