Los minutos del odio
«Lo sucedido con Rubiales pone en evidencia la degradación que se ha hecho carne no sólo en la política o en los negocios, sino también en la sociedad»
Nuestro defecto capital no es la envidia. Eso, si acaso, es consustancial a otro más temible: el cainismo. Es por cainismo que estamos tan predispuestos a señalar en nuestros iguales los vicios y pecados que, en realidad, compartimos o, en el mejor de los casos, consentimos. Un ejercicio de hipocresía que nos ayuda a sobrellevar las propias miserias, a convertir en problemas sociales nuestras carencias.
Así se explica que, a cuenta de un caso tan vergonzante como el de Rubiales, produzcamos toneladas de bilis. Son los minutos del odio que tan acertadamente escenificó George Orwell en su novela 1984, y que de forma oportuna me señalaba José Luis González Quirós, sólo que en nuestro caso no odiamos a un enemigo imaginario: nos odiamos mutuamente. Y lo hacemos con tanta furia que estamos dispuestos a llevarnos por delante no ya a un patán, que seguramente lo merece, sino a la propia convivencia.
Entretanto nos detestamos mutuamente, esta España de alcahuetes tiene el dudoso honor de ser uno de los poquitos países europeos con los salarios más bajos que hace 10 años. Una década. No lo digo yo, lo dice la Oficina Europea de Estadística, más conocida como Eurostat. Lo que se traduce en que los jóvenes españoles tienen muy difícil progresar en sus carreras. Así se hacen mayores y, cuando miran atrás, comprueban estupefactos que no se han movido del sitio, incluso, si se descuidan, que han retrocedido. De alguna manera, hemos regresado al pasado, cuando el común de los españoles asumía resignado que el traje que a duras penas podía comprar para el día de su boda acabaría siendo también su mortaja.
Con todo, lo peor es que si ampliamos el margen a dos décadas, comprobaremos que los salarios apenas han crecido un 5%. Esto significa que, prácticamente, nuestra prosperidad no ha mejorado lo que llevamos de siglo. Los únicos que se salvan son el sector público, por poco, y los pensionistas, con más holgura. A esto hay que añadir que si bien antes, cuando recogíamos los frutos del baby boom, el sostenimiento de la pensión de un jubilado recaía sobre siete trabajadores en activo, hoy ese número a punto está de redondearse en sólo dos trabajadores. Todo esto sucede, además, en un Estado que los dos últimos años ha estado gastando cada día 270 millones de euros más de lo que ingresaba… ¡270 millones cada día! Imagínese, querido lector, lo que podría hacer gente competente con una línea de crédito semejante.
Sin embargo, ese portento de la justicia social, la oratoria y las lenguas extranjeras llamada Yolanda Díaz ha concluido que el problema del empobrecimiento de los españoles son los márgenes de beneficio de las empresas. Y esto lo afirma quien ha estado a los mandos de la corporación más grande de todas, el Estado, que se ha hecho de oro a costa de no deflactar el IRPF: es decir, a costa de explotar a los trabajadores. Para colmo del escarnio, lejos de reducirse el déficit con los ingresos excepcionales que la inflación ha supuesto para la hacienda pública, la deuda ha seguido aumentando. Lo que demuestra que, para los desgarramantas que manejan lo público, incrementar los ingresos sólo sirve para una cosa, para derrochar más.
«El ‘caso Rubiales’ es un espléndido cuadro costumbrista de un país sumido en la corrupción, en la hipocresía y en un cainismo sin piedad, sin compasión alguna»
Es verdad que a priori el caso Rubiales puede servir para distraer la atención de lo importante, es decir, de cómo España se va al garete. Pero, si aguzamos la vista, comprobaremos que este estomagante asunto es un ejemplo extraordinario de todo lo que funciona mal en España. Primero, porque evidencia que una entidad privada como la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) padece exactamente el mismo mal que ha consumido a los partidos políticos: la selección adversa. Tampoco en la RFEF llegan arriba los mejores, por capacidad y conducta, sino los que menos escrúpulos tienen, los más dispuestos a llevárselo crudo repartiendo con otros para así poder actuar impunemente.
Segundo, Rubiales gozaba de los parabienes del Partido Socialista, lo que demuestra que, en España, la línea que separa lo público de lo privado es apenas distinguible. Y tercero… Bueno, lo tercero es más complejo y triste, porque pone en evidencia la degradación que se ha hecho carne no sólo en la política o en los negocios, sino también en la sociedad.
Fue el exministro Carlos Solchaga quien, en los años 80, pronunció la celebérrima frase: «España es el país del mundo donde más rápido puede uno hacerse rico». Lo que rápidamente se resumió en que quien no lograba hacerse rico era idiota. Esto, a su vez, desembocó en una conclusión: puesto que la corrupción era el camino más rápido y accesible para llenarse los bolsillos, había que ser muy pringado para ir contracorriente.
Aquí llegamos al fondo del asunto. A esa sima donde el detrito de las últimas décadas se ha ido depositando lentamente hasta formar un fango que ha acabado por ensuciarnos a todos. Porque no nos engañemos, hoy raro sería el tipo que, alcanzando la posición de Rubiales mediante los mismos méritos y recursos, porque son los que funcionan, no acabara siendo tanto o más patán que el propio personaje. Como también sería extraño que cualquier persona sobreexpuesta a la opinión pública, como lo está Jenni Hermoso, no llegara a la conclusión de que la honestidad resulta peligrosa, que lo conveniente es amoldarse a las exigencias de quienes llevan la voz cantante.
Los españoles adultos deberíamos haber enseñado, a ser posible con el ejemplo, no sólo a Jenni, sino a otros más jóvenes que, cuando la vida pone a prueba nuestro carácter, hay que procurar mantenerse firme porque, de lo contrario, se corre el serio peligro de acabar siendo sacrificado en el altar de los telepredicadores. Y me pregunto, ¿qué ejemplo hemos estado ofreciendo a los que venían detrás para que patanes y justicieros puedan abusar de ellos a capricho hasta convertirlos en víctimas propiciatorias?
No, desgraciadamente el caso Rubiales es más que una distracción. Es un espléndido cuadro costumbrista de un país sumido en la corrupción, en la hipocresía y en un cainismo sin piedad, sin compasión alguna. Un país tan desquiciado que ha olvidado y, por lo tanto, no puede enseñar a sus hijos que los actos tienen consecuencias. Un país, en suma, donde lo que importa es que cada cual se salga con la suya. Para todo lo demás, nos quedan los minutos del odio.