THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Defender la democracia en todas partes

«Deberíamos aceptar que hemos transigido demasiado tiempo con una aberración: que quien tiene la mayoría en el Congreso puede hacer lo que quiera»

Opinión
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Defender la democracia en todas partes

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Escuchar en jóvenes de poco más de 20 años que sí han estudiado, y no precisamente la Teoría crítica, sino carreras exigentes, que «este país no tiene remedio» es demoledor. Sin embargo, esta sentencia en boca de quienes aún tienen toda la vida por delante no es derrotismo. Es un baño de realismo. Por aquí el cambio es imposible. La España política es un organismo que segrega toneladas de anticuerpos ante cualquier pretensión de reforma y también un consumado arquitecto que erige muros con dogmas y consignas alrededor del emprendimiento.

Estos jóvenes han viajado, completado sus estudios en el extranjero, comparado las forma de hacer aquí y allí, adquirido experiencia laboral y finalmente tomado contacto con la realidad de un país en el que todo parece cooperar para impedir el enriquecimiento lícito, mientras que el ilícito, con la coartada de la solidaridad, la igualdad y justicia social, progresa sin freno. De ahí que la declaración «avanzamos en derechos» provoque en ellos una mueca burlona, porque no ven en ella nada que celebrar sino la promesa de una condena: «No te preocupes, amado joven. Si fracasas, vendremos al rescate con un bono cultural. Entretanto, haremos todo cuanto esté en nuestra mano para que no puedas valerte por ti mismo».

Mientras sus iguales son aleccionados en los institutos y universidades para gritar con los demás en favor de causas elevadas y ambiciosas, generosas y altruistas, moralmente imperativas, ellos saltan en paracaídas sobre un territorio hostil donde lo que cuenta es manifestarse contra el cambio climático, la desigualdad y el crecimiento insostenible. Nunca protestar porque la mayoría de los títulos académicos sean papel mojado ni porque España tenga el desempleo juvenil más alto de la OCDE. Eso es irrelevante. Lo importante es luchar por un mundo más igualitario. Un mundo siempre a futuro, siempre por llegar.

Pero ¿acaso, no tendría que chirriar, no ya que en los oídos de estos jóvenes desesperados, sino de todos, que sea precisamente desde las instancias del poder que se denuncie que los ricos son cada vez más ricos y los pobres, más pobres?, ¿o que un ministro de un gobierno supuestamente de derechas se jactara risueño de adelantar por la izquierda a los comunistas en materia tributaria?, ¿o que quienes más se llenan la boca con la palabra democracia sabotearan de manera prematura la separación de poderes y que los que vinieron después lo dejaran estar?

Tal vez, para estos jóvenes que se resisten a la proverbial caridad de los políticos, tomar la calle con un motivo que no obedezca a los dogmas acostumbrados es una novedad. Y, quizá, defender in extremis el Estado de derecho y la igualdad ante la ley pueda ser un banderín de enganche aceptable, porque al menos les permite desahogarse sin sentirse unos pringados.

«¿Cómo es posible que los gobernantes nos hayan conducido hasta esta situación de postración e indefensión?»

Pero, quizá, también esto los lleve a preguntarse dónde estaban todas esas personas tan razonablemente indignadas, a qué se dedicaban antes de llegar a esta situación límite. Yo al menos me lo preguntaría. De hecho, me lo pregunto. Y no sólo por el hecho lamentable de tener que salir a la calle para defender principios sin los cuales la democracia liberal es mera entelequia, sino por la imperdonable despreocupación de casi todos en todo, todo el tiempo y en todas partes, por ese consentimiento que, apenas disimulado con alguna pataleta, nos ha conducido hasta aquí, a tener que pelear por lo más elemental y, además, a tener que hacerlo a pie de calle porque no se defendió en donde se debía cuando se debía.

Por su puesto, la jerarquía importa. Lo primero es lo primero. Sin Estado de derecho y sin igualdad ante la ley lo que quedaría es una democracia orgánica, un régimen en alguna forma similar a las democracias del Este de Europa en los tiempos de la Guerra Fría, cuyos ciudadanos, además de vivir bajo la bota de la arbitrariedad, eran pobres de solemnidad. Sin embargo, habría que hacerse una pregunta incómoda: ¿de qué democracia hablamos y para qué? Quiero decir que si, precisamente, la principal virtud de un régimen democrático es el control del poder, ¿cómo es posible que los gobernantes nos hayan conducido hasta esta situación de postración e indefensión?, ¿ha sido un problema de diseño o sobre todo de actitud?

Ahora las calles se agitan por una buena causa, por más que el gobierno en funciones la desprecie y, en vez de llamar a la calma, se dedique a avivar el fuego calificando a todos los manifestantes de enemigos de la democracia. Sin embargo, por nítido que sea el motivo, y en este caso lo es, los gritos se consumen en sí mismos cuando no van acompañados de una labor anterior y cotidiana de trabajo, discusión, aprendizaje y convencimiento. El futuro se gana día a día, con perseverancia y tesón, no en un arranque desbordado de dignidad democrática sin base previa alguna.

Si queremos defender los principios democráticos y evitar que nuestros jóvenes más valiosos lleguen a la deprimente conclusión de que España no tiene remedio, deberíamos caer en la cuenta de que, en general, hemos transigido demasiado tiempo con una aberración: que quien ostenta la mayoría en el Congreso puede hacer lo que quiera. La soberanía está en el pueblo, el Parlamento la representa… pero tiene que ser con reglas, respetando la ley. Si nosotros no entendemos esto, si no lo enseñamos en nuestras casas, colegios y universidades ¿de qué servirá a largo plazo tomar la calle?

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