THE OBJECTIVE
Juan Carlos Chirinos

La dictadura heteróclita

«La entropía juega a favor de la dictadura heteróclita, porque se gasta más energía ordenando el caos que dejando que el desorden campee»

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La dictadura heteróclita

Pedro Sánchez durante el debate de investidura en el Congreso. | Europa Press

Este texto iba a llamarse «Ispiñi ni is Vinizuili», pero harto ya de que todo el tiempo me llamen catastrofista y de que me miren con la condescendencia con que el mundo mira a los venezolanos por haber entregado su país a los delincuentes que lo saquean desde hace cinco lustros, pensé que el cultismo (heteróclita) llamaría más y mejor la atención; pensé que, por esa vía, podría reflexionar con más sindéresis sobre el país que me ha adoptado y con el que guardo ya demasiados vínculos personales como para que su futuro no me importe, no me ataña y no dicte el curso final de mi vida. El cultismo me sirve para no comenzar gritando, «¡todos vamos a morir!» y, como consecuencia, nadie me haga caso, como le pasa al Pedro del famoso cuento, por estar prediciendo el apocalipsis cada vez que se pone a llover.

El Diccionario que usamos oficialmente señala que «heteróclito» tiene tres acepciones, pero aquí a mí solo me interesan dos de ellas: como adjetivo, significa «heterogéneo o compuesto de partes o elementos muy distintos»; y en la gramática se usa para indicar «aquello que no está sujeto a la regla común o que se aparta de lo regular». Y exactamente  así es como se comportan —evolucionadas desde los estadios más groseros de décadas pasadas, menos avisadas y con menos recursos tecnológicos— los gobiernos personalistas, las dictaduras de toda la vida y los regímenes cuasitotalitarios de nuestra época, irreversiblemente tupida por las invisibles pero tozudas telarañas de WhatsApp, Telegram, Twitter (o como se llame), Facebook, TikTok y demás redes sociales con las que ya no sabemos vivir; las redes, ese feliz universo autoritario que no existe pero que dictamina nuestros pasos.

Se trata de gobiernos, casi todos, de apariencia democrática, disfrazados con el respetable y antiguo sistema inventado en Atenas, y que usan los numerosos intersticios que esta forma de gobierno deja para imponer su voluntad sin necesidad de poner cara de Pinochet ni gesto adusto de Stalin, rostros que espantan al dinero y siempre se ganan pocas simpatías. La neolengua, desde luego, es muy útil: ya no es necesario mentir, con cambiar de opinión es suficiente; los presos ya no existen sino los privados de libertad; ya no se es negro o indio, sino racializado, aunque los blancos siempre serán blancos, faltaría más; y suprímanse ciegos, cojos, mudos, tartamudos, mancos, sordos y hasta la inapropiada canción que lanzó a la fama a Shakira. Límpiese la lengua, de esta forma no será necesario hacerse cargo de la realidad. Resulta especialmente útil el uso y el abuso de la ventana de Overton: asómense los beneficios de la zoofilia para que se acepte con más naturalidad la sustitución de la apetitosa carne de res por nutritivos gusanos; sáquese a la virgen María del Belén y sustitúyala por una pareja de Josés queer para que no haya oposición cuando usted decida que en las universidades hay demasiados hijos de obreros estudiando y que hay que mandarlos a estudiar los oficios que les corresponden, como barrenderos, trabajadores del aseo urbano y demás oficios de la gleba: sea clasista hasta el infinito, que la gente estará ocupada lamentando la expulsión de María del Paraíso.

«¿Que la amnistía es imposible de aplicar según el marco constitucional y esto no nos cansaremos de repetirlo hasta el final de los tiempos, o hasta el momento en que no tengamos los votos suficientes que el disfraz de democracia nos exige? No pasa nada, al día siguiente hay que defender con la misma convicción el cambio de opinión»

Un aspecto muy importante para la dictadura heteróclita es asegurarse de que pone de moda la modalidad más laxa del laissez-faire: si en la dictadura de un Hitler, por ejemplo, el cabo de Baviera aplicaba el método conocido como «trabajar en la dirección de Führer», es decir, hacer lo que se suponía que el jefe esperaba que se hiciera sin esperar a que el perezoso dirigente diera la orden, pues ya todo estaba dicho, el dictador heteróclito quiere que sus acólitos y secuaces improvisen; subsumidos en la misma filosofía heteróclita, deben saber que cualquier cosa que digan o que hagan puede ajustarse a los deseos del líder, siempre y cuando sea posible poner en práctica lo contrario en cuanto la medida improvisada dé malos resultados: ¿que la amnistía es imposible de aplicar según el marco constitucional y esto no nos cansaremos de repetirlo hasta el final de los tiempos, o hasta el momento en que no tengamos los votos suficientes que el disfraz de democracia nos exige? No pasa nada, al día siguiente hay que defender con la misma convicción el cambio de opinión e, incluso, sigamos defendiendo la ilegalidad de la «amnistía», pero no de una ley de «olvido y recuperación la convivencia democrática», una versión heteróclita del «sostenedla y no enmendadla», en la que ni se sostiene ni se enmienda nada: se sigue hacia delante, hacia allá, donde está el verdadero objetivo de la dictadura heteróclita: mantenerse en el poder; que es, bien visto, lo de toda la vida: de Gilgamesh y Atila hasta el dictador heteróclito que, por no saber, ni siquiera sabe cuál es la silla de la heredera y cuál debería de ser la suya. Porque en la dictadura heteróclita el que se va de la villa jamás pierde su silla.

La entropía juega a favor de la dictadura heteróclita, porque se gasta más energía ordenando el caos que dejando que el desorden campee. Lo que el dictador heteróclito ha descubierto, después de hervirnos como ranas, es que de todos los sentidos el de la vista sigue siendo el más importante para nosotros: así que si vemos que el dictador se muestra afable, cercano y habla bajito, si está muy bien disfrazado de demócrata, ¿por qué habríamos de pensar que debajo hay un polpotcito, un adolfito, un chavecito? Imposible. Además, aunque los venezolanos sigan dando la tabarra con su neura de siempre, todos sabemos que «¡Ispiñi ni is Vinuizili!». Seguri.

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