Las verdades peronistas
«Ahora, en España, es más importante ser progresista y frenar el fascismo que cuidar la separación de poderes»
La sensación de perplejidad la expresaba muy bien José F. Peláez el otro día en ABC. Íbamos por la vida sin sospechar que a media España, a ese vecino que saludaba en el ascensor, a esa señora que salía puntual a hacer la compra, la separación de poderes y los principios más elementales de la democracia les importaban un comino. La coyuntura política actual ha demostrado que hay algo mucho más importante, una etiqueta infiltrada en las entretelas del corazón, aferrada al alma, a la que nunca se va a renunciar. Puestos a escoger entre izquierdista y demócrata, está claro, se van con lo primero.
Basta verlo. La acelerada degradación institucional de España ha sido mérito de Sánchez y su equipo, por supuesto, pero habría sido imposible sin la complicidad de esa grey convencida de que la izquierda tiene una misión, un fin que justifica cualquier medio, que no es otro que detener el fascismo. Atrincherados en esta verdad moral, lo demás da igual. La realidad se hace borrosa y entonces se apoya la amnistía de golpistas y malversadores, con la conciencia tranquila. Si es para detener el fascismo, no se puede estar obrando mal.
Tal vez en eso sí cabe comparar a Argentina con España. En el país suramericano, el peronismo es una identidad que está por encima de cualquier otra consideración. Como sentenciaba Perón en una de sus «veinte verdades», para un peronista no puede haber nada mejor que otro peronista. No importa qué haga, fulanito o zutanito tendrá la razón y tendrá mi apoyo, por ser peronista. Lo principal es la identidad y no un conjunto concreto de ideas, y por eso quien se arropa con las esencias del peronismo puede ser estatista o neoliberal, de izquierda o derecha, progresista o conservador. Otra verdad peronista explica la maleabilidad de la etiqueta: la verdadera democracia es la que defiende los intereses del pueblo. Y, ya sabemos, en nombre del pueblo se hace de la necesidad virtud y se justifica cualquier cosa.
Perón logró persuadir a los argentinos de su razón moral porque también él, como Sánchez, elevó un muro. A un lado quedaban ellos, defensores del pueblo argentino, y al otro los enemigos que querían explotarlo, corromperlo o disgregarlo; es decir, el antipueblo, la antipatria, el mal o como se le quiera llamar. Y ante semejante amenaza, los procedimientos democráticos y el decoro institucional pasaron a un segundo plano. Era más importante ser peronista que defender la lógica democrática, de la misma forma en que ahora, en España, es más importante ser progresista y frenar el fascismo que cuidar la separación de poderes. El quid de la cuestión es que la derecha no gobierne. Ese es el fin; los medios para obtenerlo son lo de menos, ya no importan.
«El quid de la cuestión es que la derecha no gobierne. Ese es el fin; los medios para obtenerlo son lo de menos, ya no importan»
Es en este punto donde la razón deja de operar y la política se convierte en un asunto identitario y religioso. Yo defiendo el bien y a los buenos (la patria, el pueblo, el progreso), y el bien y los buenos no pueden nunca equivocarse. Para un progresista no puede haber nada mejor que otro progresista, sobre todo cuando se trata de hacer nombramientos en los cargos públicos.
Y entre tanta verdad peronista, la verdad a secas se disuelve. Y la verdad a secas es que lo peor que le puede pasar a una sociedad no es, por supuesto, la alternancia política ni la presencia de Vox y sus ideas reaccionarias en un gobierno con el PP, sino la corrupción de la democracia y la caída libre hacia el populismo y el sectarismo más desvergonzados. Porque cuando eso ocurre, más que murallas defensivas, se abren grietas infranqueables que pervierten la convivencia. Y ese es el verdadero mal, aunque no haya verdades peronistas que lo diagnostiquen.