THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

Una revolución deconstituyente

«Llevar a término reformas de calado constitucional sin consultarnos, mediante la modificación de determinadas leyes orgánicas es un fraude»

Opinión
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Una revolución deconstituyente

Ilustración de Alejandra Svriz.

Habrá acuerdo de Sánchez con los separatistas catalanes y vascos. Pero llamarlo pacto de investidura sería engañoso, falaz, porque lo que se ha negociado y se está negociando trasciende a un mero acuerdo de gobernabilidad: estamos en los prolegómenos de un auténtico proceso deconstituyente que se va a acometer por unos cauces distintos a los previstos en el art. 168 de la Constitución para su revisión total. Y, claro está, sin contar con las mayorías que la norma exige. La mal llamada «mayoría social» la reputarán bastante.

Pero nadie debe llevarse a engaño, porque mayoría social y mayoría parlamentaria nada tienen que ver. Las mayorías sociales son las que respaldan o rechazan los referéndums constituyentes, en los que el voto de cada uno de nosotros vale lo mismo. En unas elecciones generales, no. Por eso, llevar a término reformas de calado constitucional sin consultarnos, mediante la modificación de determinadas leyes orgánicas -para las que basta mayoría absoluta- es una estafa, un auténtico fraude.

Es la particular manera que tiene el sanchismo de demostrarnos que la Carta Magna ha dejado de ser un obstáculo insalvable. 176 escaños y la parasitación del Tribunal Constitucional con magistrados serviles han bastado para rendir la Constitución del 78 y convertirla en el pretexto que el Gobierno necesita para validar sus atropellos: ya no es el Poder Ejecutivo el que tiene acomodar su actuación al marco constitucional, sino el marco constitucional el que tiene que acomodarse a las necesidades del Ejecutivo. Tan cierto como triste.

«Sólo hay un único poder, el del Pedro, que se manifiesta como tres poderes distintos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial»

Hasta tal punto están retorciendo los de Pumpido la norma suprema y la labor que se les ha encomendado como sus máximos intérpretes, que sólo los más ingenuos no dan por sentado su aval a la amnistía y a otras reformas infames que están por llegar, como la de la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Ley Orgánica del Régimen Electoral General o la del propio Tribunal Constitucional. 

Todo sea para hacer realidad el sueño de la Santísima Trinidad sanchista: sólo hay un único poder, el del Pedro, que se manifiesta como tres poderes distintos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Este es el dogma de fe que, en nombre de la democracia, está llamado a sustituir a la separación de poderes. Y nadie podrá reprochar al presidente que mintiera, porque no lo hizo. En su día reivindicó la II República como «un vínculo luminoso con nuestro mejor pasado». Dime qué añoras y te diré a qué aspiras.

Porque en este país empeñado en romantizar momentos nefastos de nuestro pasado, edulcorándolos con relatos sesgados y buenistas que los transforman en el epítome de la democracia, de la convivencia y de la felicidad, pocos ciudadanos conocen la inexistencia de un poder judicial independiente durante aquel periodo. Por eso me voy a valer de las siguientes líneas para explicarlo.

Desde que se aprobara la Constitución de 1931, los dirigentes republicanos mostraron muy pocos escrúpulos a la hora de intervenir en la judicatura para «republicanizarlo». Las intromisiones fueron constantes, hasta el punto de que, mediante Decreto de 3 de agosto de 1932, se crearon los llamados Comisarios Inspectores de Juzgados y Tribunales, dependientes del Ministerio de Justicia. Según esa norma, su creación obedecía a la necesidad de «hacer efectiva la función inspectora que compete al Gobierno sobre la Administración de Justicia». Estos Comisarios tenían la categoría y consideración de Magistrados del Tribunal Supremo y eran nombrados por el ministro de Justicia, quien podía elegir libremente entre los funcionarios de las carreras Judicial o Fiscal que considerara más aptos para el cargo. Entre sus funciones de inspección estaba la de visitar todas las Audiencias y Juzgados de la Nación con el objeto de supervisar «las condiciones, aptitudes y conducta de los funcionarios judiciales, fiscales y auxiliares de la Administración de Justicia», así como «examinar los procedimientos civiles y criminales fenecidos o pendientes». Vamos, lo que Marlaska pretendió de Pérez de los Cobos.

«Una dictadura constitucional ‘de facto’, en la que separación de poderes ni está ni se la espera»

Aquella aberración judicial de la II República de la que venimos es a la que ahora volvemos: una democracia de postureo, una dictadura constitucional de facto, en la que separación de poderes ni está ni se la espera. Porque éste es el pasado que Sánchez y Yolanda añoran, es el vínculo luminoso que anhelan: uno donde se encienden las luces para los adscritos al régimen y se apagan para las libertades de los ciudadanos, al dejar de existir jueces independientes que las salvaguarden de las arbitrariedades y excesos del poder político.

Poco le importa a esta España apática y narcotizada por las promesas de dádivas estatales que alumbran un mundo mejor en el que trabajaremos menos y ganaremos más por obra y gracia del Ministerio de Trabajo, con cada vez más millones de ciudadanos dependientes del Estado. No quieren entender que el clientelismo, consustancial a la degradación democrática e institucional, nos despoja de nuestra dignidad y nos convierte en siervos. La revolución deconstituyente que ya tenemos encima no sería posible con un pueblo que se negase a ser pastoreado. Me temo que no es el caso.

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