THE OBJECTIVE
Juan Marqués

El VAR de la literatura

«No hay nada más sencillo que saber quiénes eran los buenos críticos del pasado, pero no por si “acertaban” o no en sus juicios, sino por su modo de acertar»

Opinión
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El VAR de la literatura

Libros. | Wikimedia Commons

El coordinador del suplemento literario en el que voy comentando algunas novedades editoriales me escribió esta semana para pedirme que fuera pensando en «los libros del año», pues pronto me pedirá «mis diez títulos»… Y entonces, en efecto, me puse a pensar, pero no tanto en eso como en lo que significa.

Las listas del año tienen muy mala fama y dan lugar a todo tipo de pitorreos y de burlas (que muchísimas veces son indignación o decepción mal camufladas), pero en mi opinión son bastante útiles, y casi siempre reparadoras. Son como el VAR del fútbol: cosas que en medio del ajetreo del día a día del partido se presentan como claras, sancionadas ya desde el primer segundo, en cuanto se revisan al poco rato se comprueba que eran todo un piscinazo, o que ese balón jamás entró en la portería, por mucho que lo pareciera.

En ese sentido las listas son mucho más reveladoras que los premios, casi siempre injustos por limitados, por arbitrarios muchas veces. Las listas son más generosas, admiten matices, explicaciones, ampliaciones… Las listas son inclusivas y amplias allí donde los premios son totalitarios: se argumenta por qué ha ganado tal o cual libro, pero no se sabe qué se opina de los demás, por qué se ha juzgado a ése superior al resto…

Vengamos a lo de ayer, quiero decir, por ejemplo, al año pasado. En 2022 se publicaron La ciudad, de Lara Moreno; Las herederas, de Aixa de la Cruz; o De nuevo centauro, de Katixa Agirre, tres novelas malas de escritoras buenas (buenísima en el caso de la última). Se las saludó como obras maestras, se las promocionó hasta el aburrimiento, se las exaltó… y pocos meses después, en diciembre, habían desaparecido del recuerdo de los lectores, no habían dejado una huella importante, habían pasado. Gente que, no se sabe por qué motivos, miente u obedece en el momento, a la hora de hacer recapitulación se corta un poco (lo cual también implica obedecer).

El caso más espectacular de intervención del VAR al que he asistido como crítico es lo que sucedió con El monarca de las sombras, una sonrojante novela que publicó Javier Cercas. Ya no os acordaréis, porque nadie se acuerda de ello ni de ella, pero apareció como «la novela que revelaba a todos el secreto de la Guerra Civil» (algo que no debería decirse ni aunque fuese remotamente cierto), el libro que culminaba lo que había comenzado con Soldados de Salamina (una novela que me gusta muchísimo), una novela de reflexión nacional y de reconciliación que zanjaba debates y heridas… Después resultaba que todo era una conversación entre Cercas y David Trueba sobre asuntos personales, una tertulia sobre un cuento de Buzzati, una entrevista a un señor extremeño que no quería hablar y un desenlace en el que esencialmente se anunciaba que no había ningún secreto sobre la Guerra Civil, que lo que había pasado es lo que pasa siempre en este mundo, que no había más remedio que seguir viviendo asumiendo nuestra naturaleza humana y nuestra ignorancia elemental…

Alguien dirá que esas frases tan temerarias de la faja no eran culpa de Cercas sino de la editorial, pero no es exacto: él podría haberse opuesto a ese bochorno, sobre todo si sabía que lo que había detrás es una novela en la que probablemente había trabajado con honradez, ilusión y tiempo (me consta por amigos comunes que esa novela le importaba mucho, personalmente) pero que parecía desganada, perezosa, rápidamente resuelta, aparte de objetivamente irrelevante y escrita ya no sólo sin ninguna gloria sino sin mucha gracia. Ahora ha pasado el tiempo y, efectivamente, es una novela que no es importante para nadie, y que no sólo no se destacó entre las novelas españolas de aquel año ni, por supuesto, se tiene en cuenta entre las novelas sobre 1936, sino que ya no se menciona ni entre las novelas más considerables del autor.

