Contra la indignación
«En realidad el sentimiento de indignación no es más que eso, un sentimiento, y por tanto, no genera discurso racional sino ruido»
En su próxima cena, haga el siguiente experimento: advierta a los comensales de que no está permitido consultar el móvil en busca de información, luego pregúnteles cuál ha sido el mayor genocidio que se ha cometido en la tierra desde que tienen memoria de los grandes acontecimientos. Verá que por lo general casi nadie lo tiene del todo claro. Serán pocos los que acierten a decir que fueron las matanzas del 94 en Ruanda. Si nadie lo sabe, lo puede usted revelar y pasar a la siguiente pregunta: quién mató a quién. ¿Fueron los hutus los que mataron a casi un millón de tutsis, o fueron los tutsis los que exterminaron a los hutus? Apueste cien euros, verá como difícilmente alguien aceptará la apuesta. Lo cierto es que a pesar de ser un genocidio relativamente reciente, nos resulta totalmente indiferente quienes fueron las víctimas y quiénes los asesinos, hasta el punto de que nos resultan intercambiables los nombres de hutus y tutsis. No pasaría lo mismo si preguntásemos, por ejemplo, quiénes fueron los asesinos y quiénes las víctimas en el caso de los nazis y los judíos. Resultaría escandaloso que alguien fuera capaz de confundirse al respecto o de declarar que no sabe responder.
Lo que ocurre aquí es una muestra más de que solo nos importa la justicia y el dolor humano en la medida en que refleja nuestro orden moral del mundo y nos reafirma en nuestros valores. Pueden morir diez mil niños en Darfur, que ni sabremos situar en el mapa la región donde ocurrió la matanza, ni sabremos los motivos por los que mueren: solo sentiremos un horror ciego y mudo que no nos devuelve el eco de los valores que creemos defender. Sin embargo, si mueren cinco niños en la franja de Gaza por un ataque de Israel, tendremos al día siguiente las redes sociales llenas de voces indignadas, en tanto que ese hecho puede explicarse burdamente en términos de un conflicto asimilable a la lucha entre derechas (Israel-EEUU) e izquierdas (la causa pro-palestina).
En el momento en que conseguimos conectar cualquier crimen o atropello a una causa que sintamos como nuestra, se excita el sentimiento de indignación, que termina por ser una forma de exhibición de nuestros valores –los valores buenos– frente a aquellos que los violentan. En cierto modo la indignación, que es un espacio común en que se reúnen personas afines, se ha convertido en una forma de narcisismo de los valores: alzo mi voz porque defiendo el bien. Esto además provoca una especie de llamamiento a la adhesión y una muestra de profesión de fe, lo hemos visto con el tema de Rubiales y con el #StopCensura. Parece que había que salir a decir algo igual que los conversos salían a comer tocino en la puerta de su casa a la hora del ángelus, no sea que nos hiciéramos sospechosos.
Pero lo cierto es que la indignación es un sentimiento pasajero y dirigido y focalizado sobre sucesos muy concretos, a menudo pasajeros. El ejemplo del #StopCensura es paradigmático. Los de derechas se indignan cuando un político de su cuerda es abucheado y silenciado en una universidad, pero sienten indiferencia cuando en Valdemorillo una concejala de Vox censura una obra de Virginia Woolf, les parece poca cosa. Al revés ocurre exactamente lo mismo. Realmente muy pocos de los que se indignan en ambos bandos tienen un compromiso riguroso y sostenido con la lucha contra la censura, pues solo saltan cuando sienten indignación, y solo la sienten cuando identifican a sus adversarios como censores.
«La indignación es un sentimiento dirigido y focalizado sobre sucesos muy concretos, a menudo pasajeros»
Podríamos llenar el artículo de ejemplos varios: los nacionalistas se indignan porque se sienten cancelados cuando no pueden hablar lenguas cooficiales en la UE, pero sin embargo no tienen problema alguno en borrar del espacio público de las regiones donde gobiernan toda presencia oficial del castellano. Amigas feministas me comentaban indignadas que hay un condenado por maltrato en una candidatura de Vox, que cómo puede el PP pactar con ellos, y rememoran las veces que han vuelto con miedo a sus casas. Yo les cuento las veces que he vuelto yo con miedo a la mía, cuando ETA aún secuestraba, y comento que el presidente de Bildu —ese partido con el que pacta el PSOE— fue condenado por secuestro y pertenencia a banda armada, hecho que ellas ignoraban y que no excitó su indignación. Lo cierto es que ambos debieran herir la sensibilidad de cualquiera que exija ejemplaridad en los políticos, si bien no es menos cierto que que tanto el diputado de Vox como el presidente de Bildu, han cumplido ya sus condenas y ambos tienen derecho a estar donde están.
El sentimiento de indignación nos conecta y emparenta con algún tipo de víctima, nos hace reflejarnos en ella y nos afirma que somos los buenos frente al adversario de siempre, que está vicariamente conectado con el verdugo, aunque ni nosotros seamos la víctima, ni el otro sea el verdugo. En realidad el sentimiento de indignación no es más que eso, un sentimiento, y por tanto, no genera discurso racional sino ruido. No nos permite analizar la realidad con distancia intelectual, es un sentimiento de reacción inmediata ante los efectos, pero no se ocupa escrupulosamente de las causas, va corriendo de un sitio a otro en busca de alimento para crecer y hacerse más grande, pero resuelve pocas cosas.
En su novela 1984, George Orwell describía una institución social que se llamaba el two minutes hate, los dos minutos de odio. Consistía en una proyección diaria, en pantalla inmensa y ante grandes colectivos, de un comunicado del supuesto enemigo público número uno: Emmanuel Goldstein. El público se entregaba a un catártico ejercicio de indignación colectiva, que consistía en odiar con la máxima intensidad y durante dos minutos, a un hombre que había sido elevado a símbolo concreto, a encarnación, de todo lo socialmente indeseable. Aquí un vídeo de la representación de aquella escena en la adaptación al cine de la novela. No sabía George Orwell hasta que punto en nuestra sociedad actual nos entregamos a sesiones de two minutes hate, tanto de manera colectiva, como en privado, y con el mismo efecto embrutecedor y estéril, en que el poder escoge un suceso para opacar completamente el panorama.