20 años y siete votos después
«La gran cuestión es si será posible construir una alternativa política que restituya la democracia y vaya más allá de la confrontación»
Imaginaba Alberto Olmos en El Confidencial cómo sería vivir en una dictadura. Seguramente, escribía, en la calle nada cambiaría. Estarían los mismos árboles, los mismos bares y los mismos autobuses. La gente seguiría yendo y viniendo como de costumbre, con sus quehaceres, anhelos y preocupaciones cotidianas. En definitiva, la vida sería la misma en una dictadura que en una democracia. Lo cual, afirmaba, resultaba deprimente.
Tal y como lo plantea Alberto es difícil discutirle. Al fin y al cabo, en lugares mucho más inhóspitos y atrasados, en esencia, la vida cotidiana de la gente no cambia demasiado según quien gobierne o se deterioren más o menos las libertades políticas, siempre y cuando, claro está, no se desate la violencia. Hasta en las dictaduras más enérgicas, a primera vista, la vida de la gente que se dedica a salir adelante e ignora todo lo demás parece imperturbable. Y, por supuesto, los árboles y las calles permanecen inmutables. Y no sé si los autobuses, pero los carros van y vienen como de costumbre.
Sin embargo, no hay que centrarse en el momento del cambio, en el antes y el después de la instauración de una dictadura, sino alargar la mirada y contemplar el devenir que lleva hasta ese momento culminante, porque ahí, con una observación más aguda, descubriremos diferencias no ya abstractas, como las que existen formalmente entre lo que es una democracia y lo que es una dictadura, sino apreciables en lo cotidiano.
En nuestro caso establecería un margen de dos décadas. No es una medida exacta, sólo aproximada. Desde esa distancia, contemplaría el ajetreo de una calle populosa cualquiera, no del Barrio de Salamanca de Madrid, sino una calle de verdad popular. La gente que va y viene, los automóviles que circulan. Aunque ese ajetreo pueda parecer idéntico al que podríamos contemplar hoy en ese mismo lugar, en realidad no lo es.
«Ese caminar resignado pero, a la vez, convencido de que, con el tiempo y el esfuerzo, la situación mejorará»
Posiblemente, los bares de entonces sigan estando ahí, si bien puede que hayan sido traspasados, pero ahora hay demasiados locales con la persiana bajada. También se aprecia un cambio sutil en la forma en que la gente se apresura. No se percibe el mismo ímpetu de entonces. Ese caminar resignado pero, a la vez, convencido de que, con el tiempo y el esfuerzo, la situación mejorará, que la vida irá a mejor.
La forma de vestir también ha cambiado. Y no me refiero a las modas, que lógicamente evolucionan y más aún en el margen de dos décadas, sino al cuidado. Digamos que hoy parece haber más variedad, pero al mismo tiempo esa variedad se manifiesta con la abundancia de prendas baratas, casi de batalla.
Las matrículas de los automóviles son otro signo que nos advierte de que las cosas son distintas. No porque, como es lógico, ahora sean más actuales, sino porque hace 20 años, en conjunto, estaban bastante cercanas en el tiempo. Fueran utilitarios modestos o berlinas más lujosas, el margen de antigüedad de los automóviles era más estrecho. Hoy, por el contrario, los coches viejos abundan. Quizá sea por eso, para disimular, que se impone su exclusión de los centros urbanos.
Y qué decir de la operación asfalto, esa renovación masiva de las calzadas que hace 20 años, en los meses veraniegos, se anunciaba a bombo y platillo, mientras que ahora, a lo sumo, se parchean las deficiencias más notables y, en conjunto, las calzadas se deterioran sin remedio.
Se me ocurren más cambios apreciables desde la mera contemplación. Podría hacerlo limitándome al enorme bloque de apartamentos en el que vivo, donde las diferencias de la España actual respecto de la de hace 20 años se vuelven muy evidentes. Las conversaciones desesperanzadas, el ir tirando día a día sin poder mirar al horizonte, los coches prohibidos acumulando polvo en el garaje, la sensación de estar sometidos a una asfixia gradual e inmisericorde, la ley inescapable de «hoy estás peor que ayer pero mejor que mañana».
Pero prefiero aventurarme en las profundidades de las dos fotos fijas que nos propone Alberto Olmos, la de entonces y la de hoy, para descubrir, por ejemplo, que hace dos décadas, aunque el aprecio del ciudadano por la clase política tampoco fuera muy notable, ésta todavía no figuraba entre sus principales preocupaciones. Incluso, se había llegado a normalizar que, para progresar, no era condición imprescindible tener un gobierno socialista y que la alternancia democrática no implicaba el peligro del fascismo.
«La sana ambición por prosperar sería considerada una desviación y la democracia, un medio para corregirla»
Casualmente, hace veinte años, los que ahora no tienen reparos en llevarse por delante los restos de la separación de poderes y el principio de igualdad ante la ley, que precisamente sirve a los más humildes, son los mismos que, alarmados por el pragmatismo que entonces los desalojó del gobierno, optaron por radicalizar su discurso y transformar la política en una confrontación del bien contra el mal.
La idea era convencer a la gente, usando todos los medios al alcance, que no eran pocos, de que España no iba bien, ni mucho menos. Que, en realidad, nuestra sociedad no era admirable, sino terriblemente desigual y opresiva. Y que el culpable de este lamentable estado de cosas era el egoísmo individualista de Juan Español que la derecha había utilizado para expulsar a los socialistas del poder. Así, la sana ambición por prosperar, que atendía a las cosas de comer, a los hechos y no a los buenos deseos, sería considerada una desviación y la democracia, un medio para corregirla.
Una vez que el fin justificaba los medios era cuestión de tiempo que la democracia degenerara en tiranía. Faltaba tan sólo demostrar al público, con hechos consumados, que, en efecto, como apuntaba Olmos, las diferencias entre el antes y el después serían inapreciables, que en lo cotidiano todo seguiría como siempre. Y si lo de siempre resultaba deprimente, el Estado se comprometería a pagar las terapias psicológicas.
Es difícil, por no decir imposible, parar una deriva de dos décadas que ya sólo necesita de siete votos en el Congreso para consumarse. No se puede hacer en un día lo que no se ha hecho en 20 años. Desde luego, se hará lo que se pueda. Pero la gran cuestión es si, a partir del día después, será posible construir una alternativa política que restituya la democracia y vaya más allá de la confrontación o de heredar y mantener sin tocar el statu quo que precisamente ha desembocado en esta tiranía. Sin embargo, no toda la responsabilidad es de los políticos o del sistema legal e institucional. Los ciudadanos debemos también reflexionar. Nuestra postura debe ser mucho más activa, menos conformista en la política. Debemos participar y vigilar permanentemente al poder.