PSOEZ
«Hay que ser demócratas antes que socialistas, o sea, hoy sanchistas. Y eso significa aceptar el pluralismo y no comulgar con ruedas de molino»
Corría mayo de 1977 y el PSOE, aprovechando un congreso de líderes socialistas del sur de Europa, congregó en el Polideportivo de San Blas, en Madrid, a miles de entusiastas militantes y simpatizantes ya deseosos de votar por primera vez tras más de 46 años sin poder hacerlo de manera libre. Hablaron Felipe González, Bettino Craxi, François Mitterand y Mario Soares. Se llamó la Fiesta de la Libertad y presagió el magnífico resultado obtenido el 15 de julio. Dos años después, también corriendo el mes de mayo, Felipe González renunciaba en el XVIII Congreso a seguir siendo secretario general. Lo hacía en un discurso célebre, aquél del «hay que ser socialistas antes que marxistas». Un discurso en el que también afirmaba estar en política por un impulso ético, que el partido tenía un compromiso con la transformación de la sociedad pero de manera democrática, para lo cual tenía que contar con la mayoría, y que la Constitución que apenas echaba a andar, era «la que nos permite vivir en paz y en libertad».
Me he acordado de todo esto en dos ocasiones recientes. La primera ha sido en la presentación ante la sociedad madrileña de la plataforma que lleva por nombre El Jacobino. Este proto-partido, liderado por Guillermo del Valle, busca acoger a los ciudadanos con sensibilidad socialista, que, por no nacionalistas ni haber sucumbido a la primacía de lo identitario, el wokismo y otras excrecencias de la posmodernidad, deambulan huérfanos de representación política. En ese encuentro en la Fundación Amberes he creído percibir entre los asistentes el ambiente de gozosa esperanza de aquella fiesta de la libertad que también catapultó al PSOE.
La segunda, al escuchar a Pedro Sánchez justificar la amnistía apelando a que, en el pasado, siempre hubo resistencias a medidas y leyes progresistas, y, al final, «la derecha» y la ciudadanía española en su conjunto ha aceptado esos cambios. Así pasó, nos dice, con el divorcio, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la eutanasia y al final todos tan contentos y progresistas. Pues lo mismo con la amnistía. Por si nos cupiera alguna duda, la presidenta del Congreso nos lo recordó en la apertura de la XV legislatura en la sesión conjunta del Congreso y el Senado cuando se permitió mencionar las ocasiones en las que determinadas reformas legislativas nos hicieron una sociedad mejor y más justa. No sorprendentemente, salvo dos o tres incrustaciones menores, coincidían con los momentos en los que en el Parlamento dominaba una mayoría del PSOE, la que sacó adelante esas normas.
«Todo acuerdo se verá irradiado de progresismo y santificado porque así se evita que gobierne ‘la derecha o la ultraderecha’»
Yo estoy esencialmente de acuerdo con muchas de ellas aunque tengo dudas de que, por ejemplo, la única dirección posible de «progreso» consistía en eliminar el servicio militar obligatorio, o aprobar una ley de indicaciones para el aborto, como se hizo en el primer momento, y no así de plazos como finalmente ocurrió 25 años después, y que, fruto de la alternancia política, no quepan ya otras reformas o políticas a ese respecto, que, por ejemplo, traten de minimizar el número de abortos, empleando el expediente de la «no-regresividad» en derechos. Pero todo eso no importa tanto: lo que sí importa y creo firmemente es que, en su papel de tercera autoridad del Estado, la presidenta del Congreso debe representar a todos, también a los que, por tomar otro ejemplo de su lamentable discurso, discuten el uso perverso y sectario que se hace de la noción de «violencia vicaria».
Vuelvo a Sánchez y las perversas consecuencias de su planteamiento en torno a la amnistía o sobre cualquier otra decisión controvertida en torno a la que pueda reinar un desacuerdo razonable o incluso una fortísima contestación como es el caso de la amnistía. Su idea es la siguiente: el PSOE, con la vitola «progresista», puede pactar con cualesquiera partidos –también los que convencionalmente no son tenidos por progresistas- cualesquier medidas, incluso aquello que hasta ayer mismo era tenido por inconstitucional, políticamente indigerible o moralmente inaceptable. Así y todo ese acuerdo se verá irradiado de progresismo y santificado porque así se evita que gobierne «la derecha o la ultraderecha». Y tiempo después, nos habremos olvidado del peluquín, es decir, la sociedad española habrá metabolizado el sapo, o bien se dará una aceptación tácita del statu quo alcanzado. Si por el camino hay alternancia política y una nueva mayoría «no progresista» intenta, siquiera sea tímidamente, modificarlo, se nos recordará, preferentemente en las calles y con toda la crispación y polarización que se precise, que los «derechos conquistados», el «progreso alcanzado» han llegado para quedarse. Y ya habrá una Armengol dispuesta a recordárnoslo.
Fíjense hasta qué punto puede llegar el descaro en la manipulación sobre el adversario –cada vez más «enemigo»- que permite la erección propia: en la entrevista de marras Sánchez se permitió alertar de la llegada de la «ultraderecha» a varios gobiernos europeos, una preocupación, incidía, basada en que, según él, esos partidos pretenden una menor participación en la vida social y política de las mujeres. Uno de los gobiernos en cuestión es el italiano, presidido por primera vez en su historia por una mujer.
«¿Nos sirven los datos o nos basta con evidenciar nuestra preocupación como buenos progresistas?»
Y mientras tanto pareciera bastar la vitola, la marca y un buen rebaño dispuesto a aceptar que no haya líneas rojas ni accountability alguna. Llevamos 53 mujeres en lo que va de año presuntamente asesinadas por motivaciones machistas. El año próximo se cumplirá el vigésimo aniversario de una ley que inauguró toda una cultura en torno a la prevención y erradicación de la llamada «violencia de género». Una cultura y todo un aparato institucional colosal, que ha incluido la creación de una jurisdicción especial, protocolos y reglas de actuación que muchos creemos de muy dudosa constitucionalidad.
Y por supuesto una «hegemonía gramsciana» en medios de comunicación y en la academia que ahogan –bajo la acusación de «negacionismo»- cualquier forma de disidencia en el análisis y en el abordaje del fenómeno. ¿Bajo qué condiciones cabe decir que un «gobierno progresista» fracasa en ese ámbito, o que lo ha hecho el despliegue de la Ley Integral de Violencia de Género? Me temo que bajo ninguna: basta con que se tenga por, y se le tenga por «progresista» al Gobierno de turno liderado por el PSOE. Y lo mismo si pensamos en la lucha contra la pobreza infantil. Con el cambio de gobierno se ha eliminado un Alto Comisionado para la Lucha contra la Pobreza Infantil creado en 2018. ¿Ha servido estos años para algo? ¿Nos sirven los datos o nos basta con evidenciar nuestra preocupación, deep, deep, como buenos progresistas?
La pregunta es, en definitiva, en qué se traduce la alternancia y el pluralismo político, esa «transformación democrática de la sociedad» a la que se refería Felipe González en 1979. Hay que ser demócratas antes que socialistas, o sea, hoy, desgraciadamente, sanchistas. Y eso significa aceptar el pluralismo y, como ciudadanos, no comulgar con ruedas de molino, con dar por bueno cualquier gato del «¡que viene la derecha!» por la liebre de un progreso solo labial en la boca de un mentiroso patológico.
Lo demás, como diría la ministra portavoz, son psoeces.