La política y el psicópata
«Con una sinceridad involuntaria, que se manifiesta por la vía de los hechos, Sánchez lleva tiempo advirtiéndonos que, con él, lo peor siempre será cierto»
Cuando la política ya no consiste en debatir y acordar la forma en que se abordan los desafíos, problemas y conflictos, sino que es la guerra por otros medios, la posibilidad del enfrentamiento civil se convierte en un riesgo real por más que parezca inconcebible.
Ocurre que en las sociedades desarrollada el enfrentamiento civil no suele consumarse porque de alguna manera el sentido común prevalece. La calidad de vida alcanzada hace que la mayoría de las personas sea consciente de que el desmoronamiento de la paz acarrearía costes enormes. Pero esto no implica que la tensión desaparezca. Sirve, si acaso, para evitar que la violencia finalmente se libere. No se regresa a una situación anterior más tranquilizadora: la sociedad queda estacionada al borde del precipicio. Y ahí permanece hasta que una serie de cambios profundos y consistentes la devuelvan a la normalidad.
Es evidente que España es una de esas sociedades desarrolladas donde la política parece servir para alimentar el conflicto. Sea por fingir un ardor guerrero con el que seducir a determinados votantes o por un convencimiento auténtico, demasiados políticos parecen empeñados en empujarnos agónicamente milímetro a milímetro hacia el precipicio. Con el tiempo, esta tensión degenera en agotamiento. Se pierde el interés y se asume, tal y como hemos hecho los españoles, que la crispación y la violencia verbal son consustanciales a la política. Una calamidad inevitable que no tiene mayores riesgos.
Este error de apreciación es comprensible. Vivir al borde de un precipicio durante años, exactamente desde que Rodríguez Zapatero le confesó a Iñaki Gabilondo que «nos conviene que haya tensión», acaba devaluando la percepción del peligro. Sin embargo, el peligro sigue siendo real.
«Su capacidad de ignorar cualquier consideración moral les permite centrarse en la consecución de sus objetivos»
No sólo España, otras sociedades desarrolladas también manifiestan una crispación política excesiva. No importa por qué razón se promueva esta crispación, el caso es que las paletadas de pólvora se van amontonando. Y cuanto más tiempo permanezca la sociedad sobre esa montaña de pólvora, más probabilidades tiene de que finalmente surja un psicópata dispuesto a prender la mecha. Y me temo que el nuestro ya apareció hace años.
A muchos les parecerá una exageración calificar a Pedro Sánchez de psicópata. Al fin y al cabo, el cine, las series televisivas y las novelas han logrado que los psicópatas se perciban como personajes fascinantes y misteriosos, en ocasiones hasta entrañables. Sin ir más lejos, el escritor Arturo Pérez-Reverte, durante una entrevista televisiva, hizo una descripción literaria de Pedro Sánchez, en la que le adjudicó las cualidades de un personaje de William Shakespeare.
Sin embargo, la cruda realidad es que los psicópatas no tienen nada de divertido. Son peligrosos. Su capacidad de abstraerse e ignorar cualquier consideración de orden moral les permite centrarse en la consecución de sus objetivos con la precisión e intensidad de un láser. Es cierto que son audaces, atrevidos e imprevisibles. Y que donde la mayoría de los individuos se detiene, ellos siguen adelante con una determinación y desprendimiento que pueden parecer admirables, pero los destrozos que dejan a su paso son enormes.
Calificar a Pedro Sánchez de psicópata puede también parecer excesivo porque el término se asocia con crímenes sangrientos. Y eso es demasiado hasta para Sánchez. Ocurre, sin embargo, que el psicópata no es por definición un asesino. En realidad, suele tener, y de hecho es lo habitual, propósitos distintos que asesinar a jovencitas para hacerse un traje con los retales de su piel. De hecho, individuos que no son psicópatas auténticos, se comportan como tales en determinadas circunstancias. Y no lo hacen cuchillo en mano.
A este respecto, en La sabiduría de los psicópatas (2013), el psicólogo Kevin Duttom incluye una conversación con un cirujano que confiesa no sentir compasión por los pacientes a los que opera porque, dice, es un lujo que no se puede permitir: «En el quirófano me transformo: soy como una máquina fría y sin corazón, me hago uno con el escalpelo, taladro y sierro. Cuando estás atajando y engañando a la muerte […] los sentimientos no son adecuados. La emoción es entropía, y va muy mal para el negocio. A lo largo de los años he ido acallándola hasta extinguirla». Si un médico que se dedica a salvar vidas puede comportarse como un psicópata, ¿por qué no Pedro Sánchez que se ve a sí mismo con nuestro salvador?
Según Duttom, los psicópatas tienen una gran capacidad para detectar oportunidades. Y si llegan a la conclusión de que una de esas oportunidades les ofrece algún tipo de recompensa, se entregarán a la tarea de manera obsesiva, sin importarles el riesgo ni las posibles consecuencias negativas. Entretanto alcanzan sus metas, no solo mantendrán la calma en los momentos difíciles, sino que, animados por el sentimiento de peligro, se volverán aún más certeros e implacables para hacer lo que sea necesario. Cuanto más ingeniosa y más creativa sea su falta de piedad, mayores serán las probabilidades de salirse con la suya con total impunidad: «La daga del interés personal puro y duro puede ocultarse, diestramente, bajo un manto benévolo de encanto opaco y confuso».
Antes que Duttom, Alan Harrington (1919-1997) publicó Psicópatas (1972), un libro breve donde este escritor esbozaba una nueva teoría de la evolución humana. Según Harrington, los psicópatas serían una proyección del Homo sapiens, una solución darwiniana para afrontar las duras y deshumanizadas exigencias del estilo de vida actual. Es decir, Harrington especula con la aparición de una variante perfectamente adaptada a los tiempos modernos, cuya programación se reduciría a tres directrices: luchar, imponerse y vencer. Aun sin demostración empírica, el enfoque de Harrington resulta sugerente, a la vista de la cantidad de individuos dedicados a la política que parecen operar en base a esa sucinta programación y no tienen ningún tipo de empatía, más allá, claro está, de alardear de sus buenas intenciones.
«Fíjese en esa intención de Sánchez de herir que va más allá de la mera estrategia»
En resumen, tanto para Dittom como Harrington, los psicópatas gozan de rasgos muy valiosos y necesarios para alcanzar el éxito en el siglo XXI: son audaces, implacables, cínicos, fríos y seguros de sí mismos. Pero, sobre todo, son peligrosos. En algunos casos, extremadamente peligrosos, como lo es Pedro Sánchez.
Si los argumentos le parecen insuficientes, querido lector, fíjese en él convertido por propia voluntad en convidado de piedra, en un falso espectador durante las sesiones de investidura de Feijóo. El retorcimiento que es necesario para mandar al más lacayuno de tus lacayos a interpretar tu papel, para así convertir el debate en una farsa y el Congreso, en una pocilga. Fíjese en esa intención de herir que va más allá de la mera estrategia. Su disfrute del truculento espectáculo, como si fuera un mero espectador, alguien que pasaba por allí, cuando Sánchez es el bruñidor. Y, sobre todo, fíjese en su gestualidad. Esa forma de arquear las cejas como si fueran las cejas del muñeco de un ventrílocuo. Su rostro contenido, acartonado, como el de un mimo que miente y manipula aun cuando no dice ni palabra.
Aún son demasiados los que siguen realizando análisis meramente políticos, sin darse cuenta de que Sánchez actúa exclusivamente en base a sus necesidades y lo hace además sin restricción alguna. Que él es el factor X, el psicópata inesperado dispuesto a detonar una sociedad tan acostumbrada a la bronca, a los malos usos y costumbres, al insulto, el deprecio, la amenaza y el silenciamiento, que ha llegado al convencimiento de que nunca pasará nada. Sin embargo, ya está pasando. Con Sánchez, nada es imposible. Con una sinceridad involuntaria, que se manifiesta por la vía de los hechos, lleva tiempo advirtiéndonos que, con él, lo peor siempre será cierto.