La vuelta del torno
«Como hombres, debemos preguntarnos una y otra vez qué es más digno de amor: nuestra belleza o nuestra fealdad, nuestra fuerza o nuestra flaqueza»
En un capítulo memorable de La vuelta del torno, Henry James recrea la Caída de Adán y Eva, situándola en la campiña inglesa. Ocurre justo después de la primera aparición del Sr. Quint en la novela: un personaje fantasmagórico del que nunca se llega a dilucidar si está vivo o muerto. Tras unos días de gran felicidad para la institutriz recién llegada a la casa solariega de Bly («Aprendí a divertirme e incluso a divertir y a no pensar en el mañana —leemos—. Fue, en cierto modo, la primera vez en que disfruté de espacio, aire y libertad, toda la música del verano y todo el misterio de la naturaleza»), una enorme sombra de muerte se cierne sobre la escena, como debió de suceder en el Jardín del Edén. «Vuelto a oír, mientras escribo, —continúa explicando— la intensa quietud en la que se sumieron los sonidos vespertinos. Las cornejas dejaron de graznar en el cielo dorado y en aquel momento inefable la hora grata enmudeció, pero no hubo otros cambios en la naturaleza, a menos que lo fuera uno que vi con una nitidez más extraña». La muerte se abre paso entre la belleza de la creación, del mismo modo que la naturaleza sigue su curso, ajena a ese abatimiento que aflige a la protagonista. De repente se ha desvelado lo que permanecía oculto y ya nada puede seguir igual.
La obra maestra de James admite una multitud de lecturas (de la meramente psicológica a la teológica, de la confesional a la novelesca), pero me interesa aquí un aspecto distinto. Nada es exactamente como lo vemos —de ahí que se pueda hablar de un velo que cubre la realidad— y tampoco nada es exactamente como lo percibimos. El propio Ernst Jünger, en su correspondencia con Heidegger, llegará a identificar la gélida belleza de la nieve con la última capa del nihilismo y, por tanto, del vacío y de la muerte. Aprender a mirar no resulta una tarea sencilla.
«Los que contemplamos la muerte desde los acantilados del tiempo también nos preguntamos por el mundo de ayer, por ese mundo que se desvanece a diario»
La institutriz se siente «abatida por la muerte», a pesar del esplendor primaveral. No es la vida, sino sus sombras lo que recorre en aquel momento su alma. Ni es necesario acudir a los espectros del pasado para entender su angustia. ¿Cuánto dolor hay en el mundo que permanece escondido? ¿Cuánto sufrimiento mudo recogido en la intimidad de un hogar? ¿Cuántas víctimas anónimas aplastadas por el transcurso implacable de la historia? ¿Cuánta soledad? Más allá de los cuerpos musculados en el gimnasio y el moreno estival de las playas, se oculta la barbarie de la que habló Walter Benjamin.
Como hombres, debemos preguntarnos una y otra vez qué es más digno de amor: nuestra belleza o nuestra fealdad, nuestra fuerza o nuestra flaqueza, la tierra fértil o la arcilla reseca, lo puro o lo impuro. Son interrogantes que dejo para cada lector. Nadie escapa a los ídolos de su tiempo, a los dioses que nos exigen pleitesía. Tampoco nadie quiere acercarse a la miseria ni sentir su roce. Los que contemplamos la muerte desde los acantilados del tiempo también nos preguntamos por el mundo de ayer, por ese mundo que se desvanece a diario: los anhelos que se marchitaron, los sueños de la infancia o de la juventud, la lenta decadencia de los cuerpos, la ausencia de amor. James, en su libro, se refiere a «la indecible actitud de quien parece no conocer otra cosa en el mundo que el amor». Ese privilegio de la niñez se pierde en contacto con el mal. Nuestras cicatrices, sin embargo, deben testimoniar la esperanza y no el abatimiento. Pienso mucho en ello cuando cae la blancura de la noche. La realidad no es sólo su apariencia.