Hace ya cincuenta años
«De repente, el mundo había cambiado y las calles se llenaron de la alegría de los vencedores y del pavor de los vencidos»
El 11 de septiembre de 1973 el general Pinochet dirigió el golpe de Estado contra el Gobierno de la Unidad Popular (UP). Yo estaba allí. Ejercía de funcionario internacional en CELADE, centro demográfico de la CEPAL. Pero me fui a Chile interesado por el proceso político que allí se vivía.
Pronto entré en el PSCH de la mano de Vicente Garcés, ingeniero agrónomo y hermano de Juan Garcés, asesor de Allende. No sé muy bien cómo, pero en Santiago volví a encontrarme rodeado de españoles. Todos de izquierdas y todos radicalizados ante una situación que parecía conducir a la revolución.
A las ocho y cuarto de aquel 11 de septiembre Radio Corporación emitió un discurso de Allende. Inmediatamente después, el presidente de la República recibió una llamada del Ministerio de Defensa, ocupado ya por los sediciosos. Al otro extremo del citófono, el almirante Carvajal lo conminó a rendirse, ofreciéndole un avión para él, su familia y colaboradores que les llevaría al extranjero. Con palabras duras, Allende rechazó la oferta. El citófono quedó abierto y los allí presentes pudieron escuchar con espanto las palabras que Carvajal, ignorante del descuido, dirigía a sus subordinados: «Tenemos que matarlos como a ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende».
Más tarde, con el Palacio de la Moneda rodeado, Allende volvió a hablar desde Radio Magallanes. Según supimos pocas horas más tarde, Allende improvisaba el discurso sosteniendo un viejo teléfono a magneto:
«Seguramente ésta será la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes -comenzó-. Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para quienes han traicionado el juramento que hicieron…, sólo me cabe decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un trance histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos… Probablemente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará nuevamente hasta ustedes. No importa. Lo seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores. El pueblo debe defenderse, pero no debe dejarse arrasar ni acribillar. Tampoco debe humillarse».
«Lo más grave y doloroso: las ilusiones cayeron fulminadas y tantos y tantos que las sostenían fueron humillados, torturados, masacrados»
Más tarde, en otra emisora oímos las listas de quienes se tenían que presentar y que «de no hacerlo habrán de asumir las consecuencias fáciles de imaginar». Juan Garcés, que se había refugiado en nuestra casa y estaba en la lista preguntó: «¿Debo presentarme?» «Ni se te ocurra», le dijimos. Días después y gracias al embajador de España (Pérez-Hernández) pudo salir de Chile.
Ya entrada la noche, sonó el teléfono y era mi padre. Debían ser las seis de la mañana en España.
-¿Estás bien?– preguntó ansioso.
-Sí, muy bien. Aquí todo está en calma– mentí.
-No son esas las noticias que llegan– aseguró.
Recordaré aquellos días como los de la confusión y el miedo. De repente, el mundo había cambiado y las calles se llenaron, a la vez, de la alegría de los vencedores, que no eran sólo los militares, y del pavor de los vencidos. Muchos amigos se esfumaron, nadie se paraba a charlar en la calle, el toque de queda obligó a cerrar los espectáculos e impidió que los restaurantes –sin cenas– pudieran cubrir sus gastos. Y lo más grave y doloroso: las ilusiones cayeron fulminadas y tantos y tantos que las sostenían fueron humillados, torturados, masacrados.
Meses después me ofrecieron un puesto en la ONU en Nueva York, pero volví a España.