Adolescente a los 40
«Actualmente hay más adolescentes con cuarenta que con dieciséis. Es un dato que no deja de sorprenderme cada vez que salgo por ahí»
La postadolescencia era un concepto que afectaba a los jóvenes que, aun siendo mayores de edad, padecían una lentitud que no terminaba de asentarles la cabeza. Afectaba en cierto grado a veinteañeros que seguían ahí, a lo suyo, pensando todavía que el mundo conspiraba contra ellos y que sus padres tenían la mala juma de hacerles pasar un calvario de normas y límites que su libertad no podía tolerar. El hambre por tantas cosas, esa falta de saciedad, un ímpetu por comerse la calle y el mundo, no cabían en ningún marco y la puerta estaba siempre abierta. Luego la vida va haciendo de las suyas y claro, la mala fortuna del primer amor, el accidente del amigo, la visita de la madurez porque se corta el grifo; a cada cuál le llega de su modo, y de pronto se construye un nuevo yo en el que las cosas se van asentando de forma más pausada y menos voracidad. Ahora la adolescencia llega hasta los cuarentay.
Ese nuevo escalón de la ruta de la vida no significa que al toque se deje de disfrutar, ni de tomarte ciento y una copa de más, o cerrar la calle entera de bares. Simplemente que ya no apetece tanto, las resacas duran medio otoño y, de pronto, duelen partes en el cuerpo que no sabías que existían. Te apetece taparte con una manta, una chimenea es un regalo, sin un café no llegas ni a la esquina, y sabe Dios que las dos luces del amanecer, miran mejor levantándose que acostándose.
Luego llegaron las redes sociales, y vinieron para minarlo todo.
Las personas encontraron un grado de protagonismo que alimentaba su ego con el mismo apetito que las primeras libertades. El «yo» podía tener un avatar, un filtro, salir siempre guapo en la foto, un amigo en Singapur, y se desbocó el ansia del postureo hasta niveles que nunca conocimos. Mira mis vacaciones, la foto del atardecer en Creta, el barco que no tengo, la cara con morritos, desayuno con diamantes, y mil y una gilipolleces más que el ser humano de este siglo necesita para sentirse un poco menos solo. Esa cura, ese tratamiento contra la propia naturaleza encontró también una nueva forma de ligar. La calle se convirtió en una red social, una buena placa podía generarte una mirada furtiva, después un mensaje y con todo, la relación picaresca de una barra de bar pasó a tener un componente virtual donde alargar al adolescente que llevamos dentro. Llegaron las segundas oportunidades, segunda vuelta, y de nuevo, a la calle.
Actualmente hay más adolescentes con cuarenta que con dieciséis. Es un dato que no deja de sorprenderme cada vez que salgo por ahí. Algunos, todavía peor, rozan los cincuenta y siguen viviendo como si tuvieran veinte años. No es sólo un tema de estética, que también, sino por ver el ansia de ser el centro del universo con el pelo canoso y la tripa bien bajita, llevando la misma vida que sienta como un traje lleno de parches y coderas pues el cuerpo ya no entra en la percha. Algo no encaja. Canta y desentona el paisaje, tanto, como ver a un niño de siete años pedirse un Dry Martini mientras el barman de viejo le pregunta si prefiere una ginebra seca o de mil sabores, como acostumbran hoy a destilarlas. No se lo tomen a mal, no quiero decir que alguien que haya pasado las cuatro o cinco décadas no tenga derecho a divertirse, sino que desentona un tanto el que lo hace jueves, viernes y sábado como si no hubiera un mañana. Son muchos —y muchas—, y lo saben.
«Empiezan a verse situaciones paradójicas, como que no distingues al padre del hijo porque llevan el mismo estilo de ropa, peinado y deje al hablar»
Nos miramos tanto al ombligo que todo sigue igual. Tiene tanto que ver las adicciones a las pantallas, que nuestro comportamiento se ha vuelto una especie de videoconsola permanente. Es una partida ilimitada, nunca se acaba la jugada, siempre hay una oportunidad más. Y ahí van algunos, arrastrando mochilas cada vez más cargadas pero con la seguridad de ser el centro de una película parecida al día de la marmota de Bill Murray, erre que erre.
Por mí que cada uno haga con su vida lo que quiera. Faltaría más. Sólo observo una tendencia que parece conquistar bares y terrazas, con una clientela que se peina, se viste y se comporta como aquellos que fueron veinte o treinta años atrás. Luego uno se extraña si aumentan los infartos, pero claro, eso pasa por seguir creyéndose que la vida te dispensa un número ilimitado de monedas para echar a la maquinita. Una postadolescencia tardía, lejana, impostada por el consumismo y el yoísmo de esta sociedad que piensa que todo va sobre ruedas, que los problemas son para los mayores.
Empiezan a verse situaciones paradójicas, como que no distingues al padre del hijo porque llevan el mismo estilo de ropa, peinado y deje al hablar. Son amigos, se dicen bro y cuando te quieres dar cuenta, el padre le ha levantado la novia al niño de lo bien que baila en los garitos de la ciudad. Repito, todo el mundo tiene derecho a ser feliz, y de hacerlo como quiera, mientras no le pise la libertad al de al lado. Pero de verdad, créanme que no hay nada menos estético que pasarse por el cirujano cada vez que una arruga se asoma por la jeta. Parece que a todos les opera el mismo.
Pero como ahora está de moda también parecer que no cumples años. Ya sea vía dermoestética o vía filtro de Instagram. Mientras tanto, ya saben, lo de la madurez va por dentro, como el dolor o la verdad. Que nadie nos quite el placer de creernos que tenemos veinte años, ni mucho menos el derecho a que sea así. Como la matriz de Loreta.