A mí se me identifica como crítico de libros nuevos, pero soy sobre todo lector de cosas viejas, aunque no muy viejas, de hace sólo un siglo. Uno de los primeros libros que querría hacer si encontrase un mecenas o un Premio Planeta es una historia de la crítica literaria en España, especialmente la del primer franquismo, que es, también en ese sentido, de donde venimos nosotros. Es fascinante leer periódicos y revistas de los años 40, y quien lo hace comprueba esa impresión mía de que la crítica literaria, por efímera que parezca, es la primera bibliografía secundaria sobre los libros, y que por tanto, aparte de contener ideas originales, conocimientos generales o sinceridad, no ha de dirigirse sólo al lector del momento sino también al que pueda venir mucho después. Qué vértigo y qué responsabilidad: aquello que decía Stendhal de que él escribía para el lector de ochenta años después no sólo vale para la novela sino para la crítica. No hay nada más sencillo en este mundo que saber quiénes eran los buenos críticos del pasado, pero no por si «acertaban» o no en sus juicios, según lo que haya hecho el porvenir con los libros comentados, sino por su modo de acertar, por su «visión de juego», por los argumentos con los que daban (o no) en el clavo.

Digo todo esto porque, dejando aparte a los libreros (que se entiende que celebren y aplaudan todos los libros que salen), no hace falta hacer un gran ejercicio de memoria (o de exhumación de «reseñas», desahogos y parrafadas en redes) para ver quién exaltaba hace nada las nuevas novelas de Vilas, Aramburu, Portela o Llamazares, que en mi opinión no deberían estar en ninguna lista seria de lo mejor de 2023. No pretendía adelantar mis propias preferencias pero, en un año no especialmente maravilloso (aunque salió un muy buen Millas, un muy buen Pombo, un buen Muñoz Molina, una buena Elvira Navarro, un buen Ray Loriga, un ya garantizado Jon Bilbao, una sorprendente Luisa Castro, un buen Unai Elorriaga, la mejor Elisa Victoria hasta ahora, un liberadísimo F.L. Chivite, una gran Mar García Puig, un buen Guelbenzu, un buen Pablo d’Ors, otro tomo cumbre de Trapiello, un emocionante Bergareche, una convincente Eider Rodríguez o hasta –creedme– un buen Pérez-Reverte…, mientras que de América llegaron grandes libros de Alejandro Zambra, Guadalupe Nettel, Juan Cárdenas, Lorena Salazar Masso, Marina Closs y María Elena Morán junto a otros tan indefendibles y sobrevalorados como El corazón del daño, de María Negroni, que me parece que es el peor libro que he leído en este año), creo que, literariamente, la mejor novela (de las que he leído de momento: aún me quedan cincuenta días para algunas que no puedo permitirme no leer: Lindo, Soler, Villajos, Laura Fernández, Sánchez Aguilar, el premio Herralde…) ha sido la de Ignacio Martínez de Pisón, aunque la que más me ha gustado a mí es la de Irene Solà (igual que el año pasado la mejor fue la de Juan Gómez Bárcena, pero a mí me importaron todavía más las de Brenda Navarro y Violeta Gil)… 

En cuanto a ese libro «especial» que llega casi todos los años, ya dije en enero que Gozo, de Azahara Alonso, partía con muchas posibilidades: reconozco que era más un prematuro acto de wishful thinking que una profecía real, pero me alegra muchísimo todo lo que ha ocurrido con ese libro, un «fenómeno» ya, una «sensación», una «revelación»… porque, al margen de su alta calidad, de su oportunidad o de lo bien que ha caído, tiene esa otra cosa indefinible que hace de un libro algo único, duradero, poderoso.

Prometo que otro lunes trataré de escarbar en la naturaleza y la perdurabilidad de esos libros que, más que buenos (¡que también!), son sobre todo especiales, diferentes, agraciados (Los seres indefensos de Chivite, Dos hermanos de Atxaga, Viajes con mi padre de Castro, La tradición de Kandinsky de Ramon Saizarbitoria, Pont de l’Alma de José María Conget, El comensal de Gabriela Ybarra, Los extraños de Vicente Valero, Kramp de María José Ferrada, Poeta chileno de Alejandro Zambra, La parcela de Alejandro Simón Partal, Llego con tres heridas de Violeta Gil o el –para mí– recién incorporado La luz difícil de Tomás González…), y que yo no dejaré jamás de recomendar. Siempre cito los mismos, sí, pero es que ¿qué credibilidad tendría quien cambiase cada dos semanas de opinión en algo así?… Es lo que tienen estos libros: sé que me van a gustar siempre, que van a estar ahí siempre, diciendo todo lo que dicen hoy y probablemente muchas cosas más. Cada cual se construye no sólo su canon, sino que decide sus clásicos particulares.

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