THE OBJECTIVE
David Mejía

Sánchez ante Netanyahu

«Ponerse chulo ante Israel y nada más que ante Israel revela que su compromiso con los derechos humanos está supeditado, como todo, a su beneficio personal»

Opinión
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Sánchez ante Netanyahu

Ilustración de Alejandra Svriz.

Los cronistas del encuentro entre Pedro Sánchez y Benjamín Netanyahu obviaron a un personaje clave: el cámara. Todo hubiera sido distinto sin él. Cuando se enciende la luz roja, el presidente Sánchez se entrega a la propaganda de sí mismo. A Pedro Sánchez le importan los palestinos lo mismo que los palentinos, pero mientras no encuentra ningún glamour en defender Palencia, erigirse en defensor de la causa palestina le confiere distinción ante su público. Sánchez siempre ha querido mostrarse como un estadista de relieve mundial, un tendedor de puentes, vértice del equilibrio geoestratégico. Un Nelson Mandela castizo, igual de valiente, pero con más estilo, capaz de cantarle a Netanyahu incómodas verdades a la cara. A poco que uno conozca a Pedro Sánchez, sabe que su performance ante Netanyahu no fue un gesto de valentía, ni de solidaridad, sino de narcisismo.

Los habituales han salido en su defensa, alegando que Sánchez ha dicho «la pura verdad», como si la diplomacia no fuera el arte de defender tus intereses sin decir nunca la pura verdad. Añadían que no hay nada rompedor en las palabras de Sánchez: coinciden con la posición de la Unión Europea. Es cierto, aislado del contexto, su sermón no tiene nada de original: condena los atentados de Hamás, llama a Israel a respetar el derecho internacional y remite a la solución de los dos Estados. Lo inoportuno es el cómo y el cuándo. Por eso, aunque España comparta postura con la UE, quien tiene un problema diplomático con Israel es España. Y lo peor es que lo ha provocado el afán de protagonismo de su presidente.

«Lo que hizo el presidente no es una prueba de valor, sino de vanidad»

La reacción de Israel no ha sido menos demencial: ha acusado al presidente de apoyar el terrorismo, como si discrepar con Netanyahu implicase empatizar con Hamás. Es un estrategia recurrente para distraer la atención de un historial humanitario muy mejorable. En eso estoy con Sánchez y con la UE: la Franja de Gaza es un gran campo de internamiento, Cisjordania es un territorio bajo ocupación militar y en cada ofensiva del Ejército israelí mueren decenas de palestinos inocentes. Nada de esto justifica las atrocidades de Hamás, pero el pueblo palestino merece nuestra solidaridad y los excesos de Israel nuestro reproche. Pero su dispensa debe seguir los cauces adecuados, es decir, los que convengan al interés general y no los que convengan al ego de nuestro presidente. Lo que hizo el presidente no es una prueba de valor, sino de vanidad.

Si la preocupación de Pedro Sánchez por los derechos humanos fuera genuina, hace tiempo que habría tenido una conversación similar con Mohamed VI. Tampoco le hubiera reído las gracias al emir de Qatar, ni se mostraría tan efusivo con el príncipe Salman de Arabia Saudí. Y no hablaré de Cuba, Venezuela o Nicaragua para que no me llamen demagogo. Tampoco es necesario. Ponerse chulo ante Israel y nada más que ante Israel revela que su compromiso con los derechos humanos está supeditado, como todo, a su beneficio personal. Le faltaron reflejos a Netanyahu; en lugar de acusarle de terrorista, debería haber recurrido a la ironía: «Tranquilo, presidente Sánchez, respetaremos el derecho internacional tanto como usted respeta el derecho de su país».

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