En las librerías
«Las librerías nutren las bibliotecas privadas, principal herramienta del escritor; mientras que las bibliotecas públicas promueven la lectura o cubren necesidades»
Es muy hermoso lo que explica Jeff Deutsch, en su recientemente publicado In Praise of Good Bookstores, acerca de las viejas librerías de barrio que coloreaban en nuestra infancia y juventud el rostro de las ciudades. Dice Deutsch: «La buena librería versa sobre la interioridad. Inmersos en la búsqueda, muchos de nosotros nos desplazamos por aquel espacio como si estuviéramos dentro de la Mente misma —del universo o de Dios, según la inclinación de cada uno—. Y muchos, entonces, nos volvemos hacia adentro al hacerlo, hallando un lugar especialmente propicio para la introspección». Por supuesto, las librerías siguen existiendo y quizás sean mejores que nunca: con mejores fondos, con mejor programación cultural, más adecuadas —por su comodidad— para el curioseo junto a una taza de café y un bollo de cardamomo.
En esto, el proceso de transformación ha sido similar al de las bibliotecas —que, fuera de España, en raras ocasiones cumplen la función de sala de estudio—, aunque no sabría decir quién inició este camino de adaptación a una cultura cada vez más social. Su cometido, sin embargo, es distinto: las librerías nutren las bibliotecas privadas, principal herramienta del escritor; mientras que las bibliotecas públicas suplen lagunas, promueven la lectura o cubren necesidades. Su labor, por ejemplo, resulta crucial en los años escolares; pero en ningún caso pueden sustituir la familiaridad de los libros que atesoramos en casa. Si la clave de la cultura es el tiempo —o, al menos, una de sus claves—, sólo una biblioteca personal nos otorga este tiempo.
La estadística confirma que el éxito académico en la infancia se mide por el número de libros que se pueden consultar en casa. Creo —hablo de memoria— que, a partir de los quinientos, se disparan los resultados escolares. Más evidente aún es el dato de uno de los primeros PISA in Focus publicados en nuestro país, donde se demuestra que el mejor indicador del éxito en los estudios son las horas de lectura diaria en voz alta que los padres dedican a sus hijos a partir de los cuatro años. Asombra pensar que, a edades tan tempranas, se decida el futuro de una persona; pero, al menos en parte, debe de ser así.
«Un país culto es aquel que mantiene en buen estado una densa red de librerías, bibliotecas, museos y conservatorios»
Las librerías siempre están detrás de cualquier cultura mínimamente sólida. Un país culto es aquel que mantiene en buen estado una densa red de librerías, bibliotecas, museos y conservatorios. Ninguna plataforma de series y películas ni ninguna librería online —con todas las ventajas que presentan— pueden suplir la importancia de los lugares santos. En esto, el catolicismo muestra una especial sabiduría al negar la validez de las confesiones por Internet o por teléfono: es preciso que se hagan cara a cara. Lo mismo puede sostenerse acerca de la cultura: la virtualidad complementa pero no sustituye.
Para Joseph Epstein, uno de los más evidentes placeres de las librerías consiste en fisgonear entre los estantes. Siempre surge algún descubrimiento inesperado, algún universo que desconocías. Lo más parecido que conozco a esta experiencia se daba cuando en la niñez curioseábamos en las enciclopedias: de la biografía de Confucio a la de Gorbachov. Al leer esos gruesos volúmenes muchos empezamos a construir nuestro caudal de saberes. No en vano, recuerdo que, cuando tenía seis o siete años, el primer libro que me compré fue un diccionario de mitología. De ahí quizás mi amor por las listas o, al menos, cierto afán coleccionista.
Al viajar nos acercamos a las librerías como a los lugares santos de nuestra juventud. Nunca voy a Madrid, Londres, Estocolmo o Nueva York sin visitar unas cuantas. Un mundo aún más preciado es el de las librerías de viejo. Ningún libro electrónico puede sustituir esta experiencia ni este placer.