Sin ley no hay democracia
«No es una lucha entre derecha e izquierda, es la lucha de los ciudadanos contra los políticos que, por interés propio, derriban los diques que contienen al poder»
En un reciente artículo, Victor Lapuente decía que la mayor división política hoy no está entre izquierda y derecha sino entre «legalistas y democratistas». Lo primero es cierto: Junts y el PNV, que han rechazado pactar con el PP pero aceptan apoyar un Gobierno de PSOE y Sumar, son de derechas. De derechas y oligárquicos, pues tienen los votantes más ricos de esas comunidades autónomas y han dirigido sus destinos durante la mayor parte de la democracia –y xenófobos, pues sólo consideran verdaderos catalanes o vascos a los que defienden su nacionalismo excluyente-.
Lo segundo ya es más discutible. Los legalistas, según Lapuente, son los que anteponen el respeto a la ley a la voluntad de las urnas, mientras que los democratistas priorizan esa voluntad. Aunque el autor quizás solo pretenda hacer una descripción sociológica, la distinción recuerda al discurso político que opone Ley y democracia. Es la misma idea de quien critica la «judicialización de la política» cuando se procesa a un político que ha infringido la ley o cuando se impugna una ley ante el Tribunal Constitucional. Lo mismo que sostiene Sánchez Cuenca cuando habla de «conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático».
Hay que reconocer que su argumento es sencillo y convincente: los ciudadanos eligen a sus representantes y estos tienen el mandato de formar Gobierno y desarrollar las políticas de sus programas. Los límites de la ley o la Constitución y su imposición por los jueces son contrarios a la voluntad popular y a la democracia.
«El problema es que, si la democracia consiste en elegir a los gobernantes, sobran el Parlamento y el Poder Judicial»
El problema es que, si la democracia consiste en elegir a los gobernantes, bastaría con elegir a un presidente -a doble vuelta, claro- que nombrará el Gobierno que ejecutará las políticas. Sobra el Parlamento, pues es más eficiente que las normas las haga el Gobierno. Sobra también el poder judicial, pues nadie mejor para interpretar la ley que quien la ha hecho, que además tiene legitimidad democrática. Menos costes y más democracia.
Todo esto es lógico, pero choca con la experiencia, que nos dice que el poder tiende inevitablemente al abuso y la corrupción. Poco después de la Revolución francesa, Constant ya advertía que «es inherente al poder traspasar sus propios límites, desbordar los cauces establecidos para su ejercicio y usufructuar parcelas individuales de libertad que deberían estarle vedadas». Es decir, que el poder, también el elegido democráticamente, tiende a favorecer al que lo ejerce y sus allegados, en detrimento de la igualdad, la seguridad y la justicia. También tiende a perpetuarse, y para ello cambiará las reglas electorales o, directamente, suprimirá las elecciones.
Por eso la ley no se opone a la democracia, sino que la sostiene. No cualquier ley, sino la que elabora un Parlamento elegido democráticamente conforme a un procedimiento que garantiza su calidad. La experiencia también demuestra que es necesario un Poder Judicial independiente, aunque también sujeto a la ley. Como gráficamente dice el juez Fernando Portillo, el ciudadano acude al juez pidiendo justicia, pero lo que obtiene es la aplicación de la ley. Justamente porque lo que hace es aplicar la ley, el juez tiene legitimación democrática, aunque no sea elegido.
La experiencia también nos dice que todo esto no es suficiente. Si la mayoría parlamentaria pudiera aprobar cualquier ley, estaríamos sometidos a la tiranía de la mayoría que podría, por ejemplo, aprobar leyes que quitaran el voto a las mujeres o permitieran la esclavitud. Por eso existe la Constitución, que no es otra cosa que una ley que fija el marco que tienen que respetar todas las demás leyes. Este marco es necesario para evitar el abuso y el enfrentamiento civil, y tiene que ser aceptado por una amplia mayoría de los ciudadanos. Por eso la Constitución se aprueba -y se reforma- por amplias mayorías del Parlamento y se ratifica en referéndum.
La Constitución y la ley son la expresión de la voluntad popular y la garantía de la igualdad, la paz y la seguridad. Fuera de ellas no encontraremos la concordia, como se nos dice, sino la arbitrariedad y el conflicto civil. No olvidemos que el procés no fue un ataque contra España, sino principalmente contra los derechos de todos los catalanes. Como dijo el Tribunal Constitucional, las leyes de desconexión y la declaración de independencia pusieron «en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto. Los deja[ron] así a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno».
«La insistencia en que la política debe prevalecer sobre la ley pone en riesgo el sistema»
La actual negociación de las contraprestaciones a la investidura con Junts -y PNV- y la insistencia en que la política debe prevalecer sobre la ley pone en riesgo el sistema. Es cierto que el PSOE dice que todo se hará conforme a la ley y a la Constitución. Pero hay motivos para preocuparse. Por ejemplo, la reciente declaración del presidente calificando el procés de crisis política que no debía derivar en la justicia. Preocupa también el poco respeto en general al sistema y las instituciones en tiempos recientes. Basta ver que el principal productor de leyes no es ya Parlamento sino el Gobierno, por decreto ley; o que se nombran personas estrechamente vinculadas al Gobierno como magistrados del Tribunal Constitucional, dañando su prestigio y la seguridad jurídica –que el PP haya actuado de forma semejante no lo excusa-. Los reiterados ataques de los socios de Gobierno a los jueces completan un panorama de deliberada erosión de los controles del poder.
La constitucionalidad de una ley de amnistía puede ser discutible. Lo que está claro es que concederla a unos políticos concretos a cambio del voto de su partido para la investidura, es un ataque frontal al Estado de Derecho y a la democracia. Supone infringir el principio de igualdad beneficiando a políticos que han cometido delitos, supone despreciar la ley y a los tribunales que la aplicaron con todas las garantías.
Sorprende que los que ponen la voluntad de la mayoría por encima de la ley no vean que esas barreras que hoy destruyen ya no nos defenderán cuando gobiernen los de una ideología contraria. No es una lucha entre derecha e izquierda, ni entre ley y democracia. Es la lucha de los ciudadanos contra los políticos que, por intereses propios y cortoplacistas, derriban los diques que contienen al poder, al quitarnos la protección de la ley y la Constitución. Nada nuevo: ya hace 2500 años Heráclito decía que «el pueblo debe luchar por la ley como por su muralla» y eso es lo que debemos hacer (por supuesto, dentro del marco de la democracia y del Estado de Derecho, que en estos tiempos parece necesario repetir lo obvio).