La feria de las vanidades ministeriales
«Todos y todas juraron o prometieron el cargo por su ‘conciencia y honor’: justo aquello cuya autoextirpación era requisito para ponerse a las órdenes de Sánchez»
Contaban en Málaga que cuando hicieron ministra a una política de aquí, la madre se quedó muy preocupada: «Hija mía, ahora va a saber toda España cómo eres». Y lo supo, vaya si lo supo. No digo su nombre porque de repente dudo entre dos, una del PP y otra del PSOE. Valdría para cualquiera de ellas, porque las dos se las traían.
Me he acordado esta semana al ver la feria de las vanidades de los ministros y las ministras (¡ha faltado algún –algune– ministre!). Quienes se incorporan deben probar su obediencia dentro de su ministerio, después de haberla probado fuera, razón de su nombramiento. Quienes permanecen son ya de contrastadísima obediencia. El presidente Sánchez les ha vuelto a premiar por una sumisión expresada mediante contorsiones: su asombrosa flexibilidad moral les capacita para las aún más complicadas que están por venir. Son genuflexiones operadas hasta la más íntima conexión neuronal.
Todos y todas (¡lamentablemente no todes!) juraron o prometieron el cargo por su «conciencia y honor»: justo aquello cuya autoextirpación era un requisito para ponerse a las órdenes de Sánchez. Lo hicieron además ante una Constitución sobre la que tienen ideas creativas. Al orangutanesco Puente, por ejemplo, se le veía en la cara que hubiera preferido jurar la Ley de la Selva. En cuanto, por poner otro, a la antisemita Rego —la única ministra de la Infancia del mundo entero que justifica el asesinato de niños— supongo que le hicieron pasar antes por el control de explosivos, porque lo que le apetecería (¡esto no es información, es opinión!) sería meterle dinamita a la Carta Magna.
Es una contrariedad que el rey Felipe VI sea tan alto, porque les da a las imágenes oficiales un enojoso aspecto de bajorrelieve asirio. La superioridad jerárquica de Asurbanipal se plasma en su tamaño mucho mayor que las otras figuras, fatalmente subsidiarias. Solo Sánchez y Puente se aproximan, pero no lo bastante. La ventaja para todos ellos es que no pudieron atisbar en vivo el rictus editorializante del Rey, que tenía lugar allá en la cumbre. Al verlo luego en la prensa les entrarían ganas de pedir la República (¡esto también es opinión!).
«Los ministros y ministras progresistas sin duda han progresado en sus vidas: han llegado, de hecho, a su tope»
Si lo analizamos, querer ser ministro es querer mandar. Y querer vivir en un mundo algodonoso de coches oficiales, despachos, moquetas, empleados a tu servicio y gente que se cuadra a tu paso. Esto es lo que reflejaban las henchidas caras de los ministros y ministras progresistas, que sin duda han progresado en sus vidas: han llegado, de hecho, a su tope. Y por el módico precio de someterse a Sánchez y acompañarle en todas sus dichas y desdichas, en todos sus dichos y desdichos. Debe de ser tan buena esa mierda que si te la quitan te da rabia, como a Belarra y Montero, exministras ya para toda la vida, cuesta abajo en su rodada desde su tope vital.
Llama la atención la emotividad, hasta las lágrimas en el caso de la vicepresidenta Díaz, al asumir el cargo. En algunas tertulias se ha comparado la toma de posesión de los ministros con la gala de los Goya. No con la de los Oscar, que es algo más sofisticada, sino con la nuestra, que es desparramada y cutrecilla. En el castizo mundo del cine español, el que gana un Goya dice con incontenible euforia carpetovetónica: «¡Me lo he llevado!». Pues lo mismo los ministros: se llevan sus ministerios.
«¡Que me lo he llevao, mamá!», podría decir hoy aquella ministra malagueña de que hablé al principio. Y si se entera toda España de cómo es, como temía su madre, peor para España.