THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

De besos robados y feminismo

«El dizque feminismo imperante gana a un coste tremendo, tan alto que se devora a sí mismo, a sus mejores fundamentos y principios»

Opinión
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De besos robados y feminismo

El presidente suspendido de la RFEF, Luis Rubiales. | Europa Press

Ya, ya sé que estarán hasta el c… moño del beso y de las reacciones que ha suscitado, pero permítanme alguna reflexión ulterior tratando de confrontar seriamente la mejor interpretación de la tesis que sustenta la reacción virulenta —por desmedida, mediatizada y politizada que haya sido, y lo ha sido mucho— contra la conducta de Rubiales. Esa tesis se ha expresado de modos diversos pero creo que esencialmente se compone de dos premisas: (1) hubo un acto sexual reprochable que además refleja el machismo imperante y (2) la posterior reacción aquiescente de la «víctima» (no se presume su condición, sino que se da por hecho), o la conducta que haya exhibido ex post facto, no desacredita la censura, ya sea moral o incluso jurídico-penal, de (1). De hecho, promover siquiera la sombra de la duda a partir de esos datos o evidencias es una expresión más de la «cultura de la violación», una forma de «re-victimizarla».  

Para empezar: el carácter reprochable de la conducta sexual no se basa necesariamente en la falta de consentimiento. Imaginemos que de manera flagrante y a la vista de miles de personas y millones de telespectadores los protagonistas deciden exhibir públicamente un comportamiento indubitablemente sexual: mantener relaciones plenas, y plenamente consentidas allí mismo, en la plataforma donde reciben los parabienes de las autoridades. Imaginemos que un micrófono permite a todo el mundo escuchar el siguiente diálogo: 

«Jenni, un polvete». 

«Venga presi, vamos…». 

«¿Sí?». 

«Sí es sí, presi». 

¿No les parece que sería censurable tal conducta por falta de decoro pese a que la relación sexual ha sido consentida, con plena observancia, además, del rito formulaico que supuestamente garantiza que no hay ataque a la libertad sexual? 

Ya sé que la inmensa mayoría de quienes desde toda instancia han participado del festín acusatorio no lo han hecho fundamentalmente por esa razón, pero aquí intento despejar todos los balones, vengan por el ángulo que vengan. Aquéllos aducen, en cambio, que lo reprochable está precisamente en la falta de consentimiento, bien en que no hubo, bien en que está viciado dada la relación jerárquica entre ambos. 

Con respecto a la primera posibilidad, las pruebas muestran que el beso robado no lo fue tanto, que sí hubo muestras de que se aceptaba la propuesta. Así y todo, hay quien ha sostenido, razonablemente, que la posición de superioridad de Rubiales vicia la voluntad de Hermoso, una posición que le proscribe, en primer lugar, hacer una proposición semejante y que incluso si la jugadora consintió el piquito, su «superior» no debió ofrecerlo. A mí me parece que tal relación jerárquica no es fácil de predicar, pero, concedámoslo; ¿es esa reprochabilidad de tal intensidad como para justificar las reacciones suscitadas?

Les recuerdo que ha habido concentraciones en varias ciudades españolas; se han ocupado horas y horas de televisión y radio; se ha anegado de tinta la prensa nacional e internacional con el asunto; se han prendido hogueras por doquier y altares sacrificiales en las redes donde denunciar pasados abusos de quienes hoy se pavonean como «aliados de la causa feminista»; se ha llegado a justificar esta ola de iracundia por comparación con la producida a propósito del espantoso crimen de Ana Orantes allá por 1997; la Fiscalía ha intervenido pues se estima que hay indicios de la comisión de un delito de agresión sexual penado hasta con cuatro años de cárcel, lo cual es, a mi juicio, y a juicio de no pocos cultivadores del Derecho penal, mucho más que dudoso a la luz de la inexistencia de contenido sexual en el célebre «pico» y de dolo por parte de Rubiales. 

«No es solamente la actitud que tengan sobre los hechos los presuntos afectados lo que debe necesariamente marcar el contenido de una regla universalizable sobre nuestras interacciones sexuales»

En esas andábamos cuando se descubre que las reacciones inmediatamente posteriores de la presunta víctima corroboran que ella, como poco, no le dio importancia al frugal beso. Aquí es donde entra en escena la segunda de las premisas que antes he destacado: es característico de una denominada «cultura de la violación», se ha afirmado, que la normalización o falta de trascendencia que dé al hecho la presunta víctima se utilice para desacreditar la concurrencia de la violencia sexual. En una versión incluso de mayor alcance se postula: la aquiescencia es precisamente el síntoma de lo traumático que ha sido para la víctima lo que ha ocurrido. Se trataría, han dicho algunos, del mismo tipo de actitud de negación que sufren los niños víctimas de abusos.

Y todavía hay más: cuando se traen a colación pruebas inmediatamente posteriores al hecho que permiten albergar dudas más que razonables sobre la concurrencia de una agresión, lo que se revela es que el patriarcado y la estructura machista —de la que no forma parte, a la luz de lo visto estos días, ninguna institución pública, ni las multinacionales, ni ninguno de los medios de comunicación de masas, ni el «mundo de la cultura», ni casi ninguno de los partidos políticos, ni ninguna de las organizaciones sociales, ni la Iglesia Católica— «quieren» que las mujeres agredidas queden ayunas de recomposición vital y sexual, que se mantengan silentes y sufrientes. Unas concentraciones de repulsa y denuncia de la violencia sexual en las que sus promotoras se fotografían con la jovialidad de quien se dispone a asistir a la primera jornada del Weekend Beach Festival, no deberían servir para poner sordina alguna sobre la gravedad de la situación. En definitiva: si es con barba San Antón y si no la Purísima Concepción. O dicho de otro modo: la banca del dizque feminismo siempre gana. Una Jenni que expost desmienta que consintió prueba la tesis de la agresión; una Jenni que expost ratifique que aceptó o le quite hierro a la conducta a pesar de que no aceptara expresamente ex ante, también prueba que fue agredida. 

Hay algo perverso en este último planteamiento: negar la condición de sujeto con plena autonomía a la mujer, a sus circunstancias, opiniones y creencias que no habrían de contar nada si resultase que con su posición sobre el asunto puede desmentir el relato con el que siempre se ratificará, contra toda evidencia por inmediata y sensible que sea, la teoría de la dominación machista. Así, el dizque feminismo imperante gana a un coste tremendo, tan alto que se devora a sí mismo, a sus mejores fundamentos y principios.

Entiéndaseme: no todo consentimiento ex post —ni siquiera ex ante— permite validar socialmente un comportamiento que supone afectar los intereses, la voluntad o el deseo ajeno. Piensen más allá de las conductas sexuales o protosexuales: el consentimiento a que alguien nos corte un dedo porque nos lo hemos jugado en una partida de póker no es una causa de justificación de lo que constituiría un delito de lesiones; una Jenni Hermoso, o cualquiera de nosotros, comprensiva tras haber sido escupida no debe impedir que fomentemos reglas del trato social que proscriben escupir a la gente.  

O tocarles un pecho a las mujeres, o sobarlas o besarlas «sin permiso», estará seguramente pensando. Cierto. Cuando Mercedes Milá se atrevió, inopinadamente, a echar mano al paquete de un reportero o Anabel Alonso a besar a un chef en un programa de televisión a pesar de su resistencia, se propasaron y cometieron un acto censurable a pesar de que ni uno ni otro levantaron una ola repudio por la «violencia sexual» demostrada y no dieron mayor importancia a lo ocurrido. ¿Se imaginan que hubiera intervenido la Fiscalía dando a los afectados 15 días para sumarse a la querella contra Milá o Alonso? Es decir: no es solamente la actitud que tengan sobre los hechos los presuntos afectados lo que debe necesariamente marcar el contenido de una regla universalizable sobre nuestras interacciones sexuales.

En general dicha pauta rezará algo así como: el contacto físico íntimo o erótico no puede realizarse por encima de la voluntad de la persona afectada. Es obvio que el contexto será determinante, también las preferencias de los amantes (¿qué hacemos con quienes disfrutan de lo que a nuestros ojos es doloroso, inaceptable o humillante?) y que una primera aproximación —no sólo verbal— no puede ser siempre consentida expresamente. ¿Acaso la petición de dar «un piquito» seguida de la negativa podría constituir una agresión sexual en grado de tentativa? ¿Acaso deben censurarse también los besos robados a los que siguieron otros lances ya plenamente queridos y disfrutados? 

Imagínense la sociedad en la que viviríamos. Para darse de baja. 

